Por: Joaco Beltran
Como Sísifo, quien fue castigado por los dioses con la ceguera y a volver a empujar constantemente una roca luego de que esta cayera desde la parte alta de una colina, así parecen ser, desde la Batalla de Boyacá, los doscientos años de historia colombiana por la justicia social y la paz.
Solo que en este caso no nos encontramos ante un personaje absurdo como sugería Albert Camus en su Mito de Sísifo, sino ante una sociedad con una sensibilidad e historia absurdas. O, al menos, eso es lo que puede verse cuando se repasa la larga lista de guerras civiles. Como en ese mito, cada una de aquellas guerras civiles fueron seguidas o precedidas de cartas constitucionales con las que se pretendían saldar los asuntos políticos, sociales o económicos que motivaban esas guerras. Cartas constitucionales que parecían cheques en blanco a favor del bando en el poder, pero a la final todas contra la población colombiana, empobrecida y excluida.
Ya en el siglo XX, si bien se mantuvo durante más de cien años la conservadora Constitución de 1886 que, valga decir, anticipó la Guerra de los Mil Días, las reformas, enmiendas y reajustes que se le hicieron durante todo ese tiempo, mantuvieron la lógica de los permanentes ajustes formales sin que a las élites les importara mucho la aplicación real en favor del respeto a los derechos de los ciudadanos y ciudadanas.
Ni qué decir con lo que ha sucedido con la casi treintañera constitución de 1991 o con lo que se trama detrás de los actuales ataques a la JEP y a todo el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación Integral y No Repetición, SIVJRNR, por no alargar el viacrucis en vísperas de semana santa.
Pero como pasa con el Mito de Sísifo de Camus, hoy también podemos ver no solo esa constante absurda que hay detrás del aparente movimiento cíclico de guerra y paz, sino los valiosos esfuerzos, las apuestas colectivas de los procesos populares que construyen vida desde la alteridad a medida que se gana en conciencia sobre la tragedia y con algún esfuerzo reconocemos que hemos avanzado poco, aunque sepamos que odiamos a la muerte y nos apasionemos por la vida.
En 1986, justo cuando se cumplieron los cien años de aquella concordataria constitución, el profesor colombiano Hernando Valencia Villa, constitucionalista, doctor en Derecho de la Universidad de Yale, publicó su libro “Cartas de Batalla. Una crítica del constitucionalismo colombiano”. Allí, en un bello párrafo referido a la estrategia del reformismo constitucional que hoy alarga nuestro absurdo Sísifo a la colombiana, sintetizó el círculo vicioso de esa perversa costumbre de hacer la guerra también desde las normas: “…la próxima enmienda a la carta [o, léase hoy “articulito”] -cualquiera que ella sea, como quiera que ella se haga, cuando quiera que ella tenga lugar – será necesaria para que el poder minoritario que nos gobierna intente legitimarse otra vez, contra toda evidencia y contra toda esperanza” (p. 45).
Y de ñapa, terminando su libro nos hace ver que “las armas han proliferado y las leyes han sido empleadas como armas. Y la herencia de los colombianos es la violencia (…) “el culto del orden, al apelar sin tregua y sin pausa al círculo vicioso del reformismo constitucional y bloquear así el acceso del pueblo y de terceras fuerzas al Estado, ha transformado a Colombia en una sociedad violenta, que recurre una y otra vez a la guerra política (lucha bipartidista, bandidismo popular, guerrilla ideológica) en busca de participación en la distribución de poder, recursos, oportunidades y responsabilidades para todos».
Tal es nuestro absurdo Sísifo