Recuerdo del día de la inauguración de la casa de la Comisión de la Verdad

Desperté a las seis de la mañana. Era evidente que el día no estaría tan caluroso como es habitual en los meses de enero y febrero en Villavicencio. De eso me di cuenta porque las cortinas de mi cuarto no luchaban contra la luz, contra aquella luz tan fuerte que quiere penetrar hasta los rincones más oscuros de este espacio. No me sentía cansado ni con ninguna lucha para levantarme, aun así, decidí que dormiría veinte minutos más. Estaba justo a tiempo para llegar con calma a las ocho de la mañana a la casa de la Comisión de la Verdad de Villavicencio, para participar en la rueda de prensa de inauguración de la Comisión de la Verdad para la Orinoquía colombiana.

Infortunadamente, no dormí veinte minutos como lo planeé; en total fue una hora. Me levanté rápido y molesto conmigo mismo, fastidiado con mi pereza y con la falta de dominio de mi propio ser.

Me dispuse a arreglarme rápidamente y salir de casa. Tuve la suerte de llegar justo a tiempo al evento y meditar sobre algunos aspectos que en la pereza de mi cama jamás hubiese podido pensar:

En la rueda de prensa hubo preguntas y comentarios respecto al sector de nuestra sociedad que no desea que la verdad se construya. Aunque las referencias a ellos no tenían nombre propio, era evidente que se estaba hablando de los innombrables. En otras palabras, nadie nombró al Centro Democrático, ni al uribismo, ni a los terratenientes, ni a los empresarios que han apoyado al paramilitarismo. Bien sabemos que ellos no tienen un deseo sincero con el esclarecimiento de lo que pasó en la guerra que ha vivido Colombia en los últimos sesenta años. No sé por qué no se quiso nominar a quienes no desean la construcción de la verdad. ¿Será por miedo? ¿Será que la Comisión de la Verdad sabe que en esta tarea de construcción hay un enemigo voraz que no tiene piedad para silenciar las voces de quien se atreva a desafiarlos? ¿Será que hay un miedo a convertirse en las voces ahogadas que hoy están en las tumbas, en voces sepultadas por las balas de acero y de odio? ¿O simplemente será que la comisión prefirió evitar la controversia en la rueda de prensa?

Alfredo Molano, el escritor de Siguiendo el corte, (libro que me hizo enamorar del llano a pesar de todas las contradicciones que se viven en este lugar) es el comisionado regional de la Comisión de la Verdad en la Orinoquía. Él, en gran parte, fue quien respondió las preguntas del encuentro.

El escritor ya luce cansado y demuestra sus años de intensas caminatas por el territorio colombiano en tiempos de guerra en la extrema suavidad de su voz. De todas formas, todo lo que dice está impregnado de sencillez y sabiduría. Habló de la necesidad de la verdad para que el pasado no sea borrado, o sea, acomodado a conveniencia de quienes han sido los actores del conflicto.

Por otra parte, y en un discurso no religioso, Antonio Gramsci, en su ensayo, Odio a los indiferentes expresa que “la indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida… Lo que ocurre no ocurre tanto porque algunas personas quieren que eso ocurra, sino porque la masa de los hombres abdica de su voluntad, deja hacer, deja que se aten los nudos que luego sólo la espada puede cortar, deja promulgar leyes que después solo la revuelta podrá derogar, dejar subir al poder a los hombres que luego sólo un motín podrá derrocar”.

Aparte de esto, Molano afirmó que la guerra produce un terror visceral, lo cual tiene como consecuencia sociedades fragmentadas y relaciones quebradas que no posibilitan que confiemos los unos en los otros. Sus palabras me hicieron pensar que la guerra nos silencia con el sonido de las tumbas y con el apagamiento de nuestra voz interior. Es tal el golpe de la guerra que no nos permite ni siquiera hablar con nosotros mismos. El sociólogo Molano dijo que hay gente que ha sido víctima desde hace 25 años y que nunca ha hablado con nadie de su dolor por miedo: miedo a las represalias, miedo a que los verdugos se ensañen con quienes quedan vivos y todavía tienen voz. Hay muchas personas en el país que necesitan salir de la cárcel del silencio. Dicho de otro modo, la misión de la Comisión de la Verdad es un imperativo de urgente cumplimiento que connota, ante todo, una obligación ética.

La Comisión de la Verdad también asumirá un proceso maravilloso: escuchar a los niños. Ellos han sido privados de la risa, del amor, de sus seres más queridos, de la alegría del territorio. Ellos han tenido que huir de los campos y llegar a las ciudades donde la gente que “crítica y que piensa” los invisibiliza y los introduce en el paisaje “natural” del trabajo infantil y, fatalmente a muchos, en la prostitución, la indigencia y las drogas.

Estos niños necesitan ser escuchados y reparados. Ellos han sido sentenciados a vivir en guetos, en las periferias de las ciudades, enfrentándose todos los días a la muerte y al desprecio humano.

Testigo de ello fui yo mismo, cuando un día en que, paseándome por el centro de Bogotá, un muchacho de tal vez dieciséis años se me acercó y me pidió unas monedas. Yo le dije que no quería darle monedas, pero que iba a comer algo en un Tostao y que, si quería, podía acompañarme. El joven asintió y me acompañó. Compré dos pasteles y dos jugos. Nos fuimos caminando hasta una universidad. Él me quiso acompañar. Mientras caminábamos le pregunté de donde era, me dijo que no sabía, que no recordaba, que sabía que algún día vivió en el campo, porque había vacas y muchos perros. Le pregunté por su edad y me dijo que no la recordaba. Le pregunté por su familia y me dijo que no sabía nada de ellos. Cuando llegamos a la universidad nos despedimos. Me quedé pensando en cómo un niño podía terminar viviendo así. Seguramente este niño ha sido uno de los tantos a los que el macabro conflicto le borró la memoria y le aniquiló su verdad, aquella que solamente le pertenecía a él.

Ahora bien, creo que fue un acierto rebelarme contra mí mismo, despertarme y salir de casa, ir en contra de la pereza que nos invade para la vida pública y política; escuchar para reconocer que hay mucho en Colombia que necesita ser dicho y hay una verdad que exige ser construida para que todos los colombianos, desde la cotidianidad de nuestra vida, estemos dispuestos a escuchar y conocer la verdad que necesita ser esclarecida.

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