El 4 de diciembre de 2016, Yuliana Samboni Muñoz, de siete años de edad, fue raptada por Rafael Uribe Noguera, un arquitecto miembro de una familia acaudalada de Bogotá, quien la subió a la fuerza a un vehículo de alta gama y la condujo a uno de sus apartamentos. En su interior, Yuliana fue asesinada por asfixia mecánica, luego de ser violada y golpeada en reiteradas ocasiones. De manera premeditada, Uribe Noguera se había dirigido a un barrio de extracción popular al nororiente de la ciudad, en donde ubicó a Yuliana, quien jugaba con otros niños de su misma condición social. El ser indígena y pobre (dos “marcas” que operan como desgracia en Colombia) determinó el fin de la vida de la menor.
El hecho conmovió a la opinión pública que conoció los pormenores del asesinato de la indígena de la comunidad Yanacona, quien había arribado junto con sus padres a la ciudad, desplazados de su hogar, ubicado en la vereda Los Milagros, municipio de Bolívar, en el departamento del Cauca. La guerra y la falta de oportunidades operaron como mecanismos de fuerza que los obligó a salir de su tierra en dirección a un lugar que los condenaba irremediablemente al estigma y la indiferencia (de esa misma «opinión pública» que se conmovió por el asesinato).
El caso Samboni puso de manifiesto una práctica de desprecio hacia el otro pobre (indígena, afro, habitante urbano popular), muy recurrente en el país, en la que se entrecruzan elementos de racismo, clase social y sexismo patriarcal.
El caso Samboni puso de manifiesto una práctica de desprecio hacia el otro pobre (indígena, afro, habitante urbano popular), muy recurrente en el país, en la que se entrecruzan elementos de racismo, clase social y sexismo patriarcal. Recientemente, una grabación de un programa radial puso al descubierto un diálogo entre un locutor y “humorista” de Valledupar, con un miembro de la comunidad wayúu. Refiriéndose en tono vulgar y denigrante a las niñas y adolescentes de esa comunidad, el locutor pregunta cuál sería el costo en dinero de una joven indígena para, enseguida, hacer descripción de las actividades que aquella le prestaría al comprador: “Yo quiero una chinita, que no tenga pelo y que no se mueva pa’ enseñala y tenela encerrá, que me haga arepa y me rasque la cabeza” (sic).
Las palabras del locutor desataron la indignación (aunque hay que decir que hubo opiniones que minimizaron la agresión verbal señalando que se trató de un “error” por hacer humor costumbrista, ¡como si el humor no fuera un canal de circulación de ideologías y representaciones denigrantes de grupos sociales!), por considerar que son expresión de una sociedad “machista y patriarcal”. Sin embargo, lo que en realidad develan los dos casos mencionados es una antiquísima práctica de racismo hacia lo indígena (también existe un racismo hacia lo afro) que hunde sus orígenes en el momento de instalación de la conquista y la colonia española como instituciones políticas, y que legitimó el dominio del europeo y después del mestizo sobre sectores de la población como los grupos originarios (para no usar el término indígena, de origen europeo, que, por su carga semántica, opera como legitimador de la dominación).
Si bien la dominación española concluyó a principios del siglo XIX, y el antiguo territorio colonial devino en república, la estructura ideológica en que aquella dominación se soportaba no desapareció y, en cambio, se afianzó en la nueva etapa histórica que se abrió paso. Así ocurrió con el sistema de clasificación social y étnica que se implantó y que explica el desprecio constante de las élites hacia sectores de la población, como lo ejemplifica la postura de la senadora del Centro Democrático, Paloma Valencia (descendiente de una familia propietaria de haciendas -institución heredada de la colonia- en el departamento del Cauca), quien planteó que el conflicto social, económico y étnico del Cauca tendría solución si el departamento se dividiese en dos zonas: una habitada por mestizos amantes del desarrollo económico y la prosperidad, y otra habitada por negros e indígenas, representantes del atraso y la premodernidad.
O los insultos de funcionarios del MinTic puestos al descubierto recientemente, en los que emplean expresiones como “hijueputas” y manifiestan sentimientos de odio hacia miembros de la comunidad del Consejo Regional Indígena del Cauca.
(…) difícilmente se podrá extirpar el racismo si, al mismo tiempo, no se superan las desigualdades de clase y de género, sobre las cuales, de conjunto, se estructura material e ideológicamente nuestra república señorial.
El racismo indígena (en sus distintas formas y niveles, recordando que también existe un racismo de élite y un racismo popular) es una herencia colonial que ha permeado profundamente a la sociedad y no desaparecerá con declaraciones de rechazo y condena. Si bien altos representantes del gobierno condenaron el comportamiento de los funcionarios implicados (como también hubo rechazo a las expresiones “machistas” del mentado locutor radial o repudio por el asesinato de Yuliana Samboni), difícilmente se podrá extirpar el racismo si, al mismo tiempo, no se superan las desigualdades de clase y de género, sobre las cuales, de conjunto, se estructura material e ideológicamente nuestra república señorial.