Guayabero: el inicio de historias en el olvido

— ¿Para dónde van?

— Para Nueva Colombia.

— ¿Tienen permiso?

— Sí señor.

— Déjenme verlo.

Se lo mostramos desde el celular, porque en físico no lo teníamos. Esa mañana el Presidente de la vereda nos lo había enviado por WhatsApp.

— Del río para allá no respondemos. Ese territorio está minado de guerrilla.

Silencio.

Asentimos, nos subimos a la moto y nos fuimos. Iríamos a recorrer la zona del Guayabero, una región ubicada entre el sur del Meta y parte del Guaviare, que desde hace tres meses está presentando problemas de orden público y violación de derechos humanos por parte de la Fuerza Pública, según denuncias de la comunidad, además de estigmatización, en el marco del proceso de sustitución forzada de cultivos de uso ilícito.

La tarde anterior lo había decidido, iríamos al Guayabero, pero aún teníamos dudas de la fecha de salida. Sin embargo, había estado recibiendo mucha información de los constantes enfrentamientos que estaba teniendo la comunidad con la Fuerza de Tarea Conjunta Omega a cargo del General Flórez. Decidimos que, a la mañana siguiente, Edilson y yo viajaríamos en moto hasta Nueva Colombia, la vereda donde por ahora más se ha acrecentado el conflicto.

Salimos a las 5:00 de la mañana, recogimos un buso de El Cuarto Mosquetero donde mi madre, quien hace mucho tiempo dejó de recomendarme ir o no a ciertos lugares, ya que sabe qué tipo de periodismo me apasiona y cuáles son mis convicciones, nos dio su bendición y seguimos el viaje. Nos había rendido bastante, todo estaba planeado para llegar a nuestro lugar de destino antes de las 3:00 de la tarde. Sin embargo, como suele suceder cuando se tiene todo fríamente calculado, en una estación de gasolina vía Puerto Rico, había un tipo de combustible fósil regado en el piso, tal vez ACPM, no estoy segura, ya que la joven que atendía el lugar le echó la culpa a la lluvia –aunque también pudo haber sido así–, lo que causó que la llanta patinara y la moto se golpeara justo en el taco derecho, partiéndose y de paso quedándonos sin frenos traseros.

Así que perdimos parte de nuestra mañana arreglando la moto un lunes festivo, donde un joven amante de la pesca y a quien quedamos de visitar luego, nos sacó del aprieto. Yo salí victoriosa, no me golpeé, pero Edilson sí se quemó con el exosto, marca que no le ha permitido vivir una experiencia agradable al usar botas pantaneras.

Puesto de control en Puerto Rico.
Foto: Lina Álvarez

En Puerto Rico finalmente nos encontramos con el punto de control para delimitar los ingresos a partir de la pandemia del covid-19 a sus veredas. Mientras iba en la moto recordé parte de la conversación con el joven del puesto de control.

— ¿Están seguros que quieren ir allá? Si van a esta hora no alcanzan a devolverse hoy mismo y por allá es tremenda calentura.

— ¿Hasta qué hora trabaja el ferry?

— Eso hoy festivo no funciona, les toca aventurarse.

Seguimos nuestra «aventura», pero un poco más empañada con la cizaña que nos habían sembrado en el puesto de control militar con que después de pasar el río nuestra vida iba a estar en riesgo, lo gracioso es que con todo lo que habíamos conocido de la persecución a la libertad de prensa que estaban viviendo los periodistas de Voces del Guayabero, medio comunitario que está cubriendo lo que está pasando en la zona, teníanos también bastante prevenciones con lo que pudieran hacernos los héroes de la Patria si llegásemos a grabar algo que no les agradara.

Pasamos el planchón, o ferry, como lo llama la comunidad. Un recuadro de madera sobre varias canoas que funciona con un motor y con la fuerza del agua, que pasa las motos y a las personas de lado a lado del río. Trabajan todos los días todo el día, de 5:30 de la mañana a 5:30 de la tarde, así que atravesar el afluente no fue un problema. Después de ello, andamos por un camino medianamente embarrado, así que temíamos que si llovía, como parecía presagiar el día, pudiera empeorar y nuestra moto, aunque veloz, no tenía llantas como la ocasión lo ameritaba.

Nos encontramos el primer puente de control comunitario, se supone son ilegales, pero la comunidad los hace porque temen que lleguen extraños a contagiarlos con un virus que tal vez no estarían preparados para enfrentar. Don Giovanny revisó nuestros permisos y aunque ya habíamos pasado el bloqueo de madera, decidió hablarnos tal vez por matar el aburrimiento en medio de la soledad, o por una genuina curiosidad.

— ¿Y ustedes son de algún proyecto o por qué van?

— Somos periodistas, vamos a cubrir lo que está pasando en la zona.

— Y por qué sólo a ellos, nosotros también tenemos problemáticas.

— ¿Cómo cuáles?

— Jum, si lo que tenemos son problemáticas. ¿Quieren guarapo?

— No tranquilo, acabamos de almorzar.

— Está fresquito, no está fuerte.

Nos miramos, él quería hablar, nosotros íbamos sin tiempo desde nuestra inocencia de que íbamos a llegar ese mismo día a Nueva Colombia.

Edilson me dijo que nos bajáramos un momento, él recibió el guarapo, yo seguí en mi punto que no quería –las pocas veces que he tomado, no me ha sentado bien–, nos pusimos a hablar, ya un poco más convencidos que nos iba a tocar quedarnos en la vereda La Esperanza, aproximadamente a dos horas de nuestro destino.

— Bueno, y sobre qué quiere que los entrevistemos.

— Sobre el PNIS, nos acogimos a eso y no nos han cumplido, unos van más adelantados que otros, pero el punto es que eso que plantearon ahí no nos sirve.

— ¿Ya ninguno de ustedes en su vereda tiene coca?.

— No señora, hasta la vereda La Esperanza nos acogimos, por pendejos, porque ahora nos están dando de a poquitos las cosas y así nadie puede vivir, no hay en qué trabajar, ni decir que sembremos comida para vender, porque aquí sale más caro salir a vender un bulto de maíz que lo que le pagan a uno.

— ¿Cuánto les pagan?

— Pues un bulto cuesta 45 mil, y le cobran a uno 20 mil ida, 20 mil vuelta y por el bulto le cobran a uno 15 mil ¿Qué se gana uno?

— ¿No les han dado nada del PNIS?

— Sí, pero de a poquitos, a mí me dijeron que me iban a dar unos animales y que había que tener listo un tipo de alimento que uno fabrica y me puse de afanado a hacerlo y sigo esperando. Desde hace año y medio.

— Hace bastante.

— Cuando hablemos bien le contamos todo, toca que pase por aquí de regreso.

— Pero y ¿cómo lo ubicó?

— Aquí en el puesto de control.

— Pero en su vereda cómo entrevisto a los demás, y a usted si está trabajando.

— Usted nos avisa un día antes cuándo pasa, y nosotros los estamos esperando.

— Listo.

Llegó una moto XTZ, sin frenos, ese detalle lo sabríamos luego cuando tuviéramos que recorrer un largo y difícil trayecto en ella.

— Miren, él va para Nueva Colombia. ¿Cierto que hoy no alcanzan a llegar?

— Hoy no, eso está leeeeeejos, de aquí a que lleguen a La Esperanza ya es de noche y a la selva uno no se mete de noche ni loco.

— ¿Estamos muy lejos?

— Sí, y la otra es que ustedes con esa moto no pasan.

— ¿Es más feo que este camino?

— Es que esta es una autopista.

Nos miramos con Edilson. Silencio.

— Llamen a la vereda, díganle que mañana envíen una moto para recoger a uno de ustedes, y yo llevo a otro.

— ¿Si?, pero allá están sin señal, ya he intentado comunicarme.

— Escríbale el mensaje, ellos lo verán en algún momento y tranquilos que mañana nos vamos.

— ¿A qué hora?

— Después de las 8:00 de la mañana.

— Huy no, ¿no se puede más temprano?

— Está bien.

— ¡Vamos!

Trocha hacia la vereda La Esperanza.
Foto: Lina Álvarez

Con el joven alto, rubio y amable, más bien recorrimos un corto trayecto, él se quedó en un punto donde estaban jugando billar. Nosotros seguimos y empezamos a identificar que «la autopista», se estaba poniendo más fea. En varias ocasiones la moto patinó, en otras tantas, me tocó bajarme, temía que nos cogiera la noche antes de llegar a la vereda. Pero luego la vi, ahí detrás del puesto de control.

La chica nos pidió el permiso, luego nos cobró el peaje pro vía y paramos en una tienda para ver qué opciones tendríamos de hospedaje.

— No, yo no me inscribí en el PNIS, había entendido que no podía, ya qué, muchos nos quedamos por fuera. A unos les ha ido mal, a otros les ha ido medio bien, a otros no les han cumplido nada, toca que hable con ellos. De aquí mucha gente se fue desplazada porque no tenían de qué vivir.

(…)

— Vayan a la esquina, ahí les dan hospedaje.

Conseguimos hospedaje después de un rato de charla, pero comida no, ya que estaban compartiendo en familia en un televisor como de 12 pulgadas, veían una novela que parecía estar demasiado buena para pararse a atender a los extraños.

Así que fuimos a donde una señora que nos recomendaron, efectivamente nos preparó comida, y mientras nos comíamos el arroz, huevos y patacones, terminé encontrandome de frente el dolor que representa para las familias perder una vida en el marco del conflicto armado.

—  Ustedes por qué van por allá.

—  A verificar cómo está la situación en esas veredas, somos periodistas.

—  Ósea que ustedes me pueden ayudar.

La miré.

—  Mi hijo fue víctima de un falso positivo.

La miré otra vez, me sentí angustiada, sabía que ella estaba por abrir su corazón, así que paré de comer y la miré más de frente.

— ¿Hace cuánto?

—  Hoy hace dos meses me lo mataron.

Quedé sorprendida, no había escuchado sobre asesinatos en la zona.

— ¿Aquí?

—  No, él estaba en Nueva Colombia, pero lo mató el Ejército en otro municipio.

— ¿El Ejército?

— Sí, dijeron que había sido en combate, hasta dicen que lo encontraron con un arma, pero él ni tenía eso.

[Habla la hija] — Pero el arma ni había sido disparada, es más como si se la hubieran puesto.

—  Él no era un muchacho malo, él era muy servicial, pero ellos me lo mataron. Me dijo mientras le escurrían las lagrimas.

Una historia dolorosa, llena de pruebas y completamente en el olvido. Con ella hablaríamos más a fondo al regresar, ya que esa noche era tarde y ella debía madrugar a vender arepas para tener cómo subsistir.

Nos fuimos a descansar teniendo un adelanto de lo que encontraríamos en toda la región del Guayabero.

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