El domingo 07 de abril de 2002, dos estallidos silenciaron una fiesta en la capital del Meta. Murieron 12 personas y unas 70 más quedaron heridas. Wilson Javier Cruzada Jiménez, un niño que vendía flores, cuentos y pasatiempos, fue una de las víctimas.
Por: Simón Zapata Alzate y Valentina Arango Correa*
La fiesta que avecinaba el aniversario 162 de Villavicencio terminó en tragedia. La Mosca Tsé-Tsé, una agrupación musical argentina, amenizaba el jolgorio al ritmo del rock. En La Grama, el sitio de moda de la zona rosa de la capital del Meta, vibraba la música. Todo fue interrumpido por un estallido. Sobre la 1:00 de la mañana del 07 de abril de 2002, al frente del tradicional bar Macuco, un petardo provocó una aglomeración. No pasaron ni diez minutos hasta que un fogonazo mortal, mucho más grande, aperturó el duelo que hasta hoy, 22 años después, permanece en el recuerdo colectivo de la puerta de los Llanos.
Las memorias de quienes sobrevivieron a esa gran carga de explosivos que detonó debajo de un carro, relatan las imágenes de los cuerpos desmembrados. En sus palabras, se evidencia el dolor ante la dureza de los hechos, las lesiones y el miedo que la guerra se empecinaba en mantener.
Para ese entonces, Floralba Jiménez, una mujer de voz baja y pausada, tenía una chaza de venta de dulces justo en ese sector. Esa noche le había ido muy bien y decidió ir al Parque Central a pagar una plata que debía. Su hijo, de apenas 12 años, Wilson Javier Cruzada Jiménez, le dijo que se quedaba cuidando el puesto de trabajo.
Aunque ella no quería dejarlo solo, después de mucha insistencia, aceptó. Ya que desde los seis años, el pequeño ya había comenzado a buscar su independencia. Le colaboraba a su madre con las ventas y en las tareas del hogar. Cuando ella trabajaba hasta la madrugada, él hacía el desayuno y el almuerzo, incluso para sus hermanos y hermanas mayores.
“Él era un niño muy decente, no se metía con nadie. Si necesitaba algo, él lo pedía”, recuerda Floralba. Vendía flores, libros de cuentos y pasatiempos para poder tener su propio dinero. Compraba su propia ropa y la de sus hermanos y hermanas. Le gustaba la natación y en La Grama, donde reposa el recuerdo de que fue el lugar donde perdió violentamente la vida, era reconocido por su carisma, su servicialidad y las pecas en su rostro.
El miedo que rondaba Villavicencio y el Meta
En aquella época, el Meta y los Llanos eran territorios que sufrían las embestidas del conflicto armado. La zona de distensión en la que se estaban realizando los diálogos de paz entre el gobierno del expresidente Andrés Pastrana y la guerrilla de las FARC-EP quedaba a unas tres o cuatro horas de Villavicencio. Sin embargo, dos meses antes del atentado, la paz se rompió y la violencia en el país se recrudeció.
Andrea Lizcano, una de las víctimas sobrevivientes y actual Secretaria de Gobierno de la Gobernación del Meta, recuerda el temor que se sentía en las calles. “La ciudad quedó sumida en la zozobra y en un estado de duelo. El comercio se vio golpeado, la gente dejó de salir por temor, la zona rosa se vio afectada”, dice mientras sigue a la espera del perdón.
Las llamadas “pescas milagrosas”, o retenes de las FARC-EP en la vía al Llano desde Bogotá, en las que generalmente secuestraban personas, eran usuales. Habitantes de la ciudad recuerdan identificar a guerrilleros por el uso de botas pantaneras, en lugares como Caño Parrado, donde tradicionalmente se lavaba ropa, y en Bavaria, cerca al río Guatiquía, ambos a las afueras de Villavicencio. Según el informe Tomas y ataques Guerrilleros -1965-2013- del Centro Nacional de Memoria Histórica, en el Meta, las FARC-EP perpetraron, entre 1965 y 2013, un total de 56 incursiones armadas.
Sin olvidar a las víctimas
Las 10 muertes confirmadas por el Instituto de Medicina Legal y la Policía fueron: Diego Ramos Gómez, de 14 años; Dufay Gavilán Falla, de 31; Jerson Yamir Meléndez Novoa, de 21; Wilson Javier Cruzado Jiménez, de 12; Fernando Baldoyo Calderón, de 35; Néstor Alejandro Calderón Guevara, de 31; Carol Tatiana Martínez, de 17; y Diana Cristina Beltrán, de 22. Adicionalmente, hubo dos cuerpos sin identificar, un hombre y una mujer.
A esas muertes violentas se sumó la destrucción total del Consultorio Jurídico de la Corporación Universitaria del Meta -Unimeta-. Eduardo Bernal, abogado de esta universidad, se posicionó como decano dos años después del atentado y, desde su cargo, se dedicó también a recordar a las víctimas. Fue así como, entre 2004 y 2009, gracias a su iniciativa, se realizó una eucaristía cada 07 de abril en el lugar del siniestro, celebrada por el padre Moisés Rodríguez.
Por su parte, Floralba declaró ser víctima del conflicto armado ante la Unidad para las Víctimas. Aunque recibió una reparación económica y todavía no ha llegado la verdad sobre la responsabilidad del atentado, afirma que ya perdonó a quienes asesinaron a su hijo. “Todos tarde o temprano llegaremos a nuestro ciclo, donde nos toque”, dice y recuerda que, de vez en cuando, pasa en moto por el sitio donde cayó Wilson Javier. Para ella, “ese lugar está igual”. En la actualidad, esta madre tiene una tienda de cervezas en su casa que se mueve más los fines de semana.
Desde 2019, fue inaugurado un parque en honor a la memoria de las 288.000 víctimas y los 220.000 sobrevivientes del conflicto armado en el Meta. Sobre esa plaza se levanta un imponente muro de longitud y altura de seis por seis metros, como un homenaje a estas personas en el departamento. Incluye la “Masacre de ‘carro bomba’ en el barrio La grama”.
Sin embargo, Andrea Lizcano, es crítica con respecto a la falta de medidas restaurativas: “Se sabe que fueron las FARC, pero no han hecho un acto de desagravio y de perdón con las víctimas directas y con la ciudad. Villavicencio es víctima porque eso marcó la historia y la memoria colectiva. La gente todavía lo recuerda con miedo”.
Todavía siguen funcionando bares, pero Macuco no está. Tampoco está la chaza de doña Floralba. A raíz del atentado, se consolidó otra zona rosa: el barrio Siete de agosto.
Recorrer esas calles es encontrarse con voces que mencionan lo sucedido, que saben de Wilson, el niño, a quien le decían “Pecas”. Pero no existe nada más. No se conocen condenas por este hecho. Se mantienen los reclamos de las familias a la espera de verdad, protección, justicia estatal, y las garantías suficientes para que en Villavicencio no se repita un hecho como este.
*Periodista de El Espectador
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