Antes de firmarse la Ley de Justicia y Paz, la expresión paramilitar tenía más de 35 mil miembros en unas 39 estructuras y frentes armados quienes fueron responsables aproximadamente del 47% de las víctimas del conflicto armado colombiano. Su huella de violencia ha sido tan extensa y tan profunda que sus efectos se sienten hasta hoy y han ido de generación en generación, haciendo que los procesos de reparación sean dolorosos, victimizantes y en muchos casos poco efectivos. Los asesinatos selectivos, las masacres y desapariciones forzadas marcaron el derrotero de sus acciones violentas y son, en gran parte, las responsables de la persistencia en la memoria de los colombianos y colombianas.
Con el proceso de desmovilización de este grupo armado durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, se pensó que los procesos de reparación al fin iban a poner fin a décadas de horror. Lastimosamente la persistencia de estructuras armadas residuales del fenómeno paramilitar siguió delinquiendo en las mismas zonas en donde históricamente habían tenido influencia. En ese sentido muchas muertes, asesinatos, masacres, desapariciones forzadas y otros delitos siguieron en la impunidad y en la sombra de los acontecimientos, la invisibilidad de las víctimas ha continuado y ese es uno de los factores para exigir la implementación total de los acuerdos (paramilitares y FARC), con la intención de hallar verdad, justicia, reparación y asegurar la no repetición.
Las múltiples expresiones históricas del paramilitarismo, como algunos grupos de “defensa civil” durante la época de la violencia, el MAS o Muerte a Secuestradores y pasando por las extintas Autodefensas Unidas de Córdoba y Urabá han dejado su golpe en la sociedad colombiana, mírese como quiera mirarse y se interprete de la manera cómo se quiera, fueron y han sido, las estructuras que más han contribuido al deterioro y deshumanización del conflicto colombiano. Sus constantes cambios derivados del negocio de la cocaína les han granjeado dificultades para aproximarse a la sociedad civil y ganar adeptos importantes que les dé un estatus político legítimo y perdurable.
La Comisión de la Verdad en su Informe Final señala que los intereses de estas estructuras han estado íntimamente ligadas a decisiones de gobernantes y de miembros de la fuerza pública, por lo que, y de acuerdo al accionar del paramilitarismo, pone de manifiesto que existió una relación más que directa entre Estado y violencia paramilitar. La Comisión ha encontrado que el paramilitarismo ha sido una estrategia armada y paraestatal, defensiva y ofensiva, que se consolidaron en los territorios gracias a apoyos regionales políticos, económicos y militares. Es decir, hay y hubo relación directa entre líderes nacionales, regionales, industriales, empresarios y miembros de la fuerza pública con el fenómeno paramilitar.
La inserción de los paramilitares en la ecuación del conflicto armado colombiano tuvo una característica preponderante, la mayoría de sus acciones armadas no estuvieron ligadas a fuertes combates con sus enemigos, como las guerrillas, en su lugar sus acciones se concentraron contra la población civil. Lo anterior se conoce en el conflicto armado como “quitarle el agua al pez”, ya que se consideraba que, sin los apoyos locales y de la población, las insurgencias perderían sus redes de apoyo y las bases terminarían por desintegrase, de ahí que la violencia ejercida contra la población civil fuera tan fuerte.
Así mismo, la relación “positiva” en los territorios estuvo y ha estado moldeada por el narcotráfico. Este ha sido el elemento aglutinador para moverse entre las diferentes comunidades, generar nexos y establecer control sobre y en los territorios. Durante la década de los 80s los grupos de narcotraficantes y diversas mafias fueron fundamentales en la creación y expansión del paramilitarismo, como por ejemplo los ‘Pepes’ o Perseguidos por Pablo Escobar, el MAS o Muerte a Secuestradores y el grupo Muerte. Casi todos esos grupos hicieron tránsito hacía las AUC y ACCU.
Desde ese punto de inflexión se esparció el paramilitarismo como una enfermedad en el país, la sociedad, los sectores económicos y en la misma institucionalidad. Estallaron escándalos de corrupción al interior de la fuerza pública al conocerse que militares, algunos de ellos de alta graduación, estaban en la nómina de grupos paramilitares, que se desarrollaron acciones conjuntas y que muchas masacres se ejecutaron con la complacencia del Ejército. Hubo casos de infiltración en la política tradicional, la parapolítica fue uno de ellos, senadores de la República recibieron financiación de grupos paramilitares y muchos de ellos siguieron instrucciones de la criminalidad para favorecerlos desde el Congreso.
Hubo denuncias y más escándalos que salpicaron a empresas nacionales e internacionales y que, resultaron beneficiadas del terror paramilitar. Muchas tierras despojadas a campesinos y pequeños agricultores y ganaderos terminaron en manos de multinacionales y de grandes emporios económicos, la mayoría de esos pedazos de tierra fueron arrancados en medio de masacres incontables por su crudeza y deshumanización. Los paramilitares operaron casi con total impunidad, mataron a mansalva, violaron mujeres, decapitaron niños y jugaron fútbol con sus cabezas, desmembraron vivos a miles de campesinos con motosierras bajo la mirada cómplice de la fuerza pública que en la mayoría de las veces llegaba dos o tres días después a los lugares en donde el paramilitarismo ejecutó verdaderas orgias de sangre.
Este apartado del Informe Final recoge testimonios crudos, salvajes y pondrá a más de uno en una posición incómoda, pero, ante todo, su narración es tan necesaria como la urgente necesidad de verdad, justicia y que garantice la no repetición. Esa misma que tanto ha pregonado y promovido la Comisión de la Verdad a lo largo de los últimos meses.