Corre, cuéntale al mundo

El joven cantautor Juan C. Calvo es retratado en un perfil escrito por el periodista José Vargas, quien revela las herencias ocultas que un artista puede cargar y que pueden pesar un siglo. Entre la música y la medicina, entre cantar y componer, está el designio de esta joven promesa.

Con tan solo nueve años el insigne maestro Luis Antonio Calvo quedó abandonado por su padre, el hombre se fue de su vida para nunca más volver o para nunca permanecer en los recuerdos de aquel niño que andaría un camino pedregoso, pero llena de logros artísticos como pocos en la Colombia de la época.  Los azares de la vida hicieron que su madre y su hermana, Florinda, terminaran radicados en Tunja, Boyacá, ciudad que le haría bastante bien a los bríos musicales del niño. El pequeño Luis Antonio consiguió empleo como mensajero de la tienda de Pedro León Gómez, un hombre curtido, amante del piano y quien iniciaría a su nuevo empleado en aquel instrumento que graduaría como gran músico al menor de los Calvo.

Los tropiezos del aprendiz de músico fueron constantes, fue platillero en la banda departamental de Boyacá, también tocó el bombo y terminó interpretando el bombardino; con aquel trabajo el pan no alcanzaba y las necesidades de la familia iban en aumento. Aprendió a tocar el violín y se adentró en el mundo del piano con una prolijidad digna de un genio. Para esos días de muchas ansias y hambre, compuso su primera obra, Livia, una pieza inigualable por su belleza armónica. Decidido a buscarse una mejor vida, se fue con su madre y hermana a Bogotá, allí ingreso al Ejército y de inmediato se presentó en la banda de la institución. Ganaba 50 pesos, pero por los enredos de la vida, le bajaron el salario y su grado militar.

 

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Años después recuperó su graduación y gracias a su genialidad, fue invitado a ingresar en la Academia Musical de Bogotá, fue allí donde conoció a su maestro, Guillermo Uribe Holguín. De ahí en adelante, la vida de Luis Antonio fue solo éxitos. Estudió diversas escuelas y estilos musicales, se adentró en los vericuetos de la composición y cuando cayó enfermo de lepra, siendo recluido en Agua de Dios, se dedicó por completo al piano y compuso sus mayores obras. La historia de Luis Antonio Calvo me la cuenta muy entusiastamente un joven médico de 24 años que ama la guitarra, compone canciones, canta y escribe poesía. La charla se da en Villavicencio mientras el calor de febrero calienta sin piedad, haciendo sentir que las vísceras se cocinan y la sangre hierve.

Juan C Calvo Abaunza culminó sus estudios de medicina en Villavicencio, ciudad a la que llegó cuando tenía 17 años proveniente de Tunja, Boyacá. La charla que pasó de lo asombroso de la historia de su familiar lejano, Luis Antonio, fue ingresando al espacio de su vida personal y de las decisiones que tomó para iniciarse en el camino de la música. Tras una breve pausa en la que descendió por su garganta un sorbo de cerveza fría, los ojos de Juan C se volvieron a poner estelares cuando recordó sus años en el colegio Nuestra Señora del Rosario en la capital de Boyacá.

 

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Cerca a un árbol que coronaba el patio de juegos del colegio, estaba un niño con una guitarra que cubría buena parte de su cuerpo, pero que con habilidad admirable tocaba el instrumento llamando la atención de Juan C., quien por primera vez vio a su entrañable guitarra que lo iba a acompañar por el resto de su vida. Aquel muchacho se llamaba David Morales, desde ese momento en el que cruzaron miradas se hicieron amigos, pasaban los descansos cantando y llegaban tarde a clases por andar sumergidos en los primeros acordes que lanzó Juan C en su vida. Su amigo David se convirtió en su primer maestro, en un guía con poca experiencia, pero al fin y al cabo en un referente.

Con la guitarra a cuestas enamoró a muchas compañeras de clases, cantó en las semanas culturales y participó en concursos locales representando a su colegio. Juan C. y su amigo se volvieron inseparables, hasta que el tiempo los fue alejando, pero dejando en sus memorias las tardes en las que cantaban canciones de Andrés Cepeda; Héroes del silencio; The Mills; Los de Adentro y Don Tetto. En ese momento sonríe, empieza a cantar una canción que la trae de sus recuerdos juveniles, con sus ojos café y poniendo la mirada asiática, de un momento a otro sube su voz y canta, “corre, cuéntale al mundo que te arruiné en un segundo, sobran las palabras, me odia, me ama”.

Su risa no es muy sonora, pero el rostro se le hace luces cuando habla de su amigo David, me demuestra con su mirada perdida en algún punto, que quisiera volver a hablar con él, escucharlo y cantar juntos, pero ni las redes sociales ni la tecnología le han devuelto a su amigo que debe estar en alguna parte cantando. Eso es seguro. Con entusiasmo me cuenta que una tarde David le prestó su guitarra o, mejor dicho, era como un regalo ya que nunca le volvió a pedir el instrumento. Desde ese día pasó tanto tiempo cantando, que olvidó sus deberes desatando el cólera en su madre, y en una discusión a rabiar, ella perdió los estribos y de un solo golpe partió el mástil de la guitarra. Fue el castigo más tremendo que ha soportado en la vida.

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Con solo escucharlo se percibe que la música vibra en su sangre, que la lleva puesta y que es algo que no se puede quitar así tan fácil. Me cuenta que sus abuelos maternos fueron profesores de primaria y que ambos compartían en común el gusto por la guitarra, por la poesía, por el teatro y la música colombiana. Luego están sus padres, quienes también le heredaron el gusto por las letras y la música. En menos de cinco minutos habló tanto de música, que la sonrisa apagada luego de la anécdota del mástil partido, regresa cuando recuerda el día que volvió a tener una guitarra entre sus manos.

Tras un trago largo de cerveza, vuelve su mirada y retoma la conversación. En una navidad, no muy lejana, Juan C. después de devorar la cena navideña y de hasta repetir, al muchacho lo llaman porque en familia habían empezado a destapar los regalos; un tío entregó como obsequio instrumentos musicales, uno de ellos es para el joven que había perdido su guitarra acústica tras la bronca con su madre. Su regalo es una guitarra eléctrica y desde ese momento reviven sus ilusiones en la música.

Perfeccionó su técnica con el instrumento eléctrico y no en una acústica como es debido, pero a él esa situación poco o nada le importó, su camino se había vuelto a enderezar y sentía por primera vez que lo suyo era realmente ser músico, cantante, guitarrista, compositor o lo que fuera. Hasta ese momento por su cabeza no pasaba el ser médico, arquitecto, abogado o cualquier cosa diferente a la música.

Su vida siempre ha estado marcada por personas que llegan a su vida o que lo han influido por herencia, como Luis Antonio Calvo, el gran músico colombiano, luego la de sus abuelos, sus padres, David Morales, su tío con su nueva guitarra y hasta un cabo del Ejército. Después de unos breves años en el colegio Nuestra Señora del Rosario, se va a estudiar al colegio Militar Coronel Juan José Rendón; en donde repetía las rutinas de pasar horas y horas con una guitarra acústica, en este caso con la de su primo quien también estudiaba en la misma institución. Fue en ese momento de nuestra conversación cuando utilizó la palabra “enamoradísimo” de la guitarra para referirse al buen momento por el que estaba pasando, por lo sueños que se tejían en su mente y por las enseñanzas que estaba recibiendo de uno de sus maestros, un cabo que lo acompañó por varios años y le dejó grandes enseñanzas.

El calor de la tarde empieza a ceder, pero los ánimos de Juan C, Calvo están más vivos que nunca. Es una persona serena, pero con bríos, atento, que no deja nada al azar, con una voz tranquila, pero firme. La persona que tengo al frente es noble, así como tenaz. Se vuelve a sumergir en sus pensamientos y la sonrisa regresa, me dice algo como “imagínate que”, para contarme una nueva experiencia. No se sabrá nunca porqué sus padres lo hicieron de esa manera o si fue el sentimiento de culpa de su madre por la guitarra destrozada, pero cierto día ambos le dijeron a su hijo que tenían un ahijado y que iba a recibir clases de música. De tal manera habían decidido regalarle una guitarra, por lo que Juan C era el indicado para escogerla. Se fueron a la tienda y con bastante extrañeza el muchacho escogió la más bonita. “Imagínate, mis padres nunca me habían regalado una guitarra, y ahora le iban a dar una a un desconocido”. Pagaron por el instrumento y los tres se fueron en su carro, tras un tiempo que pasó casi en silencio, su padre confesó y le dijo a su hijo que estaba tan extrañado como enojado, que aquella guitarra era en realidad para él.

Yo no lo podía creer, era la primera guitarra comprada por mis padres, era como si me estuvieran diciendo que fuera músico o algo así”. La emoción regresa a sus palabras, se agita y bebe otro trago de cerveza, esta vez menos largo que el anterior. Pasa sus manos por su cabello negro y algo ondulado, se ajusta sus lentes redondos y grandes y vuelve a la historia de su vida. Se graduó del colegio Andino de Tunja, allí conoció Lina Fernanda Uscátegui, una especie de primer amor, le dio serenatas, le dedicó canciones y la recuerda de forma entrañable. Allí también conoció a Andrés Arias y Daniel Atará, compañeros de clase y de tertulias musicales; ambos tocaban la guitarra. Solo hacían música instrumental y se presentaban en los días de la madre, de la mujer o en actividades culturales del colegio. En ocasiones recordaba aquella canción que lo dejó marcado para toda su vida: corre, cuéntale al mundo.

En la universidad integró la banda Tropi Pop, lo hizo interpretando la guitarra acústica, ganaron concursos locales, se presentaron en el Ascun del año 2015 y fueron un éxito en los regionales de Bucaramanga obteniendo el primer lugar. Ya para la edición nacional quedaron de segundo, pero la experiencia fue enriquecedora para todo el grupo.

En el 2019 toma la decisión de volverse cantautor, había pasado años entrenando su técnica en la guitarra, pero el campo de componer y de cantar sus propias canciones no lo había explorado. Hace una pausa en su narración y sus ojos se ponen aguados, toma una bocanada de aire y empieza a contarme la historia de su perro Freud. El animal había enfermado, era viejo y había sido la compañía de Juan C, cuando él tocaba su guitarra el animal se acostaba en el estuche y se queda ahí por horas viendo a su amigo humano cantar. La enfermedad fue deteriorando al perro, hasta que justo antes de su muerte, Juan C le compuso una canción que tituló carne y hueso, un recital poderoso a la perdida.

En el momento del entierro de su fiel amigo canino, Juan C. acompañado de toda su familia cantó su primera canción compuesta por él, lo hizo en medio de lágrimas, pero con la alegría inmensa de haber compartido su vida con un gran amigo. Ese día juró o mejor aún, corrió a decirle al mundo que sería un gran artista. El sol, que ya no estaba tan intenso como en las primeras horas de la tarde, se estaba adentrando tras las montañas, y el cielo arrebolado de un día de verano en Villavicencio caía, mientras que Juan C. Calvo con la gratitud desmedida me despedía con un apretón de manos.

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