A los autores hay que contarlos desde su obra. Con quién incursioné en la poesía y al que he vuelto una y otra vez en busca de esa primera sensación que dejan sus poemas. El desconcierto, la admiración, incluso el amor, parten en dos la obra de Raúl Gómez Jattin, y me ha resultado imposible olvidarlo, desecharlo –como muchos lo hicieron en su tiempo-.
Jattin nació en Cartagena, vivió en Cereté y murió en la indigencia estrellado por un automóvil. Quiso estudiar derecho, pero prefirió el teatro. Les escribió poesía a los griegos, a una burra, y le escribió poesía a su madre.
Jaime Jaramillo Escobar le dedicó una carta con las siguientes palabras:
Santiago de Cali, septiembre 17 de 1983.
Querido Raúl: He estado recomendando mucho tu poesía: a todo aquel que está enfermo le receto dos poemas tuyos y al que se acusa de algún pecado le mando a leer tres veces el poema de la burrita. A los viajeros les recomiendo llevar tus poemas en el bolsillo y a los que llegan les presento tus poemas como la única cosa vital, grande, oxigenada, robusta, libre, natural y bella que tenemos aquí: lo único con fuerza joven, originalidad, audacia, libertad y novedad que se encuentra hoy en el bazar de la poesía colombiana; lo único que se desborda, que brama, que tiene impulso y pasión, el único vendaval que nos refresca, primitivo, animal y selvático como un desodorante de TV, lo único apasionado y amoroso, lo único!! Lo demás está reglamentado por la Academia, pero tú eres territorio libre del poema. Todos los demás estamos maniatados por la crítica, los reglamentos del verso, los corsés de la gramática, las normas de la sociedad, los preceptos religiosos, las jaulas políticas, los considerandos utilitaristas, las órdenes de los diáconos, la urbanidad, los regaños de la familia, las conveniencias del matrimonio, los impedimentos del trabajo, los rezagos burgueses. Pero tú eres el viento, eres un potrillo, eres el río que arrasa, no limitas con nada, no tienes cuñados en el cielo, no tienes participación en la bolsa de valores, eres un bruto, eres Atila, eres el mismísimo Adán, Dios en persona completamente loco deshojando los bosques y tirando las hojas al aire, eres el ciclón, la barriga pelada, el escándalo furioso, todo lo que yo no soy ni hay aquí poeta que lo sea, eres el fauno, el unicornio, el centauro, el volcán, eres el putas!
Me gustaría creer que su poesía no fue más que el producto de su indigencia y su locura, pero Jattin escribía, vivía de escribir, fue su oficio, su trabajo, su pasión. Vivió en las calles de Cartagena y Cereté y murió en la absoluta indigencia porque escribir no es valorado como una profesión, como un oficio, hasta cuando no logra publicar uno o dos libros y se encuentra sentado en medio de alguna entrevista: el resto que busque de qué vivir. Jattin encontró en la poesía el orgullo suficiente para aguantar tal carga. En su poema El dios que adora nos habla descarnadamente de lo que significa ser poeta:
Soy un dios, en mi pueblo y mi valle
No porque me adoren sino porque yo lo hago,
Porque me inclino ante quien me regala
Unas granadillas o una sonrisa de su heredad.
O porque voy donde sus habitantes recios
A mendigar una moneda o una camisa
Y me la dan (…).
La misma idea manejó Baudelaire en el Albatros, la soledad que implica la escritura, la fuerza para afrontarla es quizás la mayor cualidad que debe poseer una persona que se dedica al arte y las letras. Algo queda de todo esto, alguien que aun cuando la sociedad no permite un encaje, cuando la gente se escapa y diluye en una cita perdida, aparece con una sonrisa o con una mirada ante el espejo y nos dice que nos quiere, que todo está bien. La razón de este artículo, más allá de las palabras antes anotadas, era una forma de agradecimiento a esa persona: la madre de Jattin, la de ustedes y la mía, a quien va dedicado el siguiente poema:
Lola Jattin
Más allá de la noche que titila en la infancia.
más allá incluso de mi primer recuerdo
está Lola -mi madre- frente a un escaparate
empolvándose el rostro y arreglándose el pelo.
Tiene ya treinta años de ser hermosa y fuerte
y está enamorada de Joaquín Pablo -mi viejo-.
No sabe que en su vientre me oculto para cuando
necesite su fuerte vida la fuerza de la mía.
Más allá de estas lágrimas que corren en mi cara
de su dolor inmenso como una puñalada
está Lola -la muerta- aún vive vibrante y viva
sentada en un balcón mirando los luceros
cuando la brisa de la ciénaga le desarregla
el pelo y ella se lo vuelve a peinar
con algo de pereza y placer concertados.
Más allá de este instante que pasó y que no vuelve
estoy oculto yo en el fluir de un tiempo
que me lleva muy lejos y que ahora presiento.
Más allá de este verso que me mata en secreto
está la vejez –la muerte- el tiempo inacabable
cuando los dos recuerdos: el de mi madre y el mío
sean sólo un recuerdo solo: este verso.