Al otro lado

No sé quién es aquella persona al otro lado de un mundo de cables y de virtualidad. ¿Será hombre o mujer? ¿Viejo o joven? ¿Será un migrante desesperado o un ejecutivo exitoso que espera una llamada que confirme un negocio millonario? ¿Quién es aquella persona? Pienso mientras en esas escasas décimas de segundos algo se asoma en aquel mar de lucecitas que cambian rápidamente mientras una flecha enorme se agita al ritmo de la ansiedad. Pasa un segundo, en ocasiones dos y de un momento a otro todo se pone más lento que de costumbre. ¿Quién será?

Pienso que puede ser mujer o, mejor dicho, anhelo que sea una. ¿Será negra o blanca? Cierro los ojos, es por un momento fulgurante, intenso y rápido, pero miro para el interior, ese interior que los hombres vemos cuando buscamos con los ojos cerrados. Desde luego todo se pone oscuro, aunque siempre en medio de aquel vacío hay algo que nos dice algo, un algo raro y que normalmente no entendemos o no nos da la gana escuchar. Cuando los abro nuevamente no han pasado más de dos segundos y en mi mente empieza la cascada de suposiciones tendenciosas.

Al otro lado hay un alguien, gordo o flaco, alto o bajo, feo o bello. Una negra abundante o una rubia de portada. Quizás se filtró el primer ministro del Reino Unido o el mismísimo príncipe heredero de Qatar. Puede ser el panadero con las manos sucias de harina humedecida con agualeche y un tanto de sudor y otros fluidos. O el zapatero a quien le dejé mis zapatos arruinados por ir y venir por los andenes de la ciudad indiferente a mis sueños. Empieza a llover, en la ventana a mis espaldas unos goterones enormes, pero perezosos, castigan el vidrio y no sé por qué siento un aire medio rancio que me entra por la espalda. Huele a pollo mojado.

Al otro lado puede estar un hombre con su verga erecta a punto de ponerse un condón. O una mujer con sus manos repletas de salitre y un tubo purpura que brilla con mil millones de litros de poder femenino. Eso me recuerda que puede ser una bruja o un depravado, un actor porno o una campesina cargando la dignidad de su pueblo. Un joven con un bolso lleno de libros y con su cabeza tarareando una especie de música rara, una vaina psicodélica y en tercera dimensión.

Mis manos se frotan. Sí, lo sé, es la ansiedad. Estoy lleno de ansiedad, hay litros y litros de esas cosas que segrega el cerebro y otras glándulas abusivas que se meten con uno cuando menos se espera. El aire que respiro es demasiado seco, el gaznate está áspero como la piel de la chica que no se baña y que constantemente me hace tragar sus efluvios avinagrados. Al otro lado aún no escucho nada, pero con seguridad hay un alguien, puede ser una chica con los cabellos revueltos y enloquecida con Caicedo, una mujer que está recorriendo Cali mientras se fuma un porro sentada en una banca del Parque Nacional de Bogotá y sí, ella está en Cali.

Al otro lado está mi maestra Yolanda mientras tiene al frente a una treintena de niños y niñas con sus ojos maravillados, ella les está hablando del violín de Florentino Ariza y de la mirada esquiva de Fermina Daza. Ella les está hablando del parque de Los Evangélicos y de repente suena la corneta de un barco a vapor que se desprende aguas abajo en el río grande de la Magdalena. Al otro lado está un vendedor de libros que quiere vender, no que la gente lea. Al otro lado hay un alguien.

Es mi madre que sueña con poesías, soñando con publicar un poemario, ella soñando con libros y con los éxitos cada vez más esquivos de su hijo; el pendejito de la imaginación imposible, pero lleno de conflictos. La mayoría irreconciliables. Es el amor de mi vida, mi 12 de octubre que añora que sea yo ese otro que esté al otro lado. Nos queremos encontrar en ese mundo de lo impersonal, nos queremos encontrar para decirnos sin decirnos que nos amamos, que estaremos juntos en medio del aguacero que no amaina y que nos tiene empapados.

Al otro lado está mi amigo David, lo extraño tanto que, en esos segundos de silencio y soledad previos, anhelo que sea él para jugarle bromas, para joderlo y para que seguramente nos confundamos en los roles impuestos que la vida nos ha dado por esos segundos o minutos. Al otro lado está la exnovia que me detesta o la exnovia que aún me ama. Quizás.

Y claro, desde luego, la ansiedad se encarniza con mi piel y brota sudor a mares. Estoy ansioso, estoy en guardia. ¿Quién estará al otro lado? Puede ser alguien que se llame Nicolás Vargas, que sea flaco, que sea escritor, que sea esposo, que sea dueño de una gata de ojos celestes, que sufra de ansiedad y que quiera, al menos, escribir una gran obra. Nicolás puede ser esa otra persona, puede ser un transgénero, un vicioso, un malparido político o un mentiroso periodista. Nicolás puede ser cualquiera y cualquiera puede ser ese otro. ¿Quién estará al otro lado?

El silencio está a punto de romperse, el ruido poderoso de ese momento antes de desatarse las voces es y será más fuerte de lo que se escuchará en los próximos segundos o minutos. Al otro lado está un hombre a punto de lanzarse al vacío desde un puente, está viendo un riachuelo que esquiva piedras y que desde aquella altura se ven diminutas; el suicidio ha empezado y lo último que escuchará será mi voz, yo seré lo último que entrará en su sistema descompuesto, mi voz ronca y visceral lo despedirá de este mundo furioso que reclama cada día más y más tripas, piel, sangre y gritos.

Al otro lado hay una mujer que acaba de ser violada por tres hombres. Al otro lado hay un hombre que acaba de perder su empleo. Al otro lado hay una mujer destruida por el piropo miserable. Al otro lado hay un indígena que acaba de salir de sus tierras por la voluntad del plomo. Al otro lado está Teresa que vende empanadas y café en una esquina de Bogotá mientras se congela por el frío. Al otro lado está Vicky Davila planeando una mentira. Al otro lado está el comandante paramilitar sonriendo mientras ha dado la orden de matar. Al otro lado hay alguien.

Veo mugre en una de mis uñas. Hay olor a papa rellena. Hay un virus que va de lugar en lugar reproduciéndose. Hay una canción de Panteón Rococo que me retumba, que me recuerda lo que hago, lo que me ha tocado y lo que quiero gritarles en la cara mientras vacío el cargador de un arma imaginaria, pero efectiva como mis deseos.

Hay más probabilidades que ese alguien me odie por algunos segundos, ya que al fin y al cabo me olvidará. Sonará un hijueputa misterioso, uno que nunca escucharé, pero que habitará en buena parte de los primeros segundos. Cuando miro mi pecho veo que me han salido ubres, están llenitas de leche morada y hay unos cables conectados a ella succionando y succionando. Descubro que no puedo quitármelos, están ahí con mucha firmeza y la ansiedad me devuelve al mar de luces. Llegó la hora de decir algo.

Al otro lado hay una persona en el funeral de su madre, al otro lado hay una pareja de esposos muy jóvenes llorando sobre un bebé morado e inerte. Al otro lado un médico se prepara para dar una mala noticia. Al otro lado una trabajadora social le limpia la cara a una multinacional asesina. Al otro lado un profesor universitario lucha contra veinte pendejos que quieren ser influencer de otros más pendejos. Al otro lado hay un músico en total concentración intentando pasar a la historia.

Al otro lado hay un poeta luchando contra la contundencia y el abandono. Al otro lado hay un novelista que no puede darle rostro a un protagonista. Al otro lado hay un alguien que no quiere hablar con nadie, que no desea escuchar nada, que no desea que se le coman su comida y, ante todo, un alguien que jamás entenderá esos segundos y minutos de efervescencia.

Y pum, estalló la guerra. Tengo ganas de mear, siempre tengo ganas, siento el ardor sobre todo lo que necesito para orinar. Escucho y sí, es un alguien. Ese alguien está a menos de un kilómetro de distancia o puede estar en Puerto Colombia comiéndose un bocachico donde la señora Cecilia. Puede estar en la cima de una montaña bajando muchos bultos de papa. Puede estar en la Tatacoa sacándoles plata a un grupo de turistas. Puede estar en Aracataca viendo cómo la pendejada intenta convencer a los imbéciles que Gabito es todo y nada. Puede estar en Cartagena sentado en una banca donde un día Gómez Jatín pasó una borrachera. Puede estar en Villavicencio tomando café en el Parque Infantil.

Durante más de cien veces siento lo mismo e imagino lo mismo. Durante todo un día vibro con mi ansiedad. Es mi lucha, es mi aporte a la máquina capitalista que pide y pide y yo debo darle. Todos tienen que dar su aporte. Son las diez de la mañana y quisiera volver a estar en mi Llano. Son las diez de la mañana y quisiera volver a estar en Okavango escribiendo en soledad mi susurro. Son las diez de la mañana y extraño los aviones, su sonido, su intensidad, su belleza. Son las diez de mañana y quisiera estar en mis años de luces, viajando por el mundo, soñando con algo que nunca fui y que nunca seré, pero al fin y al cabo mis años de gloria. Son las diez de la mañana y quisiera un Guayaquil eterno, uno que me durara hasta los cien años, mientras solo escribo y escribo para morirme en paz.

No quiero saber nunca quién está al otro lado.

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