La gata Ernestina estaba mojada, su pelaje pegado a su piel goteaba chorros de agua por el aguacero inclemente que a esa hora caía en la ciudad. Se fue por el larguero de un techo escarpado por las tejas de barro rojizas y muy viejas. Había estado tan solo unos segundos bajo el aguacero atroz y había sido suficiente para quedar empapada bajo aquella noche invernal de abril. Cerca de la chimenea de la casa de los Rodríguez había un pequeño agujero por donde ella se metía muy apretada por el techo e iba a dar al estudio del doctor Martín Rodríguez, reconocido psiquiatra en el gremio médico de la región.

Aquella noche él investigaba un extraño caso de un paciente que no se recuperaba, los medicamentos no surtían efectos y su perfil psicótico aumentaba con el paso de los días y las noches, que a decir verdad eran una verdadera pesadilla para su trastorno obsesivo compulsivo. En lo primero que pensaba era en cómo lograr equilibrar al paciente, ya que los medicamentos no lograban menguar sus intensos ataques de pánico. La gata Ernestina cayó de golpe encima del escritorio del doctor y este entre ofuscado y apesadumbrado por verla empapada, solo atino a bajarla lentamente a la altura del suelo e irse a buscar toallas para secar al pobre animal.

A su regreso el doctor encendió la chimenea, se sentó en el suelo, cerca de las llamas y sujetando a la gata se dispuso a secarla, con cuidado y cariño para que ella sintiera el amor profundo que su amo sentía por Ernestina. Al terminar, la puso sobre un cojín abultado y la dejó a menos de dos metros de la chimenea. Ernestina se pasaba la lengua de un lado al otro como quitándose algo que le incomodaba y el buen doctor regresó a su escritorio que contaba con algunas gotas de agua producto de la caída estrepitosa de la gata.

En las epicrisis de aquel paciente se detallaban los tratamientos y medicamentos usados, el doctor se rascaba la cabeza, era insólito que todo lo intentando no hubiera dado como mínimo algún resultado para calmar a ese pobre hombre que deliraba de ansiedad y se enloquecía con sus ataques de pánico. El plan que se había propuesto era citarlo en su consultorio al día siguiente y ofrecerle un método experimental que no era otra cosa que placebos, capsulas llenas de harina y otras cosas que no servían para nada.

Decidido a llevar su plan a buen término se fue a la cocina, alistó los ingredientes, vació algunas capsulas que contenían antibióticos y las empezó a llenar con harina de trigo. El proceso fue lento, le tomó varias horas hasta que por fin pudo llenar un frasco con tapa de seguridad y sin ninguna marquilla. La mentira para el paciente sería que todo provenía de un lote de un método experimental alemán y que él había logrado algunas dosis para su paciente más notable por sus constantes fracasos en los tratamientos.

Al volver al estudio Ernestina estaba seca y caliente, cómoda en su cama improvisada. El doctor se acercó a ella y la empezó a acariciar, hablaba con ella, le contaba historias fantásticas y el animal restregaba su lomo en los brazos del hombre, como dejando su aroma y marcando posesión sobre quien de vez en vez se quedaba lelo mirando para el techo mientras seguía hablándole a las sombras de la habitación.

Durante la noche llovió a cantaros, la borrasca obligó al hombre a cerrar bien las ventanas, bajar los cerrojos y se metió por completo en una novela de crímenes cometidos por un psicópata que despedazaba a sus víctimas, haciendo las escenas del crimen verdaderas orgias de sangre. La lectura duró hasta las cuatro de la mañana, hora en la que agotado y sin fuerzas en sus ojos para mantenerlos abiertos, buscó un buen sillón en su estudio y se dejó caer dormido de manera profunda y sin alteraciones.

Al día siguiente se despertó sobre las ocho de la mañana, busco sus pantuflas, habló solo por algunos minutos, se fue a la ducha y permaneció en ella por varios minutos. El café de la mañana estaba más amargo que de costumbre, se llevó una buena bocanada que le supo a petróleo y dejó la tasa medio vacía, tomó unas galletas con almendras y se fue a leer el periódico que tenía fecha de varios meses atrás. Ernestina ya estaba por ahí jugueteando con algún insecto o con cualquier cosa con movimiento propio. Fue hasta donde su amo, lamió su mano derecha y se fue horonda por el pasillo central de la casa buscando la salida más próxima al jardín interior de la vieja casona.

El doctor salió pasadas las nueve de la mañana con rumbo al hospital mental de la ciudad, ingresó sin hacer mucho aspaviento, saludó a los vigilantes que le abrieron las puertas con algo de temor. Luego se fue repartiendo buenos días por doquier, a cuanto enfermo y doctor se encontraba. Al final de los consultorios, justo al lado de la máquina de café recordó que tenía una cita a la que no podía faltar. Tras él estaban dos camilleros enormes aprovisionados con una camisa de fuerza. Ingresó al consultorio número 14 y se encontró con toda una junta de médicos que lo esperaba desde hace algunos minutos.

-La tengo, esta es la medicina que funcionará –dijo el doctor Rodríguez sacando de su saco el frasco sin marquilla y lleno de capsulas con harina de trigo.

Uno de los médicos, el que parecía el más experimentado, abrió el frasco, desbarató una de las cápsulas y se llevó el contenido a la boca, corroborando que estaba repleto de harina. Miró a sus demás colegas haciendo un gesto profundo de negación con su rostro.

-Haber, dígame una cosa, ¿qué sucedió con sus medicinas? –inquirió uno de los doctores del comité.
-Pues ya verá, las he cambiado por este experimento alemán que según estudié funciona de mil maravillas.

Todos se miraban perplejos, estaban ante una eminencia de la psiquiatría y que aquel día sería su última oportunidad para recomponer el camino, pero ante los acontecimientos no hubo otro camino que ordenar el ingreso de los camilleros con la camisa de fuerza.

Ese día el doctor Rodríguez quedó aislado y encerrado por perder la cabeza, sus mismos colegas habían llegado a la conclusión que no había otro camino que encerrarlo para intentar curarlo a como diera lugar en aquel sanatorio mental. En las noches, especialmente durante la lluvia, Rodríguez miraba para el techo, hacía ruidos con su boca y dedos, llamaba a su entrañable Ernestina, el animal que solo vivía en sus pensamientos.

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