Dios tenía una granja pequeña con gallinas que ponían huevos enormes, unos patos que vivían libres en una laguna cercana, dos vacas que daban buena leche, tres perros y dos gatos gruñones que no dejaban que ningún pájaro se acercara a la casa. Dios era alto, de piel trigueña, siempre estaba vestido de overol azul y una camisa a cuadros rojos por debajo. Dios se había casado casi por obligación o, mejor dicho, los padres de su esposa la obligaron a ella a casarse con Dios por un asunto de tierras y otros intereses. Todo fue un arreglo.

Dios cultivaba maíz y otras cosas en un campo cercano, por lo que siempre estaba peleando con una vieja máquina que justo en el momento del trabajo se dañaba y no volvía a andar. Al fondo del patio trasero, un hormiguero se estaba abriendo camino y Dios sabía que esa cosa se iba a poner enorme en algún momento, por lo que le permitió crecer porque en ese momento no le molestaba. Adentro del hormiguero había como un millón de hormigas que llevaban algunas hojas de limonero.

Las hormigas entendían que su mundo era ese, un hueco lleno de túneles en la tierra que llenaban con hojas con algunos granos insignificantes de azúcar, con camastros para dormir, televisión, marihuana, fútbol, con pornografía, con políticos ladrones de hojitas y con un loquito que creaba cosas para que las hormigas se tomaran fotos en sus momentos libres y las subieran al internet de todas las cosas. Las hormigas tenían un vasto mundo de dos metros cuadrados, que dependían de un limonero y de una cosa que llamaban sol para
poder vivir. 

Dios, ese granjero preocupado por su maíz, sabía que al fondo había un hormiguero; algunas veces pasaba por ahí y veía las hormigas formando un senderito por el que corrían las hojas, pero no sabía que ellas tenían problemas, algunos de ellos graves. Por ejemplo, Dios no sabía que Gabriela, una hormiga cocinera de la reina, estaba a punto de perder su casa por una hipoteca asesina. Juan, un obrero incansable estaba desesperado porque desde hace varios días una de sus patas traseras estaba inflamada y su seguro no le había concedido una cita médica.

En la sección de producción de comida y por falta de controles, una columna se había venido abajo matando a doscientas hormigas. Una de las esposas de una de las víctimas se arrodillaba casi todos los días en la sala de su casa pidiendo respuestas a Dios. Sofía, la maestra de primer año de larvas, acababa de ser despedida y pasaba horas desesperada pidiendo trabajo en otras escuelas y, de vez en vez, levantaba sus ojos pidiendo respuestas a Dios. Una muy joven, Sandra, había sido maltratada por su novio en un callejón y desde ese día le pedía a Dios por una hormiga que la valorara, que la quisiera porque ella era la más bella de su barrio, de su ciudad, de su país, de su colmena y hasta del hormiguero mismo. Sandra se tomaba selfies mostrando todas sus patas y hasta su intimidad.

Todas las hormigas elevaban plegarias al cielo, pedían favores, pedían y pedían y no soportaban la idea que las cosas malas les pasara justo a ellas y no a los demás. El líder religioso les decía todos los días que ellos eran el centro del universo, que una hormiga poderosa, musculosa, blanca y muy apuesta había creado ese mundo, a ese limonero, a ese sol y, que un día volvería al hormiguero para compartir la vida eterna. Que no iban a tener que cargar hojas nunca más, que todas iban a ser salvadas de una cosa que llamaban pecado.

Las hormigas eran hormigas para Dios, es decir, para el granjero. Pero las hormigas no sabían que se llamaban hormigas y que una cosa rara que se movía gracias a dos columnas azules e infinitas y que opacaban el sol no era un cometa que pasaba al cabo de varios años, sino que era un granjero que cultivaba maíz en un patio cercano. Las hormigas no sabían que eran hormigas, el granjero no sabía que era Dios y así, humano e insectos creían que sus vidas y sus historias eran el centro de sus mundos.

Al granjero una sequía tremenda acabó con sus cultivos y cuando salía al patio veía el cielo azul impertérrito y muy arriba ese sol fulminante. El granjero varios días se quedó pensando en esa cosa amarilla que iba de un lado para el otro, de esa cosa, una maestra de la primaria le dijo que era una estrella muy caliente y el granjero se imaginó una hoguera enorme flotando en el espacio. Se metió a la casa y prendió el televisor para ver un partido de fútbol que tenía al mundo paralizado.

Con el intenso calor vinieron los fuertes vientos del verano y un incendio le terminó por destruir lo que quedaba de los cultivos de maíz. El granjero se arrodilló, llorando le pidió a su Dios de túnica, barba y piel blanca por un milagro que lo salvara de la bancarrota. En algún punto esas suplicas se perdieron mientras el Dios del granjero estaba jugando a provocar tsunamis en Asia que mataban indonesios.

Un día, cuando las lluvias habían vuelto metiéndole esperanzas al hombre por una buena temporada para el maíz, se percató de que el hormiguero había crecido de manera desproporcionada y que eso podía poner en riesgo su futuro. Llegó con sus enormes piernas a la boca del hormiguero, puso un tubo por el cual salió un veneno intenso y que recorrió rápidamente todos los túneles de aquel mundo de hormigas que corrían de un lado al otro y que, desde luego, le suplicaron a su Dios que las salvara en medio de ese juicio final. El genocidio terminó en menos de cinco minutos. El granjero levantó su mano derecha, se limpió el sudor y se fue a casa a beber un vaso de limonada hecho con el fruto de aquel limonero.

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