En Valparaíso, Caquetá no hay más transporte después de las cinco de la tarde. Hay que ver si pasa el colectivo que viene desde Santiago de la Selva, me dice la señora de la panadería, que a su vez hace de vendedora de tiquetes. Pido un tinto. Desde la calle principal se escucha el ruido de una canción de Luisito Muñoz en los billares, y a lo lejos, casi como si abrazara al pueblo, se ve el reflejo opaco de la luna en el río Pescado.
Santiago de la Selva me hace recordar la historia de Piura en el libro La Casa Verde de Mario Vargas Llosa. Un corregimiento pequeño que empieza a desarrollarse a partir de un hecho delictivo, en Piura con la construcción de un prostíbulo, y en Santiago de la Selva con la suplantación de la ganadería por los cultivos de coca. Un pueblo de pocas cuadras, pero que en el auge del narcotráfico llegó a aglomerar tantos bares, prostíbulos, y muertos en sus carreteras que ahora parece mentira que ande –probablemente –a las cinco de la tarde una chiva en sus vías.
Frente a mí los perros callejeros, un señor de unos setenta años que vende empanadas a quinientos pesos, un carro lleno de policías, dos señoras que juegan parqués, y un campero parqueado sobre la carretera con dirección a Florencia. Pienso en la posibilidad de decirle al conductor que me haga el favor de llevarme, así me cobre. ¿Será que sí pasa el colectivo? Le pregunto de nuevo a la señora, que sigue sin saber. Tengo afán porque podría perderme el bus Florencia – Bogotá, y aún así no me levanto de la silla plástica a pedirle al señor del carro que me lleve.
¿Por qué no me levanto? La pregunta me llega casi al finalizarme el tinto; y la respuesta, junto al fondo blanco del pocillo: porque tengo miedo. Ese miedo colombiano de no sacar el celular en una cuadra peligrosa, girar el bolso hacia delante del pecho en los buses, mandarnos las manos a los bolsillos después de caminar en medio del gentío, o en ponerle candado a las puertas y rejas a las ventanas. Ese miedo cotidiano que parece un interruptor de luz en el que no nos fijamos hasta que se funde el bombillo.
El campero enciende las luces y arranca. He perdido mi oportunidad. Lo más probable es que el señor hubiera accedido a llevarme gratis, sin ningún problema, y ya estaría en la trocha entre Valparaíso y Florencia, con la tranquilidad de que no me voy a perder mi pasaje. Pero las historias de los muertos que hay aquí por andar con quién no debían me hacen creer que quizás quedarme sentado en la panadería, a la espera de la chiva que viene de Santiago de la Selva, fue la mejor decisión.
Los pitos de la chiva se escuchan desde la entrada del pueblo. Ahí viene, me dice la señora. Miro la hora: seis y quince. La música en los bares se confunde con la de los parlantes del colectivo. Otros cinco pitazos y arranca. Diez minutos después en el radio ponen Reminiscencias de Julio Jaramillo, mientras la sombra y el silencio de las personas que viajan conmigo me hacen olvidar el reloj.
No importa si vivo en Valparaíso, Santiago de la Selva, o en Bogotá, la guerra nos volvió víctimas a todos los ciudadanos del país. Nos llenó de temores como el de pedir un cupo en el carro de alguien, que en tiempos de relativa paz nos hacen sentir absurdos, como niños inocentes en donde está prohibida la ingenuidad. El proceso de paz está en crisis, y el bombillo fundido de la guerra parece que está a punto de reemplazarse por uno nuevo, pero en medio de todo, uno termina por agradecer que después de cuarenta años se pueda transitar por esta vía en medio de la noche, con la luna reflejada sobre el río Pescado, y el silencio de todos como interrumpido por los saltos de la chiva y el bolero de Jaramillo.