Los procesos de construcción de memoria en Colombia han sido el trabajo arduo de las víctimas del conflicto armado que se piensan otro territorio posible. La evocación de sus recuerdos más allá del dolor, transgrede los escenarios sociales y permite conocer el otro lado de la historia de los datos oficiales. Pese a la angustia, lo terrorífico que pueda ser escuchar o ver, ser testigos del testimonio, es urgente.

Se pretende que el mismo Estado sea el equiparable de la memoria histórica, pero pone en entre dicho desde acciones como la censura, las vivencias que traen consigo las víctimas, para imponer sobre estas su propia verdad, esa misma que va relacionada con las nuevas formas de la ausencia estatal y la crisis moral de la esfera pública.

Hemos sido testigos del problema de la mirada hegemónica, es decir, como la elite del poder de manera absurda quiere manipular la memoria colectiva e individual, para solventar esa idea dominante de que ‘ese conflicto armado no existió’ y que ‘no es tan así como lo dicen las víctimas’, ya que desde el escritorio creen poder narrar otra realidad. Ha valido más el informe estatal y sus visiones distopicas, que el propio llanto, experiencia y relato de quienes desde el territorio, tuvieron que poner el pecho, los hijos, el hogar, la vida durante tantos años de conflicto armado.

En medio de la coyuntura y la configuración de las prioridades a desarrollar de la agenda mediática, se conoció este mes, como un soplo leve, que la Jurisdicción Especial para la Paz ‘JEP’ prohibió al Centro Nacional de Memoria Histórica ‘CNMH’ en cabeza del controversial Darío Acevedo, “sustraer, modificar, alterar o eliminar el material y la metodología de colección” del proyecto ‘Voces para transformar a Colombia’. Sus referencias ortodoxas frente al manejo de las representaciones simbólicas de las víctimas pone en tela de juicio el valor profundo y el significado amplió del ‘hacer memoria’.

Ese ejercicio no es solo el hecho de recordar y desde el testimonio hablado o escrito contar lo que pasó en los territorios, y a su vez lo que tuvieron que vivir las víctimas del conflicto. Implica poner en reflexión y consciencia los modos de representación de cada una de estas personas. Que una madre guarde la ropa de su hijo desaparecido por años, la lave constantemente, la cuide como un tesoro, no es un acto loco e inconsciente. Que el agua represente la vida y el resguardo de los restos de miles de personas que fueron arrojadas allí y en sus cauces, por medio del recuerdo se reconcilie el cuerpo y el espíritu con la naturaleza, no es un invento “bonito” y “creativo” de los pueblos indígenas. Implica reconocer la potencia de revivir los hechos más angustiantes desde procesos simbólicos emergentes, que permiten llevar a cabo la sanación de las heridas humanas y del territorio.

No es solo una persona quien construye y escribe la memoria, son cientos de miles quienes la reescriben y la tejen alrededor de lo ausente, de la mirada indiferente de los otros; esto con el fin de involucrar y poner de frente la otra cara colectiva del recordar. La suma de los actos de reparación, que emplea el lenguaje cultural del pasado, nos permite mirar y relacionarnos con el presente y sus pedagogías de la memoria.

La mirada de ‘lo insoportable’ nos urge. Apoyar y salvaguardar los procesos de memoria social son la otra historia de este país y sus gentes. El renacer de las cenizas del olvido nos inmiscuye a todas y todos. Que este acto humanizador permita ser la razón de reconstruirnos también a sí mismos y reconstruir al otro.

 

*Opinión y responsabilidad del autor de la columna, mas no de El Cuarto Mosquetero, medio de comunicación alternativo y popular que se propone servir a las comunidades y movimientos sociales en el Meta y Colombia.

Solo los administradores pueden añadir usuarios.