La Rosa marchita del Catatumbo

En diciembre del 2005 estuve en un sector del Catatumbo, en Norte de Santander. Fui con un grupo de estudiantes de una Universidad regida por una congregación religiosa. La idea era celebrar la novena con la comunidad, así como reunir al pueblo en torno a unos actos culturales. El municipio carece de muchas cosas, pero como es propio en Colombia, no carece de un templo.

Trabajábamos durante las mañanas en la planeación de las actividades de la tarde.  Una de esas jornadas llegó al templo una mujer desnuda y con su cuerpo golpeado. Tendría la edad que en ese entonces tendría mi madre: unos cuarenta y cinco años. Nadie hizo nada, todos quedamos inmovilizados. Tan solo el cura se acercó a ella y le dijo, “vamos Rosa y te doy algo para que te pongas”.

El silencio fue de espanto y de incredulidad, ninguno de nosotros se atrevió a decir nada. La gran mayoría de quienes visitamos el pueblo éramos del centro del país y de lugares en donde la violencia es la de seres humanos que no dejan de engañarse, ni de atormentarse por trivialidades. Ninguno conocía de primera mano la violencia del conflicto colombiano, pues todo parecía más una serie de acción presentada al medio día por los noticieros del país para mantener sujeta a la audiencia.

El día transcurrió con aparente normalidad, aun así, estoy seguro de que todos estuvimos pensando en la escena de la mañana y esperábamos que llegara la noche para la evaluación del día y así, poder preguntarle al párroco por la situación que presenciamos más temprano.

Un valiente se arriesgó y preguntó. El religioso se quedó un rato en silencio, creo que se aterraba de nuestra ingenuidad, de nuestro desconocimiento del país en el que vivíamos. Nosotros sí sabíamos que el Catatumbo era un territorio en disputa, en constante conflicto, creo que lo sabíamos como cuando se tiene un dato ingenuamente, no como cuando ese dato llega a ser comprendido y hay algo dentro de uno que se sacude y se reacomoda para siempre.

El sacerdote nos contó que a Rosa los paramilitares le habían desaparecido a su hijo, quien supuestamente ayudaba a la guerrilla. La mujer lo buscaba por todas partes, quería encontrarlo vivo o muerto, pero encontrarlo. Gente que tenía acercamiento con las autodefensas empezó a decirle que su hijo estaba enterrado en cierto lugar en medio de la selva. Ella corría a buscar una pala para cavar y hallar a su hijo, pero nunca lo encontró. Sin embargo, le seguían llegando mensajes de que su hijo estaba en un lugar o en el otro, y Rosa solamente lo buscaba con ahínco y desespero.

Sus hábitos cambiaron, su vida se transformó. Ya no dormía en su casa, sino en cualquier parte del pequeño pueblo o en cualquier parte de la inmensa selva. Vivía de la caridad, de lo que la gente le diera para comer. Eran sus familiares y sus amigos los que la bañaban e intentaban que Rosa volviera a la vida “normal”, como si fuera posible volver atrás, como si no hubiese sucedido nada, como si una parte de ella no se hubiera muerto.

Poco a poco Rosa se convirtió en la “loca del pueblo”. Tal vez los habitantes de este territorio, como gran parte de las y los colombianos, hemos normalizado la violencia, la hemos convertido en parte de nuestro paisaje, o tal vez vivimos tan adormecidos que no nos damos cuenta de que los muertos son reales y que hay millones de personas cuya vida se redujo al cementerio.

No sé qué sea más trágico en todo esto que narro, porque creo que hasta acá todo nos parece espantoso, tenebroso, pero hay más; es posible llegar al fondo de lo miserable: cuando los paramilitares se emborrachaban y querían sacar a relucir su hombría, buscaban a Rosa, la llevaban a su carnaval diabólico, la violaban y la golpeaban y, cuando se cansaban, la dejaban desnuda por ahí, para que todo el mundo la viera y no olvidara lo que le sucede a los ayudantes de la guerrilla.

Esa noche, después del relato del cura, no pude dormir. No podía creer que esto pasara en Colombia, que no hubiese límite para la maldad y para el horror. Hoy, después de quince años, sigo pensando lo mismo, recuerdo a Rosa, pienso en todas las mujeres en Colombia a quienes se les arrebató lo más sagrado: sus hijos, sus historias, su cordura, su vida. Todo para una guerra que ellas no decidieron, sino para una guerra entre machos, una guerra por tierras, por conquistar, colonizar, por sembrar miedo y terror, y por seguir usando el cuerpo de las mujeres como insignias de los hombres en la guerra.

También pienso en cómo la mujer en Colombia no es vista por el hombre de la guerra siquiera como un ser humano, o como un adversario, sino como un instrumento, pues a Rosa la usaron para ofender al otro bando, para sembrar pánico. ¿Cuántas Rosas tiene nuestro país? ¿A cuántas Rosas la vida se les convierte en un viacrucis malévolo en la búsqueda de los restos de sus hijos o en búsqueda de la verdad? ¿Cuántas Rosas se ven obligadas a perdonar lo imperdonable y lo imprescriptible? Y peor aún, ¿qué estamos haciendo para que nunca más nadie vuelva a sufrir lo vivido por Rosa?

 

*Opinión y responsabilidad del autor de la columna, más no de El Cuarto Mosquetero, medio de comunicación alternativo y popular que se propone servir a las comunidades y movimientos sociales en el Meta y Colombia.

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