En una vereda lejana de El Peñón, llegué en moto con un habitante del sector que ese día me acompañó a visitar a las personas con las que previamente quería hablar. Rosaura Güiza era una de ellas, una mujer que había perdido a tres personas que quería mucho en un solo día, que vivió en carne propia el conflicto y que sin embargo hasta ese día no la conocía. Su historia quizá fue una de las que más me marcó.
Rosaura Güiza, nació en la vereda Campo Hermoso del municipio de El Peñón, la niñez la pasó allí. Luego se casó con Nicacio Jeréz y se fue a vivir a Robles, a él lo conoció porque era amigo de su tío, Ciro Antonio Güiza. Ella no tuvo la oportunidad de estudiar, así que para la época lo normal era conseguir pareja a temprana edad y dedicarse a las labores del hogar. A pesar de ser tan joven tuvo cinco hijos con su esposo, vivían relativamente felices dedicándose a las tareas del campo, pero para la época el conflicto armado empezó a arreciar y sus vidas cambiaron drásticamente.
Nicacio gustaba de trabajar con la comunidad, junto a los tíos de su esposa y otros líderes del sector. Como muchos hombres de la época, tenía claro que su papel estaba en lo público y el de su esposa en lo privado. Por ello no encontraremos en esta historia los aportes de Rosaura en actividades de las juntas de acción comunal o en actividades relacionadas con la fundación de El Peñón, pero ella estaba ayudando a que sus hijos crecieran sanos, fuertes y que no reprodujeran la arrogancia que veían en su figura paterna.
Entre ese ir y venir de Nicacio trabajando por la comunidad, se encontró por primera vez con la muerte. Estaba en Bucaramanga, como muchas de las veces que fueron para exigir los derechos del pueblo peñonero, cuando fue asediado y atacado por las autoridades. Él junto con uno de los tíos de su esposa lograron escapar, envueltos en sábanas y colchonetas, aprovechando la oscuridad de la noche.
Cuando después de un mes llegó la fecha de ir nuevamente a la capital de Santander, su esposa se preocupó por lo que podía pasar en esa salida, no le pidió que no lo hiciera, sabía que no la iba a escuchar y si se tornaba “cantaletosa” podría tornarse grosero o hasta agresivo. Pero cuando su hijo mayor, Over Yesid, le dijo que iba a viajar con su padre, ella se negó rotundamente, sobre él sí podía decidir sin que le pidieran que no opinara en cosas de hombres. Pero el joven de 16 años la convenció, le explicó que iba a viajar con su tío Ciro Antonio y que además al llegar a Bucaramanga, se iba para donde su tío “Álvaro”, que no se preocupara.
Ella se quedó en casa junto a sus cuatro hijas pequeñas, haciendo las cotidianas tareas del campo. Ese 06 de julio llegó un familiar de ella, Rosaura se encontraba rajando “un palito de leña” cuando él le dijo –siéntese, tenemos que hablar-. Se sentaron en una tablita que había en el patio. Sin mucho preámbulo le soltó: -Rosaura, mataron a Nicacio-, a lo que ella preguntó -¿Cómo así?-. Ella recuerda que ahí empezó lo peor, -“Sí, y resista tía porque mataron también a Over”. Para esta mujer alta, acuerpada y de ojos tristes, la vida se le vino encima, ella recuerda que no supo dónde quedó, sólo corrió a donde un tal René Vargas para pedirle que le cuidara “el rancho”, pues ella tenía que irse para el casco urbano de El Peñón.
Por si fuera poco, a su dolor tenía que sumarle que su tío más querido, el que siempre la había apoyado desde chiquita, e inclusive con las desilusiones que a veces traía el haber conformado un hogar siendo tan joven, también había muerto. Doña Rosaura rompe en llanto, como debió hacerlo hace más de 30 años. Yo paro la grabación, le aprieto torpemente el brazo, quisiera abrazarla, pero ella está un poco alejada, le digo que podemos parar si quiere, me afirma que quiere contarme lo que pasó. Ella está aprovechando que estamos solas, ya que hace poco había llegado un hombre a la casa, pero mi compañero de viaje sospechando que necesitábamos tiempo a solas, se fue a entretenerlo con la excusa de querer conocer el cultivo de cacao.
Ella respira y sigue. Después de sentir que su mundo se le vino encima, que el dolor era tan profundo casi insoportable, tuvo que aguantar que un sector de la familia paterna de sus hijas, no las trataran de manera digna, las sacaron de su rancho y tuvo que volver a vivir donde su mamá, esperando supuestamente la parte del dinero que deberían entregarle cuando vendieran el lote de su esposo, nunca le dieron el dinero. En ese proceso, viviendo “arrunchada” al lado de su madre, conoció a Gilberto, el hombre que unos minutos u horas –no recuerdo cuanto tiempo pasó- había interrumpido la entrevista al llegar de trabajar, para tomar guarapo. Con él formó su hogar.
Para enterrar a Nicacio y a su hijo, Álvaro Quiroga el tío que supuestamente iba su hijo a visitar, hizo una colecta y les ayudó a comprar los ataúdes. Así mismo, él evitó que fueran enterrados en fosas comunes y se aseguró que llegaran completos a El Peñón para recibir las cristianas sepulturas. Tiempo después Rosaura recibió amenazas y decidió irse más al campo, ella estaba tratando de adelantar papeles para evidenciar que su familia no era militante de la Unión Patriótica y que no había tenido que ver con muertes de nadie. Inclusive cuando mataron a Gilberto Vargas, su esposo lloraba por no haber sabido antes lo que iba pasar para poderle avisar que se volara, pero en aquel tiempo mataban a muchas personas por acusarlas de ser “aliadores” de un grupo u otro.
Las hijas de Rosaura estaban pequeñitas cuando mataron a su papá, la menor tenía cinco años. Las otras tenían entre 11 y 13 años. Las mayores tienen recuerdos dulces de su padre, como Jackeline quien se acuerda que siempre que le pedían permiso para ir de la vereda a El Peñón (el casco urbano), él les daba plata. Para Marisol sus recuerdos están más relacionados con que a la hora de jugar en un palito que había en el patio, su padre les alcahueteaba el juego y hasta allá les llevaba la comida preparada por Rosaura.
“El siempre participaba en procesos comunitarios, era muy metido, siempre estuvo metido en ese cuento de inaugurar el municipio, fue uno de los que más se metió. Cuando ya se dieron cuenta de esto, entonces los atacaron” recuerda Rosaura con un poco de rencor, porque aunque reconoce que lo que aportó su marido al municipio fue muy importante, el estar involucrado en procesos de liderazgo le costó su vida, y no solo la de él, sino la de su hijo, que para aquellos años era feliz estando involucrado en procesos comunitarios y siendo el orgullo de Nicacio.
Para ella como mujer campesina fue complicado dar estudio a las cuatro hijas de su primer matrimonio. Su madre fue su bastón hasta sus últimos días, quien la ayudaba a superar las tres pérdidas que le hacían doler el corazón, pero que también representaban pasar penurias económicas. Ella tuvo cinco hijos con su primer esposo y luego tuvo otros siete –uno falleció- con el hombre que desde hace más de 20 años comparte sus días con ella, días que no siempre son tan felices.
Reflexiona que fue gracias a Dios “que fue tan lindo” la que la ayudó a perdonar, pero a veces vuelven los recuerdos y duele, duele mucho. “si al menos no se hubieran llevado a mi hijo y a mi tío… Desafortunadamente perdí a los tres” concluye.