Más allá de lo palpable: violencia y arquitectura en Colombia

“La casa alberga el ensueño, la casa protege al soñador, la casa nos permite soñar en paz.”

Gastón Bachelard.

Desde el estruendo de la Segunda Guerra Mundial en 1939, la limitada visualización de nuevas alternativas teóricas concebidas por arquitectos como Le Corbusier, Mies van der Rohe, y Walter Gropius, quienes se disiparon en medio de la guerra y reaparecieron tiempo después, hasta la precaria comunicación que no permitió percibir a profundidad la transformación en términos arquitectónicos y urbanísticos que se estaba implementando en países de América Latina, promovió la invención de teorías y conceptos propios de manera descontextualizada de lo que se estaba desarrollando fuera del país. De hecho, la arquitecta Silvia Arango argumenta que: “No es una exageración afirmar que gran parte de lo que hoy llamamos nuestro patrimonio arquitectónico, porque le brinda identidad y consistencia a nuestras ciudades, fue hecha en los fructíferos quince años de relativo aislamiento cultural, entre 1940 y 1955.”.

Acontecimientos como la masacre de las Bananeras, El Bogotazo, La Violencia, la toma y la retoma del Palacio de Justicia en Bogotá, las masacres de Urabá, Córdoba, Caquetá, Meta, Arauca, Tacueyó en el Cauca, Bojayá en Chocó, las de militantes políticos en Medellín, las matanzas de Cali, actos como el desplazamiento forzado, el reclutamiento ilícito, los atentados terroristas, los despojos y extorsiones, menoscabaron construcciones de memoria con descomunales estragos en viviendas, vías, redes de servicio, equipamientos y pueblos enteros.

El 6 y 7 de noviembre de 1985, en la Plaza de Bolívar a corta distancia de la Casa de Nariño, del Congreso de la República y de la Catedral Primada de Colombia, guerrilleros del M-19 asaltaron el Palacio de Justicia, el Ejército irrumpió con tanques por la puerta del edificio, proyectil tras proyectil, entre voces de suplicio este acontecimiento dejó cerca de un centenar de muertos, consumiendo en llamas la memoria de una edificación neoclásica, sepultando ruinas, cuerpos y verdades.

En tanto avanzaba la violencia en Colombia, los espacios y quienes los habitaban, intentaron refugiarse, transformarse y buscar soluciones. Elementos como la utilización de grandes aleros en la arquitectura neocolonial servían como puntos de vigilancia. En el municipio de Santuario en Risaralda el patrimonio arquitectónico de la colonización antioqueña se alteró debido al enfrentamiento bipartidista a partir de 1948, no sólo deformando su arquitectura en cuanto al color de las fachadas para evitar represalias políticas, también, convirtiéndose en espacios introspectivos donde se destruyeron los balcones y se cerraron sus puertas, cambiando la forma de relación y conexión de los habitantes con su entorno. Asimismo, la zozobra que generó la violencia implicó la planificación de estrategias de fuga y búsqueda de resguardos, con características arquitectónicas específicas, por ejemplo, en el Municipio de San Carlos, Antioquia, grandes grupos de personas cuentan que intentaban refugiarse a diario en casas diferentes, en espacios donde consideraban que había muros suficientes que sirvieran como protección ante las balas.

Sin generar una distinción de si las obras afectadas son o no simbólicas –porque muchas veces a eso se reduce el debate– la arquitectura ha sido afectada por la violencia más allá del plano tangible, aquel punto de contacto entre quien habita y el espacio, teniendo este último el poder de integración con la memoria, la reflexión y los anhelos del ser.

Un trabajo realizado por el Centro Nacional de Memoria Histórica, la Revista Conmemora, edición 0 (2014), en su sección “Crónica de Viaje: Guías de viaje en un país armado”, plasma imágenes acerca de la guerra en Colombia como:

“(…) Los niños de Bellavista, Chocó, convierten bejucos en cuerdas para saltar, trepan por las ruinas de la escuela acechada por la selva, alborotan nidos de avispas y corren sobre la tierra dura donde antes se levantaron casas de madera y zinc. (…) Ema regresó a la vereda con ciento diez personas más. Desgajó la selva que ya se comía los techos, cazó minas antipersonal entre la maleza y refundó la vida campesina a partir del esfuerzo compartido. (…) Y aún repasan el inventario del horror en la región de Cimitarra, Santander, desde 1970 hasta hoy: secuestros, extorsiones, asesinatos gota a gota, quema de casas, desplazamientos, torturas, desapariciones. (…)”.

Acontecimientos que evidencian espacios indelebles en la memoria, espacios donde se soñó, se gozó, se sufrió, espacios que aprisionan una emotividad más allá de lo palpable. Bachelard en el libro La poética del espacio, plantea que: “En la más interminable de las dialécticas, el ser amparado sensibiliza los límites de su albergue. Vive la casa en su realidad y en su virtualidad, con el pensamiento y los sueños.”. La violencia ha transgredido los espacios del ser, ha vulnerado ese espacio sensible, íntimo, vital, ha quebrantado ese vínculo poético, devastando muros cargados de acontecimientos, anhelos y memoria.

 

*Opinión y responsabilidad del autor de la columna, más no de El Cuarto Mosquetero, medio de comunicación alternativo y popular que se propone servir a las comunidades y movimientos sociales en el Meta y Colombia.

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