El Valle de Andorra se abrió paso a medida que caminaba por una turba dividida por un río de aguas mansas. La pradera estaba repleta de flores silvestres blancas y amarillas, a los costados dos enormes montañas cubiertas por un bosque frondoso y, más arriba, la piedra desnuda de nieve producto del verano. Ese día caminé tanto que mi rodilla derecha tuvo dolor por tres días; la primera noche no dormí bien producto del malestar y hasta bien entrado el martes 07 de febrero la dolencia fue mermando.
El valle es la entrada a uno de los lugares más alucinantes por su belleza en el fin del mundo, el Glaciar Vinciguerra. La montaña es imponente y sobresale por su cumbre coronada por el hielo milenario que va retrocediendo cada año producto del calentamiento global, el cual, podría hacerlo desaparecer en no más de una década. Las personas que ahora lo visitamos somos de alguna manera afortunados; estar allí en la entrada de las profundas cuevas de hielo y que en el verano se derriten con rapidez, es una alarma de los efectos del hombre sobre los ecosistemas.
En el camino me encontré a Meriem, una chica con acento francés que al cabo de un tiempo me contó escasos detalles de su vida. Nació en Marruecos y migró a Francia con sus padres cuando aún era una niña. Estudió finanzas, se fue de casa e inició su vida adulta como muchos europeos, en un pequeño apartamento. Luego, se fue a Martinica, trabajó con bancos, hizo una rutina hasta que se dio cuenta que estaba muriendo lentamente. Tomó una maleta, algo de dinero, se fue lejos a recorrer el mundo sin parar, sin hacerse preguntas y sin querer asentarse de nuevo en un lugar.
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En medio de la naturaleza me fijé en ella por su mirada de venada pérdida. Ese vacío en sus ojos era demoledor, era como si estuviera mirando un punto fijo en la distancia mientras en su mente los demonios le carcomían el alma. La conocí gracias a Jerome y Eryouen, una pareja de franceses locos que viajan en una camioneta roja que no tiene papeles, pero afirmaron que era de ellos porque habían pagado nueve mil euros por ella en Ecuador a otro francés igual de loco.
Meriem se quedaba en el mismo lugar que los franceses y a esos los conocí en una comida de viajeros que se juntan para comer, hablar, reírse a carcajadas para luego nunca en la vida volverse a ver. Mediante llamadas y mensajes acordamos ir a caminar. Así fue como una migrante africana, europeos, unos argentinos y un migrante colombiano terminamos caminando hasta reventarnos las rodillas.
Al iniciar la caminata, aquel valle alucinante, muy parecido a los que aparecen en los dibujos animados de Los Cuentos de Los Hermanos Grimm, desapareció y en su lugar se abrió un bosque profuso que dejaban entrar poca luz e impedía que los vientos patagónicos nos azotaran con fuerza. La montaña se convirtió en una pared casi infranqueable, durísima para los músculos de las piernas y tenaz para las mentes volátiles como la mía.
Al cabo de una hora mi rodilla estaba con mucho dolor y era apenas la mitad del camino. Daba pasos lentos, me detenía constantemente y mis compañeros se fueron perdiendo entre la espesura del bosque que, por fortuna, estaba debidamente señalizando haciendo casi imposible que un caminante inexperto y descuidado terminara perdido y devorado por la isla y sus bajas temperaturas. Meriem estaba adelante, a pocos pasos míos porque iba con sus pulmones en las manos, jadeaba con fuerza, arqueando su cuerpo y respirando con dificultad.
Muy cerca el camino se hizo lateral, es decir, dejamos de subir y empezamos a caminar casi horizontalmente, lo cual me ayudó considerablemente a continuar. Allí me encontré a una solitaria polaca que caminó junto a mí hasta que el sendero se volvió de nuevo vertical. Katarzyna era su nombre, es médica recién graduada, se dio cuenta que arrastraba un dolor, me hizo algunas preguntas y recomendaciones y luego aceleró para nunca más volverla a ver.
Otra hora más pasó y cuando el bosque protector contra los vientos gélidos desapareció, quedando el pico helado en la cima, me di cuenta que no iba a lograrlo, faltaban como mínimo unos 500 metros en una vertical imposible para mi rodilla. Meriem estaba al lado mío, en todo el camino iba callada, impertérrita con su sufrimiento y el resto de amigos estaba adelante, a poco menos de 200 metros. “¿Qué hago aquí?” Pensé en voz alta y casi al unísono Meriem me respondió con otra pregunta: “¿No sé por qué nací?”
La mirada de la mujer era tremenda, imposible de sostenérsela por miedo a contagiarse de aquella tristeza desmedida que hablaba en medio de sus ojos verdes casi marchitos. En mi exilio, desde que salí de Colombia, me he hecho muchas preguntas, he intentado responder el por qué sucedió todo lo que me arrojó al fin del mundo. Mi tristeza la guardo con recelo. En las noches lloro ocasionalmente en mi cama, luego el frío tímido del verano me recuerda que llorar es una estupidez, así que me guardo en las cobijas y trato de calmar mi melancolía durmiendo.
Nunca le pregunté a la mermada Meriem las razones de su tristeza, no la conocía y no hice el más mínimo esfuerzo por conocerla. Mi recuerdo de ella es el de haber caminado una montaña que demolió mis rodillas. Al regresar, y tras alcanzar la cima por terquedad, nos despedimos todos en el valle, vi la espalda de la chica hacerse pequeña mientras caminaba rumbo a alguna parte, con su dolor tan vivo que por un momento pensé que otros caminan con cargas más grandes y pesadas que las de uno.
Ushuaia, Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, República Argentina a 8 de febrero de 2023
Fotografía de portada: Jonatan Mamani