Doña Analocadia Güiza es una mujer peñonera echada para adelante, que a paso lento y con poca vista, a sus 83 años recoge leña, lava y además se da sus escapaditas para ir a visitar a sus vecinos o de vez en cuando frecuenta a su amiga íntima «Mota», a quien le dice así de cariño, pero su nombre real es Bárbara Vargas. Ella representa la historia de muchas madres que tuvieron que vivir añorando el amor que el conflicto armado le arrebató.
A pesar de la edad y la falta de compañía, pues de sus doce hermanos solo vive ella, cuenta con varios vecinos y familiares cercanos que la ayudan en lo que necesita, son la distracción de vez en cuando de Doña Anita, como le gusta que la llamen, pero aun así, quizás lo que más le hace falta hoy en día es el verdadero amor, cariño y compañía que su hijo Álvaro Guiza le pudo haber compartido.
Su hijo, desde que era adolescente parecía guardarle poco cariño, o eso es lo que siente ella, ya que cuando él tenía 20 años aproximadamente, decidió irse de la casa para donde Don Gilberto Olachica que vivía cerca del caserío de la vereda de Cruces, en donde se le metió la idea de ir a probar mejor suerte en otras tierras. Empero, poco tiempo después de irse a vivir para la Macarena, en el Meta, zona donde operaban grupos armados, sin conocer exactamente los motivos, su madre se enteró que su único hijo fue asesinado por las FARC y allí sepultado. Relatos que conoce por boca de los familiares más cercanos, puesto que a Doña Anita nunca le relataron verdaderamente qué pasó con su hijo «Gilberto siguió con que se lo llevaba y se lo llevó y lo mataron ¡Cuánto hará! «.
De esa forma se derrumbó quizás la primera parte de su sueño, un sueño que nunca se hizo realidad, puesto que con el más inmenso amor que puede entregar una madre que le dio la vida, lo educó, y lo vio crecer lentamente, siempre soñaba lo que serían sus últimos días al lado de su hijo y seguramente de sus nietos también, los cuales serían su más bonito motivo de felicidad. Familia que añora ahora que ya no cuenta con buena salud, y que le toca esforzarse tanto realizando los quehaceres que representa vivir en el campo, como cargar leña, buscar la leche, entre otras tareas con las cuales arriesga aún más su salud.
A doña Anita ya le pesan los años, su visión no está en las mejores condiciones y sus problemas de tensión también la atormentan. «Me da una tontera y es como a caerme, y me toca tomarme una pepa de esas para la tensión y de una vez se me va» explica. Sin embargo, todos los días se levanta y en muchas ocasiones sale a caminar, a sentir el aire que pareciese acariciar esa cara llena de arrugas sabias, de nostalgia, recordándole a su hijo, el no haber podido tener el mismo destino de la mayoría de sus hermanas, de vivir la maternidad como cuando lo soñaban cuando eran niñas y todavía jugaban a ser grandes. «Elvira y yo nos tocaba ir a tenerle cuenta a un toro que se pasaba para donde Don Luis Santamaría, nos acostábamos y les amarrábamos unas piedras cargadas que esos eran los maridos, hacíamos unos fogones, poníamos piedras y echábamos arepas para los maridos» recuerda con una sonrisa esta adulta mayor, pero después de enfrascarse en sus pensamientos, decide terminar esta parte de la conversación: ¡Es que cuando uno era pequeño sí era como marica!
Recuerda además, que con sus hermanas no solo soñaban, sino también realizaban gran parte de su tiempo, trabajo en la huerta que tenían en su casa, junto a su papá Don Luis Tarco Güiza; allí cultivaban papa, cepa, maíz y demás, los cuales eran su principal medio de sustento, acompañado de la miel y los productos que se daban en el sector que llaman “Tierra Caliente”, dónde tenían finca y molino, pero donde sin embargo no vivían, como era costumbre años atrás, ya que las y los campesinos de la época vivían en el sector de clima frío, y en las veredas de clima cálido era donde trabajaban, pues creían que las altas temperaturas podrían volverlos propensos a sufrir enfermedades o ser picados por alguna mapaná, serpiente de la zona.
En aquella época, para ir a esas veredas, tenía que caminar largas jornadas por el camino de herradura de “Las Lajas”, con ayuda de mulas –quienes tenían-, con “zurrones” cargados y hasta las personas debían caminar cada una con media arroba de maíz. «En el Peñón no se podía comprar ni vender nada, tocaba hasta Bolívar, algunas personas se llevaban las mulas o se cargaba los productos, yo me acuerdo que Doña Teresa, se cargaba unos maletones en un catabre, traía sal, manteca, mejor dicho de todo y eso llegábamos noche a loma de perro dónde mi madrina Nieves, ahí posábamos y al otro día nos veníamos y así cada ocho días, viaje que duraba aproximadamente dos días” recuerda, añadiendo además que ahora todo toca comprado, pero en el casco urbano de El Peñón, eso sí, teniendo dinero; a ella por ejemplo, Edgar y Estrella le compran todo, ya que son sus vecinos más cercanos y entienden los problemas de movilidad que son evidentes a la edad de doña Anita.
Es para aquella época, que tras un corto, pero desafortunado amorío, quedó embarazada de un hombre que no quiso responder por su hijo y no bastándole con esto, considera que fue el autor de que su sueño de conformar una bonita familia y envejecer al lado de ella, se acabara.
Pero su hijo fue su motor, el motivo para levantarse todos los días a trabajar, a caminar largas jornadas hasta tierra caliente, para siempre llegar expectante a ver a su pequeña adoración quien la esperaba impacientemente cuando se quedaba con la abuela, Doña Herminia Vargas. Ella no dice su nombre, parece dolerle nombrarlo, así que solo concluye con que a su madre le gustaba quedarse con su hijo, porque a pesar de sus pasos cortos. le ayudaba en el ordeño y la acompañaba.

El ser madre soltera a tan temprana edad, no se puede comparar con la actualidad en donde siempre se le juzga a las jóvenes por no acudir a métodos de planificación, o por no estudiar, ya que en aquella época –y aún se ve- era improbable conocer las opciones para evitar un embarazo no deseado y mucho menos estudiar «eso qué estudiar si mi mamá y mi papá no nos ponían a estudiar, o tal vez no habían ni escuelas yo no me acuerdo bien ya».
Doña Analocadia seguirá viendo pasar sus días, marchitarse su salud, a pesar que para su edad, tiene mucha vitalidad, pero aquí aplica el refrán que el tiempo no perdona, por ello en algunos momentos la acompleja el pensar «cómo será cuando ya no pueda cargar leñita, ni lavar o hacer de comer, quién sabe si llegará alguien que lo ayude a uno», pero rápidamente aleja esos pensamientos, pues prefiere mantenerse en el presente, ese presente que la ayuda a no vivir con el dolor de los recuerdos, así que lo que suceda hasta el día en que fallezca se lo dejará al destino.