¿Quién carajos era Michael Bond?

Aquella tarde particularmente soleada en Londres, Michael Bond caminaba con apariencia dubitativa, iba con el traje negro profuso que lo acompañaba desde sus primeros años de juventud. Pensaba en todo, llevaba la cabeza revuelta y al mismo tiempo no pensaba en algo puntual. Caminaba por aquellos andenes amplios, cruzaba las calles  por las esquinas, miraba las vitrinas de los almacenes en Park Street y fue cuando lo vio. Aquella caminata rutinaria tuvo un encuentro con algo que lo estremeció, al punto de ingresar a la tienda Selfbridges y preguntar sin dudar por aquella cosa que tanto le llamó la atención.

Muchos años atrás, el flacucho Michael vomitaba a mares en un campo de aviación durante la segunda guerra mundial. El vértigo que le provocaba los vuelos y las maniobras le revolvía las entrañas, haciendo  que la comida terminara en el suelo envuelta en bilis. No aguantó mucho en la Real Fuerza Aérea Británica, su estómago le dio la baja de servicio activo y de ahí fue a terminar en el ejército. No volvió a volar, combatió a las temibles y poderosas fuerzas alemanas del afrika korps con Rommel al mando, se batió en las arenas del Norte de África, aguantó las penas que deben soportar los soldados, peleó y peleó hasta que se cansó y se puso a escribir en los campos de batalla.

En 1945, en El Cairo, escribió un cuento que terminó en la rotativa inglesa de la revista London Dictamen. Entre el fuego cruzado, viendo los horrores de la guerra, observando a sus compañeros del regimiento Middlesex caer masacrados, se le ocurrió una idea de vida. Se volvería escritor. Prestó sus servicios en el ejército hasta 1947, año en el que regresó a Londres para iniciar su vertiginosa carrera en la que logró escribir varias novelas y luego se haría muy famoso con esa cosa que vio en la tienda Selfbridges aquel día de caminata rutinaria.

Cuando el señor Bond, Michael Bond murió en el año 2017, justo cuando acababa de cumplir 91 años y ya era muy famoso. El mundo occidental estaba inundado de caricaturas asiáticas y norteamericanas. América Latina estaba consagrada a figurines y pasquines que pelean entre ellos y sin nadie saber el por qué. Personajes carnavalescos como Superman, porque ese tipo de traje azul y rojo es folclore, pero folclore gringo. También estaban los guerreros incansables de la manga nipona, que batallan de forma interminable, capítulos enteros, semanas, meses y hasta años de luchas imposibles y por fuera de toda estética narrativa.

Poco lugar se le ha dado a la fabulosa literatura infantil inglesa, de personajes como Roald Dahl, a quien los latinos no le han dado su lugar en los altares de la consagración gracias a Charlie y la fábrica de chocolates, Matilda y The gremlins. Y ni hablar del magnífico J.R.R. Tolkien y de la fantástica J.K. Rowling. Ahora bien, en ese listado falta un nombre, el de aquel que escribía desde las trincheras de la segunda guerra mundial.

Traducido a más de 40 idiomas, 35 millones de copias vendidas y con casi cien obras creadas, el señor Michael Bond aquella tarde londinense vio a un oso de peluche solitario en la estantería de la famosa tienda. Decidió comprarlo para su esposa Brenda, pero lo que no sabía era que aquel peluche de felpa se volvería en la revelación literaria más entrañable del mundo inglés, que rompería fronteras y gracias al cine terminaría conquistando el mundo.

El oso Paddington últimamente ha cobrado mayor vigencia en las navidades, por su atuendo invernal y por la mercantilización de la festividad. La realidad es que aquel oso, que se descubrió al mundo con su primer cuento, un oso llamado Paddington, aún le queda un largo camino por recorrer, en el mundo latinoamericano que sigue disfrutando de la hostilidad de las caricaturas modernas.

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