Casi la mitad del territorio colombiano es Amazonía, y aunque es en el piedemonte que da la bienvenida a las inmensas sabanas del Llano colombiano, esta una historia amazónica.
Provenientes de las enmarañadas selvas del departamento de Putumayo, un grupo de la comunidad Inga decidió hace casi medio siglo emprender un viaje hacia un territorio desconocido. Con un puñado de esperanzas entre sus maletas, y un profundo vínculo con su tierra como resultado de la conexión espiritual, dejaron atrás sus hogares y decidieron aventurarse hacia Villavicencio, una ciudad a casi medio país de distancia en la que retumbaba el eco de las oportunidades, pero también amenazaba con el desconcierto que puede generar algo tan ajeno, tan distante, tan impropio. A mediados de los 70 desde el corazón de la Amazonía putumayense llegaron al departamento del Meta. Desde entonces han aprendido a subsistir en una ciudad intermedia cuyo panorama, aunque rodeado de cordillera, es puro cemento.
Tras este proceso migratorio, y lejos de ser simplemente un desplazamiento relacionado con una mudanza geográfica, terminaría siendo una encrucijada para los Inga: una que significaría el sentir que están entre la preservación de su cultura milenaria y la adaptación a un mundo que cambia constantemente y de manera casi frenética. Sin embargo, en medio de la incertidumbre, hallaron un faro de esperanza. Enraizados en asfalto, encontraron la manera de mantenerse conectados a su territorio y de esa misma manera, buscar una solución que hoy los ha convertido en un punto de referencia en la capital de los Llanos Orientales.
Las plantas medicinales que cada tanto pueden traer gracias a una travesía que emprenden para recorrer medio país, son las conectoras con ese territorio ancestral del que salieron muchos aquellos que ya no están, y que muchos que nacieron en tierras lejanas, no han llegado a conocer.
Así fue como en los mercados del sector del Villa Julia, en medio de lo bullicioso de las calles del centro de Villavicencio, empezó a notarse el surgimiento de pequeños puestos de mercancía que adornaban los andenes de la calle 38, donde los Inga ofrecen sus plantas y remedios ancestrales. Desde entonces, y entre el aroma de hierbas y el murmullo de las y los compradores, transeúntes y el alto flujo vehicular, se empezó a gestar un aroma embriagante, casi inconfundible en ese punto de la ciudad. Este surgir comercial fue el punto crucial en el que se empezó a tejer un puente entre dos mundos, donde la sabiduría proveniente de la ancestralidad y la naturaleza pudo encontrar su lugar en la vorágine de lo moderno.
La comunidad Inga es conocida por su profunda conexión con la tierra y sus secretos. Históricamente, se entiende que los sabios de este pueblo se sumergieron en el estudio y el diálogo con las plantas medicinales que les rodeaban y esto dio como fruto este conocimiento de sus usos, fortalezas y una estrecha relación marcada por el respeto entre el hombre que habita la selva y la selva que les cobija.
Para ellos y ellas, cada planta tenía no solo el potencial para la sanación en distintos niveles, sino también los hilos que tejían una conexión con su pasado y así mismo con su identidad cultural. La comunidad ha encontrado en la etnobotánica una respuesta para la preservación de sus costumbres a pesar de la amenaza del desarraigo. Durante años han sabido mostrar cómo la manzanilla, el toronjil, el yagé, entre otras, son acompañantes, guardianas, sanadoras de una conexión que ha resistido por décadas y que les ha permitido tener continuidad en sus procesos culturales a pesar de no habitar ya el espesor de la selva, sino el frenesí de la ciudad.
La venta de plantas medicinales no solo les genera desde hace varios años un sustento económico y una estabilidad que en un principio vinieron buscando a Villavicencio, sino que también les permite mantener con vida su herencia cultural y a partir de esta el poder seguir impartiendo conocimientos generación tras generación. Es así como se puede percibir que cada hierba vendida es un acto de resistencia, una afirmación y especialmente una prueba de que su conocimiento ancestral sigue siendo relevante en un entorno que cada vez más se deslumbra por lo rápido, lo despampanante, lo “avanzado”.
A lo largo de los años, los Inga que son ahora también hijos e hijas del piedemonte, han logrado encontrar una manera de adaptarse sin perder su esencia. La etnobotánica que es protagonista en sus procesos, se ha convertido en un escudo que les protege de la asimilación cultural que ha afectado de tantas maneras a los pueblos étnicos de Colombia. Ha sido una forma de reafirmar su identidad en un entorno que a menudo sienten ajeno a pesar de llevar varias décadas en este. Es justamente esta encrucijada que se ha generado entre el pasado y el presente, que han encontrado y forjado su andar, resistiéndose de manera desafiante a las expectativas y escribiendo su historia de resistencia y renovación. En cada recuerdo de la selva, compartido por medio de una planta que se venda, resuenan los latidos de una comunidad que se niega a ver sus raíces desaparecer.
El Resguardo Inga de Villavicencio, durante cincuenta años, han conseguido mantener el contacto con su territorio aún sin estar en él, teniendo a su alrededor un gris extenso que les rodea, pero no les arropa. En ese andar de los años aún sostienen el proceso para la cimentación de su resguardo como un lugar, un espacio puntual que aún están organizando en donde pueda converger los conocimientos y experiencias traídas desde la inmensa Amazonía y el aprendizaje resultado de este viaje de cinco décadas entre las calles de la capital de los Llanos Orientales.