Antes que nada, aquí se plasma un conjunto de relatos unificados en una historia ficticia con retazos de realidad de un país herido que necesita recordar para salir del claustro cimentado por una violencia arrasadora que dejó huellas tatuadas en víctimas y victimarios.
En un pueblo recóndito del Guaviare, esos en los que el Estado se hace el de la vista gorda, algún día del año 2010 una mujer de unos 28 años, morena, de rostro apacible, cabello oscuro recogido en una coleta y caderas voluptuosas se acercó a una joven que recién cumplía los 15 y que por cuestiones de la vida tendría que vivir sola durante una larga temporada.
La morena sería una especie de niñera para la joven y con el tiempo se convertiría en su amiga y confidente, se contarían historias de amores de colegio, de la infancia, del día a día, y pronto la mayor empezaría a desempolvar recuerdos recientes de un pasado que resultaba irreal.
La joven durante toda su vida había crecido escuchando noticias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, mejor conocidas como FARC, que en ese entonces parecían estar debilitadas por la prometida Seguridad Democrática del presidente de la época Álvaro Uribe Vélez. Ese grupo ilegal había sido siempre -y aún lo es- un tema mediático, pero entre el 2002 y el 2010, noticieros y todo tipo de prensa difundían hechos de terrorismo de esta organización: secuestro, desplazamiento forzado, asesinatos, narcotráfico y pobreza encabezaban los titulares. Con justa razón, las FARC eran descritas como el demonio sangriento ávido de poder y de riqueza. Antes de los acuerdos de paz, llegó a ser el grupo armado más poderoso de Latinoamérica.
Pero los medios poco hablaban de los que hacían parte de sus filas, de los guerrilleros como personas, de los motivos que los impulsaron a unirse a ese grupo. Porque sí, la mayoría era llevada a la fuerza, pero muchos otros iban por voluntad propia, tal como lo había decidido la morena.
— ¿Por qué se fue?
— Tuve una hija a los catorce años, mi marido me daba mala vida y yo me mamé.
— ¿Cómo le hizo para entrar?
— Yo tenía unos amigos guerrillos, les dije que quería irme con ellos y me llevaron.
— ¿No le dio tristeza dejar a su hija?
— No, yo solo quería huir de esa vida de mierda.
Las preguntas martillaban en la mente de la joven, la curiosidad le picaba y cada día hablaba más con la morena sobre ese tema, ella no se mostraba incómoda al responder, por el contrario, parecía estar a gusto narrando esos momentos de su juventud.
— Yo fui una de las que cuidó a Íngrid Betancourt cuando estuvo secuestrada — Soltó un día de la nada.
— ¿Qué les decía ella?
— Era toda cansona, nos decía que nos desmovilizáramos, que buscáramos otra salida, que no siguiéramos con la violencia…
— Cuando la liberaron, ella dijo en los noticieros que vivía muy mal, que siempre estaba amarrada, que dormía encima de unas hojas y que la comida era terrible…
— Yo dormía muy rico en esas hojas y la comida me encantaba.
La joven no mencionó nada acerca de lo inhumano que era mantener a la en ese entonces parlamentaria amarrada. Pero comprendió que para Betancourt, una política colombo-francesa acostumbrada a dormir en colchón de plumas y comer a la carta, resultaría tortuoso un cambio de rutina tan brusco, no por la sencillez del modo de vida, sino por la diferencia extrema de las rutinas. Caso incomparable para la morena que siempre se había movido entre selvas espesas, montes empinados, llanuras extensas y pequeños pueblos, viviendo de manera humilde y tratando de conseguir el sustento diario.
— Esa vieja se comía a los gringos — Continuó la mayor arrugando el entrecejo con indignación.
No fue una sorpresa para la joven, luego de la gran noticia de la Operación Jaque que fue tendencia a nivel nacional e internacional en el 2008, hubo varios rumores de relaciones íntimas entre la congresista en cautiverio desde el 2006 y los tres contratistas estadounidenses de Northrop Grumman secuestrados en 2003. Sin embargo, no podía pensar mal de la cautiva, no podía siquiera imaginar lo difícil de su situación, una vida llena de cadenas, maltrato y sufrimiento, privada de felicidad, buscando refugio efímero en el placer sexual.
— ¿Le gustaba vivir allá? — Cuestionó la menor cambiando el tema, no se sentía muy cómoda hablando de la vida sexual de Ingrid Betancourt.
— Me encantaba, yo era muy feliz, nos daban todo: comida, hospedaje y ropa. Recochábamos entre los camaradas, mirábamos las novelas, comíamos muy rico y vivíamos chévere, tranquilos en la selva.
— ¿Cuánto duró allá?
— Ocho años.
— Hartísimo… ¿Por qué se fue si vivía tan feliz?
— Por un mal de amor.
La morena contó que estando en la guerrilla, consiguió un marido, era uno de sus camaradas, vivía con él y lo amaba con locura pero allá, escudados bajo la “libertad” –qué irónicamente este grupo reprimía-, el tener relaciones sexuales con alguien que no fuera el conyugue estaba permitido y no se podía hacer un escándalo en caso de presentarse una infidelidad. “Una vez me tocó irme lejos a cavar una canaleta y aquel se quedó en el campamento, esa tarde se acostó con una zorra que luego no hacía sino echarme en cara que se había culiado a mi marido”. Su vida ideal, entre monte y aislamiento se redujo a una pena de amor que la obligó a escapar del campamento. “Me tocó correr más de dos horas sin parar porque donde me agarraran, me mataban… La deserción es la peor traición, esa no la rebajan”, la menor sintió un frío temblor atravesando su espina dorsal al pensar que ni siquiera esos con los que tantos años había convivido, le perdonarían la vida. Todos eran felices siempre y cuando no cometieran errores, siendo los militantes perfectos que daban su vida por ‘la causa’.
— ¿Cómo los castigaban cuando hacían algo indebido? — A ese punto ya la menor se imaginaba algún sistema de tortura con un tábano.
— Cada uno tenía un cuaderno y cada vez que incumplíamos una regla, nos anotaban ahí.
— ¿Y qué pasaba cuando el cuaderno se acababa?
— Nos mataban.
Esa respuesta fue suficiente para cortar la conversación, las preguntas que aún tenía se le atascaron en la garganta y para ambas no hubo más que decir.
Los días continuaron, las mujeres vivían en sus rutinas: mientras la joven pasaba las mañanas estudiando hasta pasada la 1:00 pm, la morena se dedicaba a las labores de la casa. Por la tarde la menor arribaba a su hogar y allí le esperaba su niñera. Se hacían compañía, salían a caminar, conversaban y reían.
— ¿Qué paso con su familia cuando usted se fue? — Cansada de morderse la lengua, la muchacha se atrevió a traer el tema de nuevo a colación.
— A mi hija la crió mi mamá y a mi marido casi que no me lo quito de encima — Contestó la mayor sin problema, como siempre.
— ¿Se volvió acosador?
— Si, recuerdo que una vez tuve que estar en el pueblo unos meses porque estaba haciendo un trabajo de inteligencia. Me hacía pasar por una vendedora de minutos, yo sacaba todos los días mi mesita con los celulares y me parqueaba frente a la Alcaldía para ver cuando salía y entraba un concejal que teníamos en la mira.
— ¿Qué le pasó al concejal?
Silencio absoluto. La menor sintió de nuevo ese escalofrió gélido, decidió que lo mejor era retomar el tema inicial.
— Entonces vio al papá de su hija cuando estuvo en el pueblo…
— Si, el hijueputa me la tenía montada — Respondió la exguerrillera con un deje de fastidio, como si el reciente momento de incomodidad no hubiese pasado.
— ¿Por qué?
— Una vez estábamos en un lote, me estaba pidiendo que volviera, que me extrañaba, eso no hacía sino echarme la parla, pero yo a ese man le tenía mucho asco. Del otro lado de la cerca venían unos paracos, yo estaba de civil, así que no corría peligro pero el malparido me amenazó, dijo que si no le daba un beso, me sapeaba.
— Qué embarrada… ¿Qué hizo usted?
— Pues me tocó zamparle un beso.
— Entonces se salvó.
— Menos mal, yo le conté después a mis camaradas, ellos lo secuestraron y lo llevaron al campamento donde nosotros estábamos, yo ya había terminado mi trabajo en el pueblo… Le pegaron un tiro en la cabeza, yo escuché el disparo.
De nuevo se instaló un silencio bestial.
— ¿Qué sintió en ese momento?
— Yo sentí que me pasó un escalofrió por todo el cuerpo, los compañeros me dijeron que era el espíritu de él que se estaba despidiendo.
— Los que lo mataron debieron sentirse mal con usted…
— Antes me dijeron que me habían hecho un favor — Mencionó entre risas.
Asesinar parecía ser una acción normalizada para los guerrilleros, tan común como respirar. Tan frágil resultaba la vida en un ambiente en el que se convivía con el verdugo a diario. Los principios cívicos o religiosos pasaban a un segundo plano cuando la conveniencia requería “barrer los obstáculos”. Es lo que resulta de un Gobierno al que se le ha perdido la fe, que desampara y se llena los bolsillos con el dinero del pueblo, entonces el colombiano aprende que para sobrevivir es mejor evadir la ley, torcerla o ignorarla para propósitos, en caso de lo que era antes las FARC, colectivos, justificando la abundante afluencia de sangre en un bien común.
Varias semanas pasaron, pronto los padres de la joven regresarían al pueblo, así que esos últimos días se dedicaron a realizar largas caminatas, por las tardes iban comer ensalada de frutas y después regresaban a casa.
Cuando los padres de la quinceañera regresaron, no se volvieron a ver, sus vidas tomaron rumbos separados, y el paradero de cada una resultó un enigma para la otra. A la joven le quedó una inquietud morbosa sobre la vida de la exguerrillera, todo el tiempo retuvo en la garganta el deseo de preguntar si alguna vez llegó a matar a alguien, pero muy en el fondo, sabía que la respuesta sería positiva y no quería escucharlo, prefirió quedarse con las risas, las charlas de novios y las largas caminatas por las calles.