Por: Jorhagui Aguilar Velásquez*
A lo lejos, a lo lejos veía al abuelo marcharse antes de que el aislamiento comenzará. Recuerdo que llovía, tronaba, sentía el viento que erizaba mi cuerpo. Un panorama oscuro, definitivamente cualquiera que hubiera mirado al cielo habría sentido, sin duda, miedo.
Unas semanas antes salí con mamá a la plaza del pueblo, exactamente un jueves. Los vendedores pregonaban sus productos y nosotras comparábamos precios. Nos acercamos al puesto de un anciano. Tenía frutas, legumbres, especias y hasta pescado. Eso sí todo muy limpio. Lo acompañaba un radio ya golpeado y trastabillado por los casi milenios de uso. El locutor con la voz impostada daba las noticias de la región, nacionales e internacionales. De pronto nombró al país de las grandes murallas, los dragones, los palitos chinos, el que creó la brújula y la pólvora, decía el nombre extraño de un virus, nunca antes lo había escuchado, quizás mamá tampoco. Anticipadamente con tono burlesco, despectivo y asquiento, de todo menos amable una señora dice -Jmmm esa gente es muy sucia, comen cosas que se arrastran y vuelan. Mejor dicho, el chiras pues-. La voz del locutor siguió con la nota anunciando una cifra exorbitante de personas contagiadas por ese virus. Luego pasó a los deportes. Mamá y yo nos miramos respecto a lo que había alegado la señora. Sabíamos que no es la forma correcta de expresarse para referirse a las costumbres y tradiciones de una cultura. Era evidente que ella no.
Al cabo de unas semanas en el televisor que mamá tenía en la cocina para ver las novelas y las noticias mientras cocinaba o limpiaba; la noticia del día era el cierre total de Italia. Mientras desayunaba un chocolate caliente, pan tostado y huevos recién puestos por las gallinas que estaban en el patio de atrás, el presidente de ese país ordenaba cuarentena total. De inmediato le pregunte a mamá el significado de esa palabra. Ella respondió con todo el cariño que siempre la caracterizaba. -La cuarentena, es cuando las personas no pueden salir de sus casas debido a una situación particular que ponga en riesgo la vida de una sociedad, en este caso es por el Coronavirus-. De momento le volví a preguntar apresurada -¿ni a trabajar?- Con un rotundo -¡no!- me respondió; insistí -¿y los niños tampoco a estudiar ni a jugar?-, -tampoco- contestó. Abrí los ojos sorprendida.
Camino a la escuela recordaba las palabras de mi mamá, las del presidente, en las calles vacías y escuelas. Visualice mi pueblo sin niños jugando, la plaza a la que iba con mamá sin los vendedores con sus carretas de madera y las voces que al final de cuentas se convertían en una sola melodía.
Ya en la escuela, la profesora de biología hablaba de ese virus y todo lo que podría ocasionar en el cuerpo de las personas contagiadas. También el profe de sociales advirtió sobre las medidas que el presidente de nuestro país debía tomar en caso de que el virus llegará hasta acá. Debo admitir que me estremecí con las explicaciones de los profesores, pero pensé que no llegaría. Italia está muy lejos y China ni se diga; divague en muchas imposibilidades para que el virus llegara a Colombia. Tuve calma.
En casa con mamá, el viernes pasadas las seis de la tarde, los noticieros nacionales hablaban de la bendita cuarentena, de la suspensión de clase, hice una recapitulación del día en que vi las noticias en la cocina sobre Italia y en lo que había pensado. Mire a mamá con preocupación, el silencio se sembró en ambas. Fuimos a dormir.
A partir de ese anunció todo sería diferente. La escuela sería mi casa; mamá sería mi profesora y compañera de recreo; la calle un lugar prohibido, después de unos días algo casi desconocido. Empecé a conocer las casas de los presentadores de noticias, criticaba algunas, otras eran de ensueños. Confieso que caía en los brazos de Morfeo (dios del sueño) durante largas horas de la tarde, también de la mañana y algunas veces en las noches, pues ya había descansado lo suficiente, hasta me dolía la espalda de estar acostada, así que empecé a trasnochar, ver películas hasta tarde. Mamá me llamaba la atención y rápido apagaba la pantalla. Esa fue la rutina durante largas e infinitas 4 semanas.
Constantemente llamábamos al abuelo que vivía muy lejos. En una de esas llamadas su voz sonaba lejos, quejambrosa y adolorida. Le preguntamos si todo estaba bien. Su sinceridad nos angustió, le dolía mucho el pecho y le dijimos que fuera al médico lo más pronto posible. Así lo hizo. A la mañana siguiente se encontraba en la sala de urgencias porque el dolor se había extendido en toda la parte izquierda de su cuerpo, eso nos dijo a las 10:24 de la mañana. A las 8:47 de la noche el médico nos dice que el abuelo había fallecido. Silencio en las bocinas del teléfono… continuó. – 2 infartos fulminantes en su corazón produjeron su deceso-. Nos explicó que el dolor en el pecho era resultado del estrés que había sentido durante las últimas semanas, quizás por la situación del entorno, por la soledad y no poder estar cerca de su familia.
Esa fue la llamada más triste que habíamos recibido con mamá. Ante la crisis no pudimos despedir al abuelo consentidor, amoroso, alcahueta y risueño, también muy sabio para dar consejos. Entendí que la vida se va… se va en cualquier momento. Han pasado 4 meses, aun no podemos salir, me he desprendido de todo aquello que el mundo ofrece, tan pasajero, y efímero. A cambio he amado más a mamá, el tiempo en el que hemos estado en cuarentena cocinamos recetas secretas que el abuelo le enseñó cuando ella tenía mi edad, hasta me atreví a escribir. Comprendo ahora, que todo en esta vida tiene un propósito en medio de la crisis.
*Jorhagui Aguilar Velásquez, estudiante de comunicación social – periodismo de la Corporación Universitaria Minuto de Dios Vicerrectoría Regional Orinoquía. Le apasiona la radio, escribir y crear contenido digital.