La desaparición forzada en Colombia ha sido un monstruo de garras gigantes que pareciera no querer irse. Llegó a lo rural y lo urbano desde hace décadas de forma silenciosa, como tratando de no ser detectada; una sombra estática sobre este país con más de 82.000 personas sin rastro alguno. Ha perseguido los campos, las trincheras, los escenarios de disputa, las casas de los barrios populares, las familias soñadoras, la esperanza de una mejor vida; una vida en paz, en medio de un país en guerra.
Ahora, sigue llegando como ley y orden en manos de las fuerzas policiales del Estado. El fenómeno ensordecedor que desaparece no solo cuerpos, sino sueños, familias, dignidades. En el marco del Paro Nacional que inició el 28 de abril y ha transcurrido hasta hoy de forma indefinida en todo el territorio nacional, los contextos de desaparición forzada en la protesta social son terroríficos, como si estuviéramos en una de las peores dictaduras del Cono Sur.
No valen los Derechos Humanos, la vida, las súplicas, el llanto de las madres, la resistencia social, la ruptura democrática o la historia que ya no queremos repetir; ante el actual sistema de gobierno convertido en régimen de muerte, tortura, asesinatos y desapariciones son las únicas formas que encontraron para imponer orden y autoridad, mientras las y los ciudadanos rogamos diálogo y vías justas que garanticen aquello que ellos, servidores del miedo y el terror, aún nos quieren seguir quitando.
980 personas reportadas como desaparecidas a nivel nacional en una semana según 26 organizaciones de DD.HH, 168 personas en ruta de ‘Búsqueda Urgente’, la mayoría jóvenes; geográficamente más de un tercio en Cali, Valle del Cauca. Casi mil seres humanos, mujeres, hombres, jóvenes como: Valentina, Valeria, Juan Camilo, Daniel, Kelvin, Fabier, Elbert, que no llegaron a sus casas después de salir a defender sus derechos, los de sus familias, los suyos, los míos, los de los mismos que los desaparecen y asesinan. Lo pongo a reflexión desde un escenario de horror, porque llevamos a cuesta como país, ser el segundo a nivel mundial con más personas dadas por desaparecidas en contextos de conflicto armado interno. El primer país latinoamericano con más cifras oficiales de personas sin rastro, todo esto ante escenarios democráticos.
Ante los ojos de todos y todas, ante sus cámaras, de día y de noche, se llevan a nuestros compañeros en carros, motos, furgones. Se los lleva la fuerza policial que no les deja gritar ni sus nombres, ni sus números de cédula. Los entran a los CAIS y de hay varios no vuelven a salir. Se los niegan a sus amigos, a organizaciones de Derechos Humanos, a sus familiares. Los justifican como vándalos, como terroristas, que los busquen quizás después de 72 horas, como si el propio sistema de poder desde las grandes élites gubernamentales dispusieran protocolos de tiempo para perderlos del mapa.
Debería movernos todo, no bajo el miedo que quieren imponernos o una simple estadística en aumento, sino bajo la lucha de pueblos, comunidades, madres, padres, hijos e hijas, víctimas de los crímenes de Estado, que han mantenido la resistencia y la memoria para que en este país no nos desaparezcan más.
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