La Casa del Poeta es un espacio donde convergen el arte y la cultura en Villavicencio. Habitar este lugar le ha cambiado la vida a más de un jóven que antes se dedicaba a delinquir.
En una esquina escondida, al lado de un caño de Villavicencio, queda la Casa del Poeta. Cualquiera que pasa por ahí y no conoce, no se imagina que dentro es un espacio seguro y libre para el encuentro, la cultura. Al pasar la reja que se encuentra en la calle hay un corto camino, un puente sobre la quebrada y luego, la puerta de la casa.
Dentro lo primero que llama la atención es la tarima, los juegos de azar de tienda de barrio, la bandera de Palestina pintada en la pared, el tablero de ajedrez con piezas realizadas con botellas de plástico recicladas, la gran vegetación y un camino que se adentra entre los árboles.
Siguiendo el camino se encuentran varias habitaciones sin puertas y lugares al aire libre. Las botellas de buchona resaltan, el reciclaje en las piezas está organizado, guardado en bolsas y costales. El espacio está repleto de graffitis, árboles de plátanos y hay un altar con dos plantas de marihuana y una de coca.
Una vez en 2014, El Maicol y El Padilla, dos raperos amigos de Mincho, el dueño de la casa, le dijeron que necesitaban un espacio para un concierto: La Zebra, un integrante de la agrupación de rap La Etnnia estaba en la ciudad. Lo contactaron y se lo llevaron para allá. “Armaron un concierto de locos. Se llenó con 200 personas”, recuerda Mincho.
Todavía no estaba la tarima, era una “lomita fea”. Luego llegó otro amigo de Mincho que quería invertir, la construyeron y le dijo que la casa se llamaba la Casa del Poeta. Al principio a Mincho no le gustó “por presuntuoso”, pero luego el que le dio la idea le explicó que “todos los que vienen aquí son poetas. Pille y verá que los raperos, más que cantantes o músicos, son poetas”.
Organizaron el techo y han hecho eventos de rock, de punk, de poesía, de rap, de música llanera. “La idea es que sea un centro donde se pueda fumar marihuana, pero que a su vez se haga un trabajo cultural. Eso es lo que hemos venido haciendo”, explica Mincho.
Lola, activista de la Comunidad Cannábica de Villavicencio, afirma que más de una persona ha salido de delinquir y se ha dedicado al arte por habitar la Casa del Poeta.
“Este espacio es orgánicamente genuino y tiene el poder de transformar. Lugares como estos que nadie en Villavicencio quiere ver ni saber que existen, son importantes porque usuarios de cannabis que hacen cosas no tan chéveres ni legales, llegan y encuentran un nuevo talento, arte, una familia”, explica Lola.
El Malcol narra que la Casa del Poeta ha sido sede de diálogos entre grupos que se enfrentan en las comunas de la ciudad por el control territorial. “Aquí ha venido gente que tiene problemas entre sí, pero ellos saben que aquí lo primero es el respeto. Se ven de frente y ellos saben que el asunto es en el barrio… Se miran y nada de problemas. Hemos hecho hasta las paces con esa misma gente aquí mismo. Negocios de paz”.
La casa del olvido
La Casa del Poeta no es un lugar público, no entra cualquiera: “Primero tiene que venir con una persona ya conocida, me lo presentan y yo los conozco. Tiene que ser recomendado”, dice Mincho.
El Maicol dice que es tímido en sano juicio, pero con un cuarto de whisky encima es otra cosa. Conversa enérgico, entusiasmado: vivió en esta casa varios años y dice que le cambió la vida a él y a muchos más. Es imposible mirarlo y no detallar los varios tatuajes que tiene en su rostro, en el cuello.
Tiene puesta una camiseta del Atlético Nacional, equipo de fútbol paisa. Nació en Bogotá y a los tres años se fue para Medellín. Allí vivió en la Comuna 13 y desde muy pequeño, más o menos a los seis o siete años, le tocó ver la guerra de frente, al lado de su casa. “Yo iba con mis amiguitos jugando con carros mientras golpeaban a la gente, ‘arrodíllese pirobo o si no le mato a la mamá’, decían. Y paila, yo seguía jugando en lo mío”.
Así como a El Maicol, la Casa del Poeta ha cambiado muchas mentalidades. “Yo he traído muchos menores aquí. Yo me jalé a todos los pelados de mi barrio y de otras ollas porque les gustaba mi estilo. Los mismos chinos con los que yo robaba me escucharon cantar y les dije que cantaran”, relata.
El rapero enfatiza en que “pasarles el micrófono fue como pasarles la pistola porque se extienden y se bajan de la tarima enérgicos diciendo que van a escribir sus canciones”. Varios de ellos ya tienen familia, hijos. “Ya he visto más de uno trabajando en empresas, de mecánicos. Todos pasaron por aquí”.
A El Maicol le gusta decir que esta es la Casa del Olvido, “porque usted llega con problemas y se traba. Después de mirar a uno jugando, a otros cantando, recochando, a usted se le olvida con lo que carga”.
Villavicencio, ciudad poética
El 21 de marzo pasado, día mundial de la poesía, se realizó en esta casa el 1er Festival Poético. Se hicieron conferencias, conciertos, lectura de poesías, micrófono abierto. Cuando llegué estaba desarrollándose un taller de Haiku, un tipo de poesía japonesa escrito en tres versos, de cinco, siete y cinco sílabas.
Se presentaron raperos, artistas de música llanera, hubo una tertulia sobre voces femeninas en la poesía, un dj de drum and bass, género derivado de la música electrónica, un taller de poesía surrealista y más. Había gente de todas las edades, amigos y amigas compartiendo alrededor de la poesía y el arte.
La primera vez que Mincho, el dueño, fumó marihuana, tenía 15 años. Su padre, que construyó el lugar, se dio cuenta y le dijo “no fume en la calle, fume aquí en la casa”. Desde los cinco años vive allí y su familia venía del barrio El Retiro. A Mincho siempre le gustó la literatura, la cultura, y la poesía, especialmente el Boom Latinoamericano, movimiento literario de las décadas de los 60s y 70s:
“Cuando tenía 16 años vi en la calle dos tipos, uno sosteniendo una escalera con una mano y con la otra un libro y encima de la escalera estaba un señor con unos pinceles haciendo un aviso, a mano alzada. Yo llego, me arribo y veo la portada del libro. Se llamaba «El último round de Julio Cortazar”.
Esa fue la puerta de entrada de este jóven poeta a la escena bohemia y cultural de Villavicencio. Ambos hombres con los que se encontró, de unos 35 años, se sorprendieron porque Mincho les dijo que ya había leído ese libro. Lo llevaron al Parque Infantil y le presentaron a varios escritores y poetas de la época, entre ellos a Julio Daniel Chaparro, escritor, poeta y periodista asesinado posteriormente el 24 de abril de 1991.
“Eso se volvió un parche. Nos reuníamos en El Infantil o en la Pablo Neruda. Allá se hacían las tertulias, se hablaba y se leía poesía. Ahí fue que empecé a escribir cuentos, hasta que una vez me dijeron ‘sabe qué Mincho, no escriba más cuentos, escriba poemas”, recuerda.
De esa época algunos ya se murieron, otros se fueron para otros lados y otros países, según Mincho. Sólo quedan vivos Jair Leal, pintor, y William Montoya, considerado el mejor acuarelista del Meta. En la actualidad “hay muchos jóvenes de Villavo escribiendo, pintando. Acá hay talento, lo que falta es apoyo”.
Mincho quiere consolidar una asociación. Uno de sus sueños es poder pagarle lo correspondiente a quienes se presentan en los eventos, pero reconoce que escribir proyectos no es lo suyo. Fue 18 años profesor de sistemas y le tocó escribir uno institucional. Se demoró seis meses y quedó “curado”. Sin embargo, afirma que entre quienes habitan la casa hay varias personas que saben del tema y lo pueden sacar adelante.
El arte también es político
Desde los 17 años Mincho ingresó a la Unión Patriótica -UP- y le tocó vivir todo el exterminio. “Yo estuve en una lista, me iban a matar y me tocó irme. Ya después conseguí mujer y me retiré un poco de eso porque ya no quería que me mataran, ya nació mi hija, y estuve un tiempo quieto de la militancia y del activismo” cuenta.
Mincho dice que a la casa le han llegado cinco o seis allanamientos de la policía. “Han venido con la orden, con perros, con todo. Me han volteado el colchón de la cama ¿Por qué tanto operativo con uno que está fumando marihuana?”, se pregunta.
En los tiempos del estallido social, la Casa del Poeta fue un escenario clave. Allí se realizaban charlas, debates, reuniones, planeación de movilizaciones. Mincho también recuerda una vez que recién había cosechado dos plantas de marihuana, llegó un operativo de la SIJIN. El perro entró directo y encontró la casi media libra que tenía. Se la iban a incautar, pero después de insistir firme, no se la pudieron llevar.
El Maicol también dice que “tenemos enemigos policías que no soportan que la gente entre acá a fumar marihuana, pero no pueden hacer nada, porque aquí nadie está con fierros, nadie con celulares robados, nadie con nada de eso. Esto es un territorio de paz”.
Una de las apuestas de Mincho tiene que ver con lo ambiental. Se han hecho talleres de cómo separar y manejar residuos sólidos, orgánicos e inorgánicos. El nombre completo del lugar es Centro Artístico, Multicultural y de Formación Ciudadana Casa del Poeta.
En un atardecer cualquiera de abril suena música clásica: la Serenade for String in E Op. 22 – 1. Moderato. Mientras tanto, unos juegan ajedrez, otros juegan dominó, otras fuman y conversan. El Maicol recuerda a su amigo Padilla. “El parcero mío fue el que me dijo ‘parce, ¿sabe improvisar?’, y empezamos. Al man le gustó mi voz, y a mí me gustó la voz de él”. Fue así como hicieron un dúo y empezaron a convocar a demás raperos de la ciudad para reunirse en esta casa.
“Padilla, lo amo, yo lo amo a ese hijueputa, lo amo, yo siempre le dije que lo amaba”. El Maicol dice que su amigo fue el que inventó la idea, trajo equipos, el sonido, el que tuvo la iniciativa de tener este espacio. Lo asesinaron hace cuatro o cinco años y a El Maicol se le quiebra la voz cada vez que habla de él. Se tapa los ojos y añora tenerlo sentado al lado, abrazarlo, fumarse un porrito juntos.
Tanto Mincho como El Maicol, aspiran a que el lugar siga creciendo y se consolide como un lugar referente para la cultura en Villavicencio. Que haya clubes de lectura, clases de danza, que quienes rapean puedan grabar sus canciones allí, seguir fortaleciendo la parte ambiental, tal vez abrir un restaurante y que el legado de Padilla perdure.
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