Vemos la luz en el inicio, incluso con los ojos cerrados. La vida se nos revela como una película a veinticuatro cuadros por segundo, sin tener conciencia de dónde estamos y para qué estamos aquí. Y esa sucesión de tiempo avanza de forma irreductible, entre la tragicomedia que los demás componen y representan como una canción a donde llegamos buscando ser.
En cualquier pueblo del mundo, enclavado en las montañas de los Andes, en tierra de café y música; nace una niña, y con ella un sueño.
Ese pueblo es una comarca de calles atestadas de gentes que buscan la vida y la comida, el sexo y el disfrute, el salario y el mercado; sobreviviendo antes de la era digital en una película a treinta cuadros por segundo; condiciones de las gentes simples que como cantó Don Antonio Machado
“Son buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan,
y en un día como tantos,
descansan bajo la tierra”.
La niña en mención nace y crece como tantos, y como tantos, camina las calles de ese pueblo que la vio llegar al mundo. Crece y ríe, se enamora y ríe, llora y ríe, se desenamora y ríe, se cae, se levanta; y ríe.
La vida es una canción y una metáfora del cosmos. Es poesía y música, es un sueño. Para soñar es necesario tener un alma grande y fuerte; pero para hacerlo realidad es necesario ser valiente. Allí se pasa de ser simple a ser canto, a ser música, a ser una metáfora de lo sublime. Y “con las metáforas no se juega – como lo dijo Milán Kundera -, de una metáfora puede nacer el amor”.
Un día cualquiera, en medio de las reuniones con amigos, al calor de una cerveza, sentados en un parque, puede tomar fuerza un sueño. Pero este debe verse como una película a veinticuatro cuadros por segundo y no a treinta, porque el mismo está enmarcado en el romanticismo. Sin esta condición, el sueño no tiene la misma trascendencia, porque no hace parte del vértigo del consumo y de la modernidad, sino antes bien, hace parte de la profundidad del compartir, de la amistad, de la capacidad de ser para uno y con otros, del amor. El sueño necesariamente tiene que ver con la música y con la felicidad, con dar y recibir; y puede ser un bar. Para que haga parte de esa cinta de lo romántico y lo inefable, de esa caja negra de lo onírico, debe ser de rock.
Bares hay tantos alrededor del mundo: oscuros, marginales, lumpescos; o bien, llenos de luces de neón y carcajadas, de ropas de moda y superficialidad. Pero cuando un bar es el resultado de un sueño trajinado a través de la vida, de los aciertos, los desaciertos y de los desconciertos; necesariamente tiene que tener alma, y en este caso alma de mujer.
Un dieciocho de agosto de cualquier año, el sueño se hace realidad; y se convierte en la vida misma, en metáfora y epifanía. Se convierte en arte del tiempo y el espacio. Allí se conjugan la belleza, la verdad y la bondad. Entonces, los detalles y las gentes hacen parte de ese mundo creado y recreado a partir de la existencia; de los aciertos, los desaciertos y los desconciertos. Ahora es una realidad.
Y es así que, a través de los caminos de este mundo, un hombre sin nombre y sin edad se lo encuentra; se le convierte en una revelación, y debe contar lo que ha visto.
Este sueño llega a cumplir tres años de realizarse, con la expectativa de cumplir muchos más, porque ahora abre sus alas para cobijar a muchos caminantes, para ofrecer refugio y deleite, paz y esperanza. Como todo lo concreto tiene nombre y ubicación, como todo lo soñado, es inconmensurable. Elkin Ramírez – El Titán – cantó que “todo hombre es una historia”.
Esta historia soñada y contada tiene alma de mujer, se llama Yesterday; y se encuentra en Pereira, Colombia.