Autorretrato de cuarentena

En esta epoca de cuarentena, es díficil no verse al espejo y autoreflexionarse, pero sobre todo, ponerse en la balanza del desespero y la calma, para poder verse con claridad. Se tiene tanto tiempo para meditar o enloqueserce, que en medio del ejercicio obligatorio de pensarse, como último recurso al aburrimiento, terminan socavando en el interior, diversas ideas y sentires que pueden abrazar a la sinceridad de aceptarnos, en medio de la ezquizofrenia colectiva e individual.

A continuación hice el ejercicio, con franqueza y un toque de ingenuidad, el verme con los ojos que necesito y que no me he permitido, para no caer en la locura de estar encerrada conmigo misma, en un lugar que con el pasar de los días ya me escupe. Es hasta terapeutico y sanador escribirse a sí mismos/as y abrazarse, entre el caos y el amor. Una recomendación de choque para cualquiera.

Esta persona, que en sus facciones más singulares permite ver una gran simpatía y confianza, con su cabello mitad azul, una mezcla entre mar y algas, y violeta, de todos sus sentires agudos; medianamente alta, con un caminar constante, pero una forma de correr extraña, en realidad es como la mórbida novela «Diario de una desintoxicación” de Jean Cocteau. Soy como un opio, para sí misma. Vivo rodeada de mis constantes evoluciones que reconfiguran la realidad. No sé describirme porque no he aprendido a conocerme, mas sí a nacer de nuevo, desde un sistema que forja un carácter de a golpe. Poseo unos labios preciosos, así se sienten cada vez al verme al espejo, o después de un beso que forja y devuelve el aliento; pero también, son unos labios que han maldecido, al borde de la locura, sin comprensión alguna del presente o del futuro. Soy arte, cada vez que veo al mundo y lo transformo con mis manos, al inmortalizar las imágenes que arden, al mismo tiempo en que me resignifico con él, a gatas, bailando, padeciendo, haciéndolo para salvarme.

Gran característica de mi personalidad han sido las penas y las angustias. Poseo siete vidas como los gatos, aunque con dos de desventaja tras los intentos de desvanecerlas. Soy una persona que vive en un límite constante, alucino paulatinamente y no es por gusto. Esos ojos que ves, grandes, curiosos, son testigos de un llanto infinito y un pánico que no se desvanece, pero es compasivo. Aprendí a vivir con mis males, a divertirme con ellos. No puedo pretender contar algo que oscile entre la felicidad y la euforia, porque sería igual de comparable a la irrealidad con la que vivo la mitad de la semana.

Tengo un cuerpo impredecible, me ataca la mayoría del tiempo, me subyuga, me hace decir en forma susurrada ‘no más’, aun así me permite amarlo tras sus imperfecciones. Soy una fábrica de LSD, un mal viaje constante, a veces una simulación, una imitación natural; soy mi propia droga. Me abrazo todo el tiempo, tengo la capacidad de calmarme y aterrizarme, así el proceso lleve horas, días de sueño en coma, de no querer despertar, o un insomnio paulatino. Soy una prueba viviente de que el mal existe, una sorpresa deslumbrante de ello, aun así, tras la tragedia y la miseria, puedo decir con gran certeza, que en esos ojos, ese cuerpo y esas manos que describo, quiero volver a nacer, volver a encapsularme, pues he sido la mejor experiencia de mi vida.

 

*Opinión y responsabilidad del autor de la columna, más no de El Cuarto Mosquetero, medio de comunicación alternativo y popular que se propone servir a las comunidades y movimientos sociales en el Meta y Colombia.

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