Estando en medio del conflicto armado mientras trabajaba en escuelas rurales, Beatriz comprendió que, en esos lugares, donde las condiciones son más complejas, es donde la educación debe ser transformadora.
Cuando Ana Beatriz Rinta Piñeros me vio en su oficina de rectoría, pensó que era una de las tantas madres de familia que llegan a averiguar por un cupo en la Institución Educativa Francisco Torres de León- Puente Amarillo, ya que estos son muy solicitados, pero no todas logran convertirse en estudiantes allí. Beatriz había olvidado que esa mañana tenía agendada una entrevista conmigo, en la que viajaríamos a su pasado, exploraríamos sus memorias y las plasmaríamos de manera indeleble en el tiempo.
Ella nació en las frías y cementadas montañas de Bogotá. El trabajo comunitario siempre estremeció sus fibras. Inició en ese camino con estudios de Promoción Social durante su paso por el Instituto Nacional de Educación Media – INEM Santiago Pérez, ubicado en el Tunal. Luego siguió su formación universitaria como antropóloga y licenciada en Ciencias Sociales en la Universidad Pontificia Bolivariana.
Al Llano llegó en la década de los 80, atravesando durante 18 horas una trocha que se extendía desde Bogotá hasta Puerto Rico, Meta, lugar en el que trabajaría como docente. Pero el viaje no terminaba en el casco urbano, sino en el colegio La Rompida de la vereda La Primavera, donde recibían niños y niñas de comunidades que vivían cerca del río Ariari, como La Venada, La Chispa, El Dorado, entre otras. “Les enseñábamos lo que eran los principios de vivir en comunidad, la nutrición, recetas de cocina, aprovechamiento de los alimentos. Y también se les enseñaba a hacer ropa, y principios de primeros auxilios, porque en esa época cuando alguien se enfermaba, eso era tenaz, eran días para poder sacar a una persona, entonces era muy complejo”, recuerda Beatriz.

Dos años después se trasladó a la escuela Campoalegre, en El Castillo, Meta. “Rifé un vino para poder comprar una pintura y pintarle las puertas y el techo. Mi escuela era de las más bonitas”, menciona con orgullo. En esta institución implementó un jardín y organizó diversos espacios de aprendizaje: la biblioteca, el rincón de la lógica matemática, el de ciencias, deporte, títeres y el de la huerta escolar. “Mi escuela era un sueño, era el ideal de las escuelas rurales”. Sin embargo, seis años después, ese sueño se truncó con la llegada del conflicto armado, obligándola a huir para preservar su vida.
“Cuando la Unión Patriótica estaba, pues todos los dirigentes eran de esa región y la guerra empezó muy dura”. Beatriz se refiere al partido político surgido tras los Acuerdos de La Uribe en 1984, entre las FARC y el gobierno de Belisario Betancur. La UP buscaba la participación política de sus antiguos excombatientes y otros sectores de izquierda, fue víctima de un genocidio sistemático conocido como “El baile rojo”.
Acosada por la violencia, se trasladó a la vereda Maracaibo en Vista Hermosa, donde cada día caminaba seis horas para llegar a la escuela. Sin embargo, los enfrentamientos entre paramilitares y guerrilla continuaban devastando la región. Finalmente, tuvo que desplazarse nuevamente, esta vez a la vereda La Gloria, en El Castillo, donde encontró sólo 13 estudiantes. “Y entonces por las tardes me ponía a preparar clase de manera tal que los pelados se motivaran y quisieran seguir viviendo al otro día. (…) Porque a los maestros de ese momento nos tocaba eso, atrapar a los estudiantes para que no se nos fueran o para la mafia o para la guerrilla o para los paramilitares. Había demasiados brazos jalando a los muchachos”. Un reto titánico en territorios aislados y con un histórico abandono estatal.
En publicaciones como el Informe del Secretario General sobre los niños y los conflictos armados de la ONU, así como también el Informe Especial sobre reclutamiento forzado de niños, niñas y adolescentes de la Defensoría del Pueblo, se evidencia que la deserción escolar en Colombia facilita el reclutamiento infantil porque deja a las y los menores en situación de vulnerabilidad socioeconómica, sin acceso a oportunidades ni espacios de protección, especialmente en zonas rurales afectadas por el conflicto. Además, fuera del sistema educativo, los niños, niñas y adolescentes son más propensos a ser atraídos por grupos armados, ya sea mediante promesas de seguridad y sustento o a través de la coerción y la violencia. Todo esto se agrava con la ausencia de la institucionalidad y la normalización del conflicto armado en estas regiones.
Tras su paso por el colegio rural de El Castillo, donde obtuvo el premio a la mejor huerta del pueblo, trabajó en la Institución Educativa Enrique Olaya Herrera. Posteriormente, apoyó el programa Escuela Nueva de la Gobernación del Meta, que promovía metodologías participativas en contextos rurales.

Más tarde, presentó el concurso de la Comisión Nacional del Servicio Civil y ganó su cargo como rectora de la Institución Educativa Francisco Torres de León, conocida como Puente Amarillo, en Restrepo, Meta. “Aquí pude empezar a realizar todas las ideas que yo tenía del deber ser de la educación. Una escuela donde haya oportunidades y donde se venga con felicidad”.
Se soñaba con un colegio en el que las y los estudiantes pasaran siete horas de “relax total”, pero también de libertad de aprender, de ser él o ella, de desarrollar pensamiento crítico y de tener amigos. Sobre todo que no sean invisibles para sus profesores y profesoras, ni para sus directivas, y que cuenten con personas que se preocupen y les formen. A través de los años lo ha logrado; hoy Puente Amarillo es un referente de pedagogía en el Meta.
«La visión de nuestro colegio es formar ciudadanos felices, líderes autónomos y con capacidad de transformar el mundo. ¿A través de qué? Del conocimiento y de una convivencia restaurativa”, dice. Actualmente, el colegio es reconocido por su enfoque en el turismo pedagógico y ambiental, ofreciendo formación técnica en este tema para las y los estudiantes de grados décimo y once en convenio con el SENA. Las y los estudiantes gestionan estas actividades como parte de su formación técnica.
En esta institución se han desarrollado espacios innovadores como un humedal, un orquidiario, un mariposario, una casa del árbol y un ecoauditorio construido con materiales reciclados. Además, el colegio ha creado su propia marca de turismo, organizando pasadías y campamentos que combinan caminatas ecológicas, actividades culturales y charlas sobre resolución de conflictos y valores.
Gracias a este enfoque, El Cuarto Mosquetero, a través de su área de Comunicación Transformadora, ha realizado en el colegio talleres de reportería popular centrada en construcción de paz, enfoque de género y defensa del territorio, con estudiantes de noveno, décimo y once. Esta alianza se ha mantenido y fortalecido a través del tiempo, siempre siguiendo el trabajo de Beatriz, quien recibió el año pasado un reconocimiento por parte del medio de comunicación, en el marco de la conmemoración del 8M, en el que resaltan a mujeres lideresas que, desde diferentes ámbitos, aportan a la transformación social.

También ha ganado varios reconocimientos más, entre los que se destacan el Premio Nacional de Ecología Planeta Azul en 2013 con su proyecto ‘Formación del Espíritu Eko Comprometidos con la Vida’ y el Premio Compartir al Gran Rector en el 2014 como rectora ilustre. De este último recuerda una experiencia grata: “Venía manejando mi carro por la avenida Catama, cuando aún vendían el periódico Llano 7 Días. De pronto paré en el semáforo, y el joven que vendía el periódico se me acercó y me dijo: ‘¡Ay!, usted salió en el periódico’. Ese es el mejor reconocimiento que he tenido.”
Sus experiencias estando en medio del conflicto armado le han llevado a reflexionar sobre el papel que juega la educación en la construcción de paz. “Yo tuve que vivir el conflicto y el miedo. El que se le pasara la adrenalina uno por el cerebro y por el cuerpo y el ver que se iban algunas personas y no regresaban. Y ese miedo me ha llevado a mirar que, allí donde las condiciones son más duras, es donde la pedagogía y la educación tienen que entrar a hacer impacto”, menciona Beatriz. Cree que la justicia restaurativa, más que un programa de Gobierno, es una actitud de vida muy necesaria porque: “Los niños crecieron en el odio y en la venganza y nos toca borrar esa huella. Enseñarles nuevas cosas, enseñarles que el conocimiento nos hará iguales y que la única manera de construir la paz y superar la guerra es con la educación.”
Como mujer y como lideresa, ha tenido varias facetas: la vida familiar, pero también la vida profesional, que afirma, le da sentido a su existencia. El mensaje más importante para ella es: “El maestro debe ser un modelo a seguir. Debe dar ejemplo, esperanza de vida, ser sensible, humano y, sobre todo, un referente para sus alumnos. Su autoridad no proviene del cargo, sino del conocimiento que posee.”
En cinco años se jubilará, pero se ve visitando otros colegios y apoyando a otros rectores y rectoras. Asegura que su labor ha sido, más que cualquier otra cosa, aportar a la transformación de la labor de maestros y maestras, así como de las directivas, porque cree firmemente que “Cuando se transforma un maestro, los maestros transforman estudiantes. Esa será mi labor en los próximos años. No aspiro a cargos ni a reconocimientos, solo quiero seguir impulsando este apostolado pedagógico de transformación educativa.”