El pueblo de las dos mentiras

Bienvenidos al pueblo de las dos mentiras

¿Por qué?

Porque ni es Pueblo, ni es Bello.

Mientras el auto avanzaba rodando entre las calles, los paisajes que surgían tras el ventanal no parecían ser nada fuera de lo común en un municipio que se asemejaba más a uno del centro del país que a uno de la costa caribeña. Pueblo Bello solo se diferenciaba de los demás sitios que había visitado en el Cesar, por su aspecto de tierra fría; pues siendo el norte de Colombia famoso por su calor abrasador, se me hizo extraño hallar una pequeña selva de cemento en medio de una zona montañosa, donde la niebla se cernía sobre las casas y el sol costeño, caracterizado por su intenso brillo dorado, bañaba al pueblo con una pálida iluminación.

Aunque la mayoría de las carreteras estaban pavimentadas, se evidenciaban trabajos de construcción al ingresar, varios hombres “tirando pica y pala” se protegían del sol ya que a pesar que éste proyectaba aparentes rayos suaves, ellos trataban de huir de los males cancerígenos con ropa abrigada y gorras que cubrían casi todo el rostro, adoptando una apariencia similar a la de los árabes.

Al pasar varios días presenciando los repentinos cambios climáticos, me percaté de que en la mañana y hasta aproximadamente las 4:00 pm cuando el día empieza a opacarse, el calor se instala en la zona obligando a las personas a mantener con prendas ligeras y beber gran cantidad de agua y luego, cuando empieza a anochecer es indispensable tener un abrigo a la mano pues la luna trae consigo vientos casi gélidos.

A la entrada del municipio se puede apreciar varias tiendas repletas de mochilas, que vine a saber tiempo después, eran de tejido arhuaco. Allí la gente se moviliza mayormente en motocicleta y unos pocos en burros o caballos. En su mayoría  las casas están edificadas en bloque y cemento y son escasas las que tienen más de una planta.

“Pueblo Bello era un corregimiento de Valledupar y de bello no tiene nada”, comentó uno de los pobladores a nuestra llegada. Eran casi las 9:00 am y mis compañeras y yo íbamos a prestar apoyo en la construcción de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial a través de Manos a la Paz en ese lugar. En esta ocasión el evento se llevaría a cabo en una casa campo ubicada a cinco minutos del casco urbano si se iba en auto; a pie, el trayecto tardaba aproximadamente media hora.

Al bajar del carro, antes de ingresar a la casa campo, cuesta abajo venía un indígena de cabello oscuro y ondulado hasta los hombros, tenía una bata blanca que le llegaba a las rodillas, un gorro del mismo color con forma similar a la de un trapecio y un bolso con tejido de un material que parecía rustico. El hombre tiraba de unas cuerdas gruesas para guiar a tres burros que iban cargados con costales que supuse contenían lana. Era un hecho simple, pero la belleza de aquel personaje de piel trigueña estaba en su andar desinteresado, ignorando a quienes lo miraban con la curiosidad de un espectáculo que rara vez se presenciaba en tierras cachacas, el indígena parecía aislado de la realidad exterior, nada más que la labor cotidiana de su existencia parecía serle relevante.

La curiosidad me embargó y tan pronto como me fue posible le pregunté a una joven campesina que participaba en la construcción de los PDET sobre el hombre que había visto antes, ella me explicó que se trataba de un indígena arhuaco; que ésta cultura consideraba el territorio un ser viviente conformado por el espacio físico y espiritual donde se despliega la cultura, el conocimiento y las relaciones sociales que establecen el fundamento de la persistencia como pueblo y que al estar ubicado sobre la parte baja de la Sierra Nevada de Santa Martha, cuenta con la afluencia de varios transeúntes de ésta tribu. Ahora comprendía el porqué del nombre del municipio.

El clima, según me dijeron sus habitantes, ha cambiado debido al calentamiento global. Los pobladores explicaban que antes era frío, que la temperatura llegaba a ser similar a la de Bogotá. Sin embargo, la mañana en la que arribé al lugar, el bochorno parecía dejar claro que la niebla de la Sierra se consumía entre los abusos de una humanidad consumista encerrada en un sistema del que es un reto no hacer parte.

Como ya mencioné antes, es al caer la noche que la brisa helada empieza a erizar pieles y hacer titiritar dientes.  Para dormir es necesario arroparse con cobijas de lana y al tomar una ducha el agua puede destemplar el cuerpo de quienes no estamos acostumbrados a esa temperatura. “Es así de fría porque viene directo de la Sierra”, me explicó un trabajador de la casa campo.

Una vez estuvimos organizados en las mesas de trabajo, las ideas e iniciativas iban y venían entre los campesinos que representaban a sus veredas en esta etapa de construcción de los PDET y dos días después se logró concluir la fase del Pacto Comunitario; tal hecho significaba una hazaña, pues durante los eventos realizados en el Cesar, siempre se necesitaban tres días y poco tiempo quedaba para la diversión y el esparcimiento. En Pueblo Bello, los participantes tuvieron un día entero para gozar a ritmos autóctonos de su región con melodías entonadas por la caja, la guacharaca y el acordeón de un conjunto musical local.

De aquel viaje me quedó el recuerdo de una mochila arhuaca obsequiada por una de las campesinas a las que apoyé en la mesa de trabajo y las historias de un pasado demoledor causado por el conflicto armado interno. “Una vez escuché la historia de un hombre, él comentó que a la finca en la que vivió durante su niñez, llegaron guerrilleros y mataron a su madre. El infante tuvo que quedarse cuidando su cadáver para evitar que los marranos se lo comieran” recordó una lideresa de piel morena y cabello oscuro, de esos a los que suelen llamar ‘pelo malo’. Pasajes de experiencias desgarradoras que vistas desde afuera, parecen irreales pero que en las memorias de las víctimas se reproducen tan vívidas que sus protagonistas parecen atrapados en una brecha, sin más escapatoria que el perdón para mantener la cordura.

No obstante, prevalece la experiencia vivida, la oportunidad de creer que la realidad puede volcarse sobre el futuro incierto, un futuro que depende de un presente construido por jóvenes que le apuestan a un país capaz de perdonar y reconciliarse con un pasado sangriento sin olvidar sus consecuencias para no repetirlas.

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