Entre agudas trochas, levantando polvarera, con el stereo a lo que da con canciones del Charrito Negro, Omar Daniel, va saliendo una “mula” del Meta por Puerto Gaitán para ir selva adentro al Vichada. En su camino observa las cruces en los laterales de la vía, se le humedecen los ojos y por un momento se le pierde la mirada, el parabrisas se convierte de pronto en una pantalla de cine que proyecta esos recuerdos felices, nostálgicos, lacerantes. Para suerte de Omar Daniel, un marrano atravesado le obliga a pegar un frenazo, pues de seguir con la mirada perdida, habría terminado al fondo de un barranco que está en una curva a menos de medio kilómetro.

Respira profundo, afloja el agarre del volante, le duelen los dedos, en la frenada se había aferrado a él como si de eso dependiera su vida. A su alrededor todo está tranquilo, no se ven más vehículos y una que otra ventisca apacigua el silencio helado del paisaje verdoso. Omar Daniel recuerda de nuevo; su amigo, su compañero de toda la vida, sus charlas de camiones, de motores, de mujeres y cerveza, sus noches de bares, guaro y prostitutas, el apoyo mutuo en despechos y escasez de plata, los viajes en los que él le acompañaba de ayudante, el balazo que apagó su vida en uno de sus recorridos.

Entre camioneros se había vuelto ley poner cruces de cemento a los lados de la vía por cada compañero asesinado por la guerra eterna del país, al amigo de Omar Daniel lo habían matado los ‘paracos’, o eso le había dicho el dueño de la finca donde ocurrió la desgracia.

Ese día fatídico, Omar Daniel y su amigo ingresaron a una finca para recoger un cargamento de limón Tahití, al bajar del camión, la parálisis les invadió cuando vieron la escena que parecía sacada de película de terror. Envuelto con cadenas a un árbol, un joven de no menos de 20 años, gritaba de dolor y rogaba que le matasen, sus moretones y las múltiples cortadas en su cuerpo evidenciaban el tiempo de tortura que ya llevaba, destazado y sin esperanza, el joven anhelaba que su sufrimiento acabara.

Frente a él, dos hombres morenos, macizos y con uniformes camuflados, sostenían machetes y los batían mientras reían a carcajadas, el filo rasgaba con frecuencia la piel del torturado que a sus pies tenía ya un charco de sangre. Su respiro final se dio antes de ser degollado, el líquido escarlata brotaba de herida en cascada y Omar Daniel y su amigo, habiendo presenciado tal carnicería, se doblaron para vomitar el desayuno y parte del almuerzo.

Los uniformados que hasta entonces no habían notado la presencia de los espectadores, lanzaron sus machetes sobre el pastizal y posaron una mirada acusadora sobre ellos, ambos pusieron las manos sobre el estuche de las armas que colgaban de sus caderas. Omar Daniel y su amigo dejaron de respirar.

– Todo bien, no nos pele, nosotros no vamos a decir nada.- Pidió Omar Daniel con el pulso acelerado y las manos heladas.- ¿Quién nos lo garantiza? – Cuestionó uno de ellos.

– Se lo juramos, créame que no nos vamos a hacer matar por andar de sapos. -Esta vez rogó entre sollozos el amigo de Omar Daniel.

– Listo, pero ábranse ya antes de que nos arrepintamos.

Con extrema rapidez, Omar Daniel y su amigo subieron al camión, el vehículo no encendía, la desesperación les carcomía. “Ole”, escucharon decir ambos antes del sonido ensordecedor, una mano asomada en la ventana sostenía el arma que le propinó al amigo de Omar Daniel una bala en el cráneo. “Eso le puede pasar si se pone de sapo, ahora lárguese de una vez si no quiere acompañar a su amigo”, advirtió uno de los uniformados mientras guardaba el arma. Pasmado y tratando de contener el llanto, Omar Daniel intentó nuevamente encender el camión y para su suerte, funcionó.

Logró salir con vida de tal pesadilla, pero aún se pregunta el porqué se le permitió vivir, porqué no fue él en vez de su amigo, porqué destazaron a aquel joven, porqué tuvo que sufrir en medio de una guerra que no le corresponde, una guerra que nunca le importó y que jamás pensó vivir en carne propia.

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