Martha Galeano, Matilde Acevedo y Marlén Gaitán no comparten el mismo lugar de nacimiento, pero sí una amistad forjada en las adversidades de la vida. En un tejido único que entrelaza historias de colegio y vecindad. Juntas conforman «Las Caprichosas».
En las entrañas de la Amazonía colombiana, en el departamento del Guaviare, donde la selva y los ríos susurran historias milenarias, se encuentra El Capricho. Este territorio queda a dos horas desde San José del Guaviare y se debe transitar una vía no pavimentada que está delimitada por la línea imaginaria de la serranía La Lindosa.
Al adentrarse al corregimiento, el cartel lila con la inscripción “Las Caprichosas: Delicias del Bosque” salta a la vista, en este paraje, hacen fila quienes quieren hacer la compra de los helados, los jugos, las tortas, y también quienes tienen interés en saber la particular historia.
Como si no fuera suficiente, en el caminar de las seis cuadras se escuchan los susurros, “ay, mira las Caprichosas”, estos vienen acompañados con saludos y a veces con preguntas ¿cómo va con las galletas?, ¿y las tortas?, tan efímera conversación termina con la promesa de visitar pronto el local.
El perímetro de El Capricho no supera los 600 metros de lado a lado, y la población no sobrepasa los 2.000 habitantes. Entre ellos y ellas, destacan tres mujeres que habitan el territorio con una visión orientada hacia la forestación y transformación de los frutos amazónicos.
Marlén
Marlén Gaitán, atribuye sus conocimientos sobre los frutos a sus padres, “no sé quién les diría a ellos que la palma de seje era de comer, y que mucha pepa que había en el monte era de comer”.
Cuando los Gaitán originarios de Boyacá llegan al territorio, no hallan lo que hoy en día se conoce como una fuente primordial de ingresos en el Guaviare, es decir, la ganadería. Sin embargo, sí se encuentran con plátano y yuca, y la oportunidad de cultivar a partir de sus saberes.
El Guaviare fue testigo del primer llanto de Marlén, de sus primeros pasos, de los conocimientos y las experiencias que fue adquiriendo día a día, sobre todo de su resiliencia.
Cuando habla de su vida personal sus facciones se endurecen, su ceño forma una grieta entre ceja y ceja, pequeñas gotas se asoman en sus ojos, intenta disimular ladeando su mirada. Aun así, las lágrimas la embargan y su respiración delata las fibras que han sido removidas. “He tenido una vida dura”, es la única frase que logra articular. Después agrega “Yo sufrí mucho con ellos” en referencia a los desafíos enfrentados de la mano de sus cuatro hijos, tres de ellos hombres, y una mujer.
Trabajó en la tierra que su padre le prestó y también en un restaurante durante muchos años. Junto con su hermana, ahorraron y compraron 40 hectáreas, que luego se dividieron entre ambas. En este terreno comenzó a talar la mayoría de los árboles, pero llegó un momento en el que comenzó a cuestionarse. “Si necesito un palo, ¿dónde voy a conseguirlo yo?”. Es por eso por lo que se reservó al menos diez hectáreas de bosque, decisión que luego habría de permitirle participar en proyectos de forestería.
Cree fielmente que ella como mujer tiene la capacidad de administrar el dinero y las tierras. Considera que este ha sido un espacio históricamente de los hombres y esposos, en donde no tenía ni opción, ni decisión. “Todo lo hacía el marido y uno nada, uno no podía ir a una reunión”.
En cada proyecto que surge es ella quizá la más entusiasmada, se compromete a donde “haya que ir o a lo que haya que hacer”, porque considera que participar en esos espacios le permite aprender y evitar quedarse atrás.
Dentro de sus propósitos inmediatos está retomar la propiedad que su madre al morir le heredó, para que, en este caso, pueda generar un proceso de turismo, siembra de yuca y plátano. “No necesito riqueza ni nada, desde que tenga salud y pueda estar ahí en mi pedacito de tierra que mi madre me dejó”.
Entre Marlén y Matilde hay una amistad que ha perdurado década a década, un cariño que dio inicio en su etapa escolar y continúa reforzándose en cada proceso del proyecto.
Matilde
Al preguntarle a Matilde sobre su vida ella responde “yo creo que ninguna vida es fácil ¿no? A todos nos ha tocado duro”.
Matilde es nacida en Puerto Asís, aunque no recuerda mucho del lugar. Desde muy pequeña está familiarizada con los territorios del Meta y Guaviare. A los 17 años se enfrentó al duelo de perder a su padre por un conflicto de una tierra que había comprado en el Meta, la cual tenía varios dueños, algunos de ellos le advirtieron que debía retirarse. «Él no se retiraba de ahí porque él había comprado eso, que eso era de él…». Las palabras resonaban en su mente una y otra vez, como un eco que parecía sentir impotencia por la terquedad de su padre.
Su madre quien se había dedicado a la cocina y al cuidado de los hijos se vio desorientada en el Guaviare cuando su esposo no volvió, lo que la llevó a vender las tierras a un precio por debajo de lo razonable, dejándola prácticamente sin recursos y enfrentando necesidades. En aquel momento, Matilde residía en Guamal, Meta, donde ya había establecido su hogar.
La situación económica con el tiempo en el municipio se complicó, por lo que, al saber que la coca se estaba dando, decidió emigrar junto a sus tres hijos a un territorio que para ella no era nada desconocido, el Guaviare, “supuestamente para mejorar la economía”, recuerda.
Este momento fue esencial en el propósito de la vida de Matilde, porque es ahí cuando se reencuentra con el conocimiento de la naturaleza y siente que se cometió un error en el marco de la producción de pasta de coca. “La idea es ahora enmendar todo ese daño que tanto le hemos hecho a la naturaleza y a nosotros mismos y tratar de transformar para bien lo poco que nos queda”.
Según Matilde, cuando llega la erradicación voluntaria y sustitución de cultivos, las personas se quejaban bajo el argumento de que esa tierra no produce nada “¿Qué va a producir si es que está totalmente intoxicada?” resultado de los químicos utilizados para transformar la coca.
Aprendió de los tratamientos de los frutos amazónicos gracias a los biólogos que llegaron a través del proyecto de la Forestería Comunitaria Diversificada. Dejando atrás la idea de procesar y transformar la pasta de coca como la fuente única de ingresos.
Matilde, Marlén y Martha Galeano comparten anécdotas e historias de vecindario, también desafíos de trabajo.
Martha
Recién llegada al Guaviare, Martha se maravillaba con la hermosura de los caños, y la naturaleza, en la actualidad, cuando visita estos mismos lugares, se da cuenta del daño causado a través del tiempo.
Entre el decaimiento de la venta de la pasta coca y la búsqueda de la sustentabilidad colectiva, Martha como representante legal y en compañía de otras 30 mujeres, crean la Asociación de Familias Productoras del Capricho Guaviare -ASOFAPROCAGUA-, para buscar recursos de manera asociada, lo que desconocían era que ese camino les tomaría tiempo.
En 2018 las puertas que una vez permanecieron firmemente cerradas, ahora se deslizan para ser transitadas, gracias a la llegada del proyecto Forestería Comunitaria Diversificada.
Comenta que ahora se están saturando de trabajo, y de capacitaciones, que esto, aunque es bueno, la lleva a tener que distribuir su tiempo entre ser ama de casa, madre, la representante legal de la Asociación y estar en Las Caprichosas. En ocasiones ha sentido que es desgastante y que ha dejado responsabilidades de lado, puesto que si debe trasladarse a la ciudad a una capacitación, tiene que dejar a sus hijos encargados ya sea con una compañera o vecina.
Ahora bien, destaca que encuentra consuelo y fortaleza en la solidaridad y apoyo inquebrantable de sus compañeras, quienes juntas enfrentan los desafíos que la vida les presenta.
Si a Galeano le dieran la opción de decidir nuevamente entre ser lideresa o no, ella sin duda volvería a levantar la mano al unísono de un “sí”. Son muy pocas las cosas a las que ella les dice “no”. “Me gusta el tema de trabajar en comunidad, me gustan las cosas que sean equitativas, me gusta la transparencia, es algo que me nace del corazón”.
Piensa que las mujeres son más dedicadas, que no se dan por vencidas aun cuando las desigualdades digan lo contrario. “Para nosotras no hay noche, no hay día, no hay nada, con tal de lograrlo” dice mientras trata de disimular el asomo de las lágrimas con la particular risa que la identifica.
Anhela ver cómo con el paso del tiempo el territorio se reforesta cada vez más. Aspira a obtener mayores utilidades del trabajo que realizan con la esperanza de poder subsistir de ello algún día.
Su objetivo es dedicarse plenamente a este proyecto y trabajar incansablemente para llevarlo lo más lejos posible y que algún día pueda ver a las y los hijos de todas las integrantes liderar este proceso, “ya que no tenemos dinero suficiente para llevarlos a una universidad”, dice con voz melancólica.
Las Caprichosas
Las Caprichosas, es el nombre con el que se les conoce, o más bien, como las personas las llaman gracias al impronunciable nombre de la asociación.
Para universidades, organizaciones y periodistas, es imposible escuchar sobre ellas y no preguntarse “quiénes son las caprichosas”, es por esto que, estos últimos llegan con cámaras, micrófonos y preguntas sobre la labor que realizan en el territorio, pero también de sus vidas personales. Martha jamás se imaginó estar frente a una cámara.
El nombre del local es parte del sueño de Martha, quien siempre quiso ponerle “Delicias del Bosque” y lo unió con el particular nombre, “Las Caprichosas”. Al día de hoy llevan más de un año con esta iniciativa, de ofrecer a todo aquel que transite por el corregimiento la oportunidad de disfrutar de los frutos del bosque, y a su vez enseñar la importancia de cuidar la amazonía.
Marlén, con su energía y su profundo conocimiento del territorio, fue quien inspiró a Martha y Matilde a aventurarse en este nuevo proyecto de superalimento. Con la habilidad de transformar el seje, el producto estrella de la región. En la gestión del emprendimiento, “todas deben saber lo mismo” dice Marlén, “los boles, las galletas, las tortas, los helados”.
Matilde cuenta que su hijo de nueve años, Santiago, está emocionado en hacer parte de la elaboración de las galletas y las tortas, que ella a veces en medio del estrés del proceso le dice que “no toque, o que no haga”. Pero así mismo cree que también hay que dejarlos que experimenten, o como ella dice, “dejarlos que hagan diabluras para que aprendan”.
Para las Caprichosas un gran apoyo por parte de la comunidad es que vengan a comprar los productos, porque durante el proceso de compra, “les decimos de qué palmita es” como una manera de cumplir con la misión que desde el inicio se plantearon la cual es enseñarles a las personas que no talen más la Amazonía.
Estas mujeres lideresas, madres y campesinas no solo contribuyen a la paz, sino que también navegan entre la incertidumbre y la esperanza en su lucha por la supervivencia en medio del conflicto. Han derribado barreras y han allanado el camino para que surjan otras iniciativas, ya sea en esta región u en otra. Las Caprichosas transmiten un mensaje de resistencia, resiliencia y amor. Aunque el camino hacia adelante no esté completamente claro, esta historia ha abierto la puerta, mostrando así distintos estilos y formas de habitar los territorios.