Parte I de III.
Las manos de Manuel empezaron a dolerle con intensidad, sentía un bloque de hielo que le penetraba los dedos, era aquella extraña sensación de quemadura que produce el intenso frío. Las ráfagas de viento heladas de casi 100 kilómetros por hora y la lluvia que se había dejado caer varios minutos atrás, tenía en problemas a un grupo de caminantes que habían decidido desafiar el inclemente clima de la Península Mitre en la isla de Tierra del Fuego, Argentina.
Era domingo, era verano, era febrero, eran las tres de la tarde y mientras ellos padecían el despiadado clima, yo, a más de 150 kilómetros de distancia, me refugiaba en un mate. Ignoraba por completo la situación de mis amigos. Estaba adentro de un auto mirando en dirección a la Bahía Encerrada en Ushuaia, hablaba mierda con el ‘Tuco’, Gonzalo y un francés despistado o que se hacía el despistado. Las montañas de la ciudad, que para el verano pierden casi toda su nieve, ese día tenían una buena capa producto de una precipitación veraniega, que con los vientos gélidos hicieron descender con rapidez la temperatura muy cerca de los 0 grados.
En medio de la conversación ajetreada de cuatro hombres al interior de un auto, con el mate yendo y viniendo, el ‘Tuco’, apocope de tucumano, que tiene ojos grandes, pero mirada serena, lanzó una frase lapidaría que en su momento solo nos generó risas. “Se deben estar cagando del frío”, refiriéndose a la expedición de nuestros tres amigos en la Península Mitre. La historia de Manuel y sus manos casi congeladas la vendría a conocer 4 días después cuando él regresó a casa y empezó a contar la travesía. Manuel fue hasta la mitad del camino y Kevin junto a Elishka continuaron hasta Puerto Español o Bahía Aguirre, un mítico lugar que desafía a los aventureros y a un tipo que se le ocurrió construir una biblioteca alejada de todo, de Dios y hasta del mismo diablo.
Días atrás a casa de Manuel (el lugar en donde me hospedo) llegaron un mexicano y una checa, estaban armados con maletas de caminante y una guitarra. Venían desde Río Gallegos, Argentina y alcanzaron el fin del mundo gracias a la voluntad inquebrantable del viajero que pide aventones resistiendo todo hasta que por fin llega a su destino. Son dos personas jóvenes, no sobrepasan los 30 años, son pareja y tiene buena energía. Son solidarios, divertidos, inteligentes y mientras Kevin planea con prolijidad los viajes, Elishka, provista de una locura contagiosa, saltaba en una pata cuando se acerca una caminata.
Durante varios días compartimos comida checa, mexicana, asados argentinos, arepas colombianas, tomamos vino y Fernet. Arreglamos el mundo, solucionamos la crisis climática, destruimos las fronteras, satanizamos los anacrónicos pasaportes y hasta escuchamos a la checa más mexicana del mundo cantar Amorcito Corazón. Pero para muchas personas el fin del mundo no es suficiente, siempre hay algo más y, desde luego, Ushuaia no es del todo el último rincón del planeta, ni de la Argentina misma.
En medio de las conversaciones al calor del fuego de una chimenea, surgió la posibilidad de hacer una travesía compleja y poco realizada por los miles de turistas que recibe Ushuaia al año. Kevin y Elishka empezaron a hacer preguntas a Manuel de la Península Mitre, una porción de tierra que se extiende en dirección al oriente, a las Islas de Los Estados.
La isla de Tierra del Fuego es una gigantesca isla compartida por Chile y Argentina. Del lado argentino hay tres poblaciones, Ushuaia, la capital de la provincia; Tolhuin, en todo el centro de la isla y la industrializada Río Grande, más al norte, pero en donde el viento hace calar el frío hasta los huesos. Del lado chileno casi no hay habitantes, salvo autoridades que patrullan el territorio y agentes en el paso fronterizo de San Sebastián. La isla está dominada por caballos y ganado salvaje, guanacos, pingüinos, cóndores y zorros. Su geografía es muy accidentada, con montañas que parecen dientes deformes que salen de la tierra, ríos, lagos y turberas.
Ese territorio tiene formade pie, al final se forma una península escasamente visitada, tiene muy pocos, o casi ningún habitante. El recorrido desde Ushuaia hasta la biblioteca del fin del mundo es de 3 horas en carro hasta Moat y luego unos 6 o 7 días caminando por medio de un paisaje muy agreste. Se duerme en carpas o en uno que otro refugio, se come truchas pescadas en los múltiples ríos y el camino en ocasiones desaparece por la voluntad del viento, el barro o la nieve, por lo que el GPS y la buena suerte son fundamentales.
La península Mitre tiene fama de ser imprevisible, en verano el sol sale muy temprano y se oculta tarde, por lo que hay muchas horas de luz para caminar. La temperatura puede ser muy agradable, pero de un momento a otro el viento muy frío y huracanado puede superar hasta los 100 kilómetros por hora y la lluvia intensa pueden ser mortales para un viajero inexperto, poco equipado y hasta con muy mala suerte.
Buena parte del suelo de la Península es turba, una especie de capa vegetal que absorbe grandes cantidades de agua y dióxido de carbono. Al caminar sobre ella se puede sentir como los pies se hunden algunos centímetros, es suave como una esponja. El asunto preocupante para los caminantes es que en ocasiones el piso es como un falso tapete sobre un agujero, la absorción del agua es tal que muchas veces el cuerpo puede ser devorado por una fosa invisible. Algunos animales salvajes de la isla mueren de hambre al caer en estos lugares, por más que luchan jamás logran salir.
La planificación de la travesía se pactó para iniciar el viernes 3 de febrero en horas de la madrugada. Manuel se sumó a la pareja de jóvenes, y en el camino se unieron más caminantes hasta completar un grupo de seis hombres y una mujer. Desde mi habitación escuché a los amigos salir, se notaba que iban animados, deseosos de vivir una de las aventuras más espectaculares en el mundo del trekking. En medio del silencio de la madrugada escuché el automóvil de Manuel alejarse por la calle Laguna Esmeralda, di media vuelta en mi cama y me quedé dormido sin saber la sorprendente historia que en los próximos días iba a escuchar.
Parte II de III.
Amanecía en el fin del mundo. Manuel, Kevin y Elishka disfrutaban mirando el paisaje, iban ansiosos, y hasta nerviosos, ninguno de los tres había visitado el lugar, aunque conocían muy bien los riesgos e iban muy bien equipados. Más adelante, a un día de camino, los tres se unieron a otros cuatro hombres, allí, en ese grupo, iba el muy reconocido Rubén Pira, que sería el líder de los caminantes hasta casi el final del recorrido.
Moat es el lugar hasta donde llegan los vehículos, de ahí en adelante todo se puede hacer a pie o a caballo, incluso en bicicleta, como fue el recorrido de Federico Cabrera, un argentino que se sumerge en las profundidades de la Península en solitario. En ese punto hay un control de la Prefectura Argentina que hace vigilancia, limitando el acceso a los visitantes dando un permiso de tan solo dos días, tiempo muy corto para hacer todo el recorrido; por lo que los aventureros evaden el control con una caminata de unos siete kilómetros. Casi todos los que ingresan al lugar lo hacen sin permiso.
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Desde ese punto el camino tiene pocas marcas, no hay avisos oficiales y las señales de los operadores de celulares se pierden totalmente. Por primera vez sintieron que estaban solos y en un lugar que aguarda bellezas, pero también sorpresas. En los primeros kilómetros llegaron hasta el rancho de Paty, un solitario que vive en ese lugar hace varias décadas, un hombre sencillo, humilde, abstraído del mundo globalizado y de la esquizofrenia de la modernidad. Paty no se encontraba, por lo que no intentan entrar ya que previamente fueron advertidos de la fiereza de sus perros. Continuaron su camino.
Algunos kilómetros más adelante, justo sobre la mesa, un pedazo de madera derivado de un viejo naufragio, Manuel, Kevin y Elishka se unieron al resto de los caminantes. Daniel, un oso de 130 kilos de peso. Juan, un flaco irónico y muy brillante, con mucho mundo y un líder innato. Rubén Pira, un famoso buscador de oro de la Península, exmilitar, muy serio, experimentado y algo reservado y Maxi, un tipo que llevaba en esa lejanía su camisa bien planchada y el único con la previsión de llevar una caña de pescar.
El cielo a esa hora del día estaba gris, las nubes se movían rápido en dirección al continente, era claro que las condiciones meteorológicas estaban cambiando. Se dieron cuenta de eso mientras comían algo de merienda, y sin nadie decir ni una sola palabra guardaron las cosas, se ajustaron el equipo y empezaron a caminar a toda prisa. Una lluvia ligera empezó a meterles presión, luego una lluvia mayor hasta que sintieron que se empapaban.
Ajustaron el paso, iban muy rápido, a Elishka se le veía corriendo para no separarse del grupo, iban a todo pulmón sobre una turbera. Sabían que era peligroso caminar a esa velocidad sobre ese lugar que en cualquier momento los podía sorprender con una bolsa enorme de agua, una caída que generara un tobillo doblado o mucho peor, una fractura. La sensación de peligro mientras intentaban huir de la lluvia gélida les taladraba la cabeza, los nervios se los comían, no importaba que en el equipo hubiese personas expertas, en el ambiente había una sensación extraña que la transmitían con sus miradas.
La noche la pasaron en un refugio. Era una casucha en madera, con algunas paredes rotas, parte del techo estaba al aire libre, la hornilla estaba rota y dejaba escapar humo en todas las direcciones. Apaciguaron el hambre y el frío, compartieron algunas bebidas y en medio de charla y charla empezaron a buscar cada uno su lugar para pasar la noche. La bolsa de dormir de Manuel era delgada y se tendió muy alejado del fuego, no la pasó bien, pero tampoco fue la peor noche de su vida. Todos se quedaron dormidos casi al instante, mientras afuera caía un poderoso aguacero de verano.
Con un imponente sol y las escasas nubes en el cielo del amanecer del sábado llegaron las buenas sensaciones. Durante la noche perdieron algo de comida, a Manuel un par de ratones se le metieron a su mochila y echaron a perder galletas y el kuskus. Los ánimos del equipo lucían renovados, hubo sonrisas, cada uno se veía revitalizado y empezaron a caminar hasta cabo San Pio, el punto continental más austral del continente americano.
Todo el camino se fue rápido, no hubo viento y el frío era cosa del día anterior. Las sensaciones fueron muy buenas durante todo el día; a medida que avanzaban por los caminos sinuosos, pasando ríos, por las playas o en medio de valles silenciosos se contaron chistes e historias. Hubo mucha alegría durante toda la jornada. A las tres de la tarde llegaron a Rancho Ibarra, el hogar de Luis Andrade, otro solitario que decidió hace varios años vivir en medio de la nada, sin lujos, sin energía eléctrica, sin vecinos entrometidos, sin la presión de las redes sociales y hasta sin la mirada inquisitiva de Dios.
Comieron ternera asada hasta que los ombligos salieron disparados, bebieron mate con tortas fritas y rieron al calor de una chimenea hirviente. Luis Andrade contó mil historias, aportaba con la sabiduría de los años y de la soledad de manera precisa en cada conversación. Era como el punto final en cada debate, después de él solo quedaba el silencio. Luis nunca les preguntó a sus visitantes quiénes eran en ese mundo extraño de la modernidad, nunca habló de qué traían o qué pretendían en su futuro; a Luis solo le bastaba con mirar directo a los ojos de los seis hombres y de la checa para encontrar respuestas a sus preguntas.
Kevin en medio de la conversación nocturna se percató que la carne abundaba, hay ganado salvaje en todas partes, pero la harina, la sal y los cigarrillos son tesoros en medio de esa lejanía indescriptible. No hay nada en varios kilómetros a la redonda, no hay cómo pedir ayuda, no hay forma de llegar rápidamente a una ciudad, Luis Andrade no tenía un radio para oír noticias, no había televisión, solo estaban los perros del hombre que son casi salvajes y el ruido del viento que destroza la mente de cualquiera, como el ruido de las olas a un náufrago.
Un nuevo amanecer. Todo el equipo estaba en condiciones inmejorables, después de un gran día y de un festín, la mañana se veía más que prometedora. No había viento, una que otra nube, el azul del cielo inmarcesible y con buenos grados de temperatura. Las sonrisas de victoria estuvieron presentes durante horas, detenían su caminata para tomar fotos, cada espacio era nuevo para ellos y para el mundo que vería esas fotografías. La Península Mitre se abría en cada recoveco, en cada turbal, en cada río que pasaban y en esos valles repletos de árboles con las ramas y los troncos torcidos por el viento descomunal.
El cielo se volvió ceniciento y dejó caer unos goterones helados sobre el mediodía. Fue una lluvia ligera, los caminantes siguieron adelante con tranquilidad, pensaron que era algo pasajero, nada para encender las alarmas. Ignoraban lo que vendría en las siguientes horas. A la una de la tarde aquella lluvia había dado paso a una tormenta con vientos sostenidos de 100 o más kilómetros por hora, parecía que llovía de costado, incluso de abajo hacia arriba.
El oso, el tipo de más de 130 kilos de peso, parecía una veleta, iba de lado a lado arrastrado por el huracán, Manuel rodó un par de veces, Rubén se agachaba y les pedía a todos que hicieran lo mismo cada vez que sentía que el viento los iba a mandar al carajo. Todos llevaban equipo costoso, de varios cientos de dólares, de esos que el vendedor asegura que aguantan todo clima, pero ese día la naturaleza hizo añicos el marketing, estaban empapados de pies a cabeza, estaban en problemas.
En ese instante tomaron la decisión de salir de la línea de costa, se subieron a una cresta y empezaron a caminar por el turbal, la ruta más cercana a otro refugio, pero también sabían el riesgo que implicaba esa decisión. La lluvia arreció, el viento aumentó la velocidad o, al menos, eso sienten ellos. Caminaron y corrieron en línea recta, si el primero pasaba, el resto estaría a salvo si hacía lo mismo. La turbera era enorme y como también eran sus nervios.
Cuando las fuerzas se les escapaban, justo en el momento cuando los demonios en sus cabezas los llevaban a imaginar el peor escenario, apareció, al fondo, como un espejismo, un viejo refugio abandonado de un antiguo buscador de oro.El techo era de lona, estaba roto. No había madera seca al interior, por lo que algunos debieron salir a buscar madera para encender fuego. Manuel temblaba, sus manos estaban engarrotadas por el intenso frío y Daniel, cuando vio aparecer las primeras llamas de la fogata se quitó la ropa y se fue directo a calentarse.
Para algunos esas fueron las peores horas de sus vidas. Para otros, fue el momento de reflexionar. Otros pensaron en regresar, en abandonar tan pronto cesara la lluvia. Elishka era una rubia grande, flaca, de piernas largas y de rostro eslavo, sus ojos le transmitían a Kevín, su novio, algo de miedo o mucho miedo o lo que fuera. La situación era difícil, cada uno estaba a solas con sus pensamientos buscando cualquier alternativa, al final solo había un camino, seguir hacia Bahía Slogett. No había posibilidad de retorno, debían sí o sí continuar porque era el camino más corto en medio de la adversidad.
Después que el Tuco lanzó la frase y de reírnos, hubo un silencio en el ambiente. Cada uno adentro de ese carro se quedó por unos segundos a solas con sus pensamientos. Yo me imaginé una situación extrema, imaginé mucho frío, imaginé que los tres amigos debían estar metidos en una carpa, comiendo galletas y tomando mate. Nunca se me pasó por la mente que la situación fuera tan extrema, que tuvieran hipotermia y que sus vidas se las jugaban en cada pisada sobre la turbera. Cayó la noche y al mismo tiempo en mi mente se cernieron las preocupaciones, pero no había mucho que se pudiera hacer más que esperar.
Parte III de III.
El grupo sobrevivió. Esa palabra puede ser muy fuerte o exagerada, pero cuando observé directo a los ojos de los narradores de esta historia me doy cuenta que la situación fue muy difícil, riesgosa y estoy casi seguro que hasta los más experimentados del grupo tuvieron miedo. La soledad en un lugar tan agreste vende esa idea de muerte, es una idea que puede ser permanente, por eso es que la adrenalina nos hace casi invencibles, pero al mismo tiempo puede ser la causante de una tragedia.
Se calentaron no solo con un fuego incipiente que lograron encender, también lo hicieron con sus miradas, se convencieron que tuvieron suerte y que por más dificultades y el mismo miedo debían seguir caminando hasta Rancho Julián. Retomaron el camino por inercia, por la voluntad de querer vivir, de no pasar más frío, hambre y las necesidades de quien se mete en lo profundo de la naturaleza y en medio del camino se hacen preguntas. ¿Qué hago aquí? ¿Por qué no me quedé en casa? Rancho Julián es un lugar sencillo, como todos los albergues y lugares para pasar la noche. Estaban destruidos, muy cansados, pero sintieron por primera vez desde el inicio de las adversidades que estaban a salvo. Sí, a salvo en la mitad de la nada, sin forma de pedir auxilio, sin forma de ser ayudados, en un lugar en donde con seguridad Dios nunca ha ido y el diablo se largó porque sintió mucho frío.
En la noche comieron trucha gracias a previsión de Lucas de llevar una caña de pescar. Regresaron las buenas sensaciones, pero en el fondo estaba lo vivido en ese día. Durmieron tranquilos, cómodos, calientes y al día siguiente amaneció bajo un intenso aguacero. A media mañana llegaron cuatro chicos argentinos, venían de Buenos Aires y se unieron al grupo, aunque este se convirtió en uno más reducido, porque Manuel regresó por el camino del rancho de Luis Ibarra y el resto del equipo tomó caminos separados, tenían agendas diferentes y buscaban, más que aventura, suerte. Solo quedó Kevín y Elishka con los nuevos caminantes.
Pasaron todo el día en Rancho Julián, la lluvia les impidió seguir el camino, el río López estaba furioso y tiene fama de peligroso. Hace varios años se llevó a un gaucho por delante y lo desapareció del mundo. Kevin logró que Rubén destapara un poco su alma, la charla, justo al lado de la pequeña biblioteca, fue más que fraterna y por un instante desapareció esa aura de hombre rudo y fuerte apareciendo un conversador increíble. En esas lejanías la charla es fundamental, aliviana las cargas, soluciona y relaja los miedos, se despierta el sentido de camaradería y el fuego es un mediador infaltable.
Rubén contó algunas historias increíbles que suceden en el fin del mundo. Narró que un día el río López se llevó a un hombre que intentó cruzarlo cerca a la desembocadura, en el punto en donde las aguas están más furiosas. El cuerpo fue encontrado por el solitario Paty quien antes de irse a dar aviso a las autoridades dejó a uno de sus perros amarrado cerca del cadáver para una especie de custodia. Cuando las autoridades llegaron al lugar el perro había devorado uno de los brazos.
Otra narración fue acerca de una rusa famosa en ese país por salir en la televisión, Paty al verla sola le recomendó no seguir adelante. La mujer hizo caso omiso y tras varios días sin saber de ella salió a buscarla, la encontró caminando al borde del colapso, estaba herida, con quemaduras por el frío, las manos llenas de llagas y sin equipo. La mujer pasó varios días inconsciente en la casa del solitario Paty hasta las autoridades llegaron al auxilio. Rubén contó las historias con vehemencia mientras Kevín entendía que ellos pudieron haber sido un protagonista más de las tragedias en Mitre.
Manuel en su regreso al rancho de Luis Ibarra se encontró con Federico Cabrera, un argentino que acostumbra ir a la Península en su bicicleta. El hombre se había caído días atrás y con tan mala suerte se quebró uno de sus hombros, un accidente de ese tipo en esa lejanía puede ser mortal, por lo que al estar solo y con su movilidad reducida dejó su bicicleta y parte del equipo en cualquier parte y caminó con rumbo a la casa de Luis Ibarra. A Federico lo conocí en Ushuaia cuando pudo regresar tras recuperar su equipo, él me contó parte de esta crónica que he intentado escribir en medio del entretejido de voces y personajes que me hablaron en momentos distintos y que no creo que haya salido bien.
Federico fue a Ushuaia, recibió atención médica y tras unas semanas parcialmente recuperado, volvió a internarse en la Península para ir por su amada bicicleta y el resto de sus cosas. Las encontró completas y nuevamente puso camino a la casa de Luis en donde conoció a Manuel en ese espiral del ir y del venir de las vidas que se cruzan por la terquedad de aquello que muchos llaman destino o por mera coincidencia.
Manuel al día siguiente del encuentro puso camino rumbo a Ushuaia, lo hizo en uno de los caballos de Luis y tras casi ocho días metido en la maraña de la nada o del todo de ese hermoso territorio vio muy cerca del control de las autoridades su carro blanco y fue como ver una luz en medio de la oscuridad. Respiró profundo. Durante dos días me estuvo hablando de todo lo vivido, una historia que me fue imposible condesarla en un escrito tan corto, no por falta de contundencia, sino porque creo que las historias deben sobrevivir en la imaginación de quien las lee y sabe que hay más y solo le queda la suerte de darle forma a lo que pudo haber leído, pero que le toca dibujarlo como le da la gana en su cabeza.
En el otro lado de la historia, la de Kevín y Elishka, tras varios días más de camino lograron rodear toda la península y llegaron a Río Grande. Cuando los jóvenes regresaron a Ushuaia, a casa de Manuel y hablando con Kevín, intentando darle forma a este enredo de mil cosas, veo en los ojos del mexicano que lo vivido nunca lo olvidará, que será una de sus historias favoritas que le contará en un futuro a sus nietos y, en los ojos de ella, de Elishka, veo la certeza que la vida se pasa tan rápido que esas aventuras hay que vivirlas por encima de los miedos y que mi exilio en el fin del mundo cada día vale más la pena.
Ushuaia, Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, República Argentina a 1 de febrero de 2023