Aquellos ojos intensamente negros vieron una saliente de roca marrón que estaba a pocos metros. El viento gélido del sur del continente americano y el poco oxígeno sobre los seis mil novecientos metros de altura hicieron que Ana Lía diera un esfuerzo tremendo para alcanzar aquella cumbre.
Era el 23 de enero de 2019, el reloj marcaba un poco más de las cuatro de la tarde y la mujer de la comunidad Aymara de Bolivia estaba por conquistar la cumbre más alta del hemisferio occidental vistiendo una pollera de colores vivos, como la que llevaron sus mayoras y la que seguramente lucirán sus hijas y las de ellas.
Ese día la cumbre del Aconcagua se abrió para Ana Lía Gonzáles y Elena Quispe, dos mujeres Aymara que durante muchos años fueron las cocineras de expediciones de montañistas que conquistaban las cimas más altas de Bolivia. El destino de la mujer “cholita” fue y ha sido ese, cocinar.
Lo han hecho por años, todos los días, sin preguntar, sin exponer sus sueños, mirando por una ventana al mundo y casi sin poder entrar en el, viviendo un destino impuesto por los siglos y por la voluntad de una sociedad blanca que las sigue mirando despectivamente.
Las “cholitas”, expresión usada para las mujeres indígenas y mestizas de Bolivia, son empleadas principalmente para labores domésticas, cocinar en campamentos mineros, para equipos de escaladores profesionales y hasta de porteadoras -personas que cargan los equipos de los montañistas- en el que suben las enormes cumbres andinas con hasta 25 kilos de peso.
El mérito del deportista profesional que asciende montañas, es en buena medida debido al esfuerzo de muchas mujeres que trabajan en silencio y han sido históricamente invisibilizadas.
Resulta paradójico que un país mayoritariamente indígena y mestizo la discriminación sea un problema estructural. En Bolivia, y según la Defensoría del Pueblo, la gran mayoría de las denuncias conocidas por discriminación son de origen étnico y socioeconómico.
En ese sentido, ser indígena tiene limitaciones para acceder a oportunidades y ascender socialmente en comparación con personas blancas y establecidas especialmente en centros urbanos, por lo que, ser mujer e indígena genera barreras sociales por el hecho de serlo.
Esta historia, la de las cholitas escaladoras, la empezó Dora Magueño un día hablando con su esposo, un hombre que ha dedicado casi toda su vida a vivir en las montañas más altas de su país guiando a turistas y escaladores. “Yo también quiero subir, yo también puedo subir”, cuenta ella que le dijo a su compañero quien la ha apoyado decididamente.
La mujer inició la preparación para la escalada, para el reto más grande de su vida, pero al mismo tiempo y, sin saberlo, en el más importante para las mujeres de su comunidad: escalar el Huayna Potosí de 6.088 metros de altura.
Ana Lía tiene los ojos almendrados, sus ojos son negros penetrantes, su cabello es lacio y muy oscuro y en su piel lleva el bronce de sus antepasadas que ofrecieron resistencia a la invasión española. Sus rasgos indios contrastan con las faldas y blusas de colores que viste siempre y su sonrisa orgullosa aparece cuando habla de sus logros en los picos nevados.
Por su parte, Elena, es más pausada, su voz es serena, se detiene en cada palabra y sus ojos los pone en un punto fijo cuando responde las preguntas. Si no fuera por los reportajes y videos que evidencian sus logros, pocos creerían la historia que vienen acumulando desde hace años.
Históricamente el “trekking”, “hikking” y la escalada han sido deportes dominados por hombres, todas las grandes cumbres fueron conquistadas por primera vez por ellos, pero la historia da cuenta que las mujeres iniciaron hace casi dos siglos en el montañismo, pero, lastimosamente la narrativa patriarcal ha invisibilizado sus logros.
Con seguridad el nombre de Marie Paradis resulta desconocido, pero al preguntar por Edmund Hillary es mucho más probable que alguien lo haya escuchado.
Marie Paradis fue la primera mujer en conquistar el Mont Blanc, la montaña más alta de Europa por allá cuando el patriarcado casi la acusa de bruja por irse en falda a escalar o hacer algo que solo los hombres podían. Fue en 1808 cuando un día Paradis anunció en su natal Chamoix que se iba a ir a la montaña y los prejuicios casi la matan primero que el frío o un precipicio. Las mujeres la increpaban a diario preguntándole las razones de hacer algo así, la respuesta no fue un cierre, fue una especie de puerta abierta: “vayan a averiguarlo por ustedes mismas”.
Annie Smith, una norteamericana inspirada en la hazaña de Paradis, logró las cimas del Orizaba y Popocatépetl a sus 47 años, luego viajó al Perú a intentar la conquista del Huascarán sin lograr su cima y en lugar de renunciar siguió adelante. Se fue al Coropuna, que en ese momento se creía que era más alto que el Aconcagua y una vez más falló. Cuando se dio cuenta que no lo lograría, buscó una cima menor y allí clavó una bandera que pedía el voto femenino.
Casi un siglo después de estos notables logros se fundó la primera asociación de mujeres escaladoras, el Ladies Alpine Club en Escocia, en 1907. Desde ese momento uno de los deportes más exigentes y peligrosos del mundo ha sido el escenario para hombres y mujeres blancas principalmente y que se fue esparciendo por el mundo, en casi todos los continentes, pero reservado mayoritariamente a personas con capacidad adquisitiva debido al alto costo de esta práctica deportiva. Otro siglo después el nombre de las cholitas escaladoras apareció en el mundo del montañismo. Empezaba la epopeya.
Su historia ha estado marcada por los obstáculos sobre todo por la mirada celosa del patriarcado y de hasta la superchería. En toda Bolivia hay 70 guías de alta montaña certificados, todos hombres que pueden ganar unos 60 dólares por jornada, mientras una cholita por las labores de cocina y de carga menos de 20 dólares.
En algunos ascensos las han abordado preguntándoles por lo que hacen y ha habido hasta burlas. En el descenso del Acotango, en el 2016, personas de la comunidad las increparon por haber subido a esa montaña, ya que la creencia era que el glaciar podría derretirse por el atrevimiento de estas mujeres.
Aunque, curiosamente, el apoyo más fuerte ha venido de algunos hombres, sus parejas. Han sido ellos quienes las han acompañado, las han entrenado y les han enseñado lo necesario para intentar cumbres cada vez más altas. Una vez alcanzada la cumbre del Aconcagua las cholitas escaladoras se preparan para un reto que describen con total alegría a juzgar por sus rostros en las entrevistas: subir el monte Everest.
Esa parte de la historia debe darse en pocos años, hacen todas las gestiones, sobre todo buscando patrocinadores entendiendo que esa aventura no solo exigirá lo mejor de ellas, también cientos de miles de dólares.
En el Aconcagua, cuando las fuerzas se iban de los cuerpos tras varias horas atacando esa cima que por un momento se les estaba poniendo esquiva, cuando incluso el equipo de cámara demostraba su cansancio, hubo algo que, salvo el día, la fuerza de voluntad para romper los prejuicios con las que siempre las han medido. “Es que la montaña no discrimina”, dice Elena al preguntarle las razones por las que escala.
Allá, arriba, todo queda en sus justas proporciones, ni el dinero, ni la fama y mucho menos el color de piel logra conquistar una cumbre. El esfuerzo físico y el equipo fueron muy importantes, pero la determinación para demoler siglos de estar invisibilizadas fue determinante.
En La Canaleta, a más de 6.600 metros de altura y siendo casi las tres de la tarde, el equipo, liderado por dos guías argentinos, estaba considerando regresar al campamento Refugio Berlín. Dora Magueño había tenido que regresar, de abandonar su sueño del Aconcagua y lo hizo en medio del llanto.
Mientras el poderoso viento del verano austral golpeaba los rostros de las escaladoras, la fuerza de sus antepasadas estaba tan cerca de ellas que esos 300 metros cayeron por la voluntad invisible de la reivindicación que ese día lucía polleras y blusas multicolores. Ana Lía y Elena en medio del abrazo en el techo de América estaban, sin saberlo, morando en la montaña.
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