El 1 de abril de 1939, Francisco Franco Bahamonde, jefe militar supremo del bando sublevado, anunció el fin de las acciones que, iniciadas en julio de 1936, condujeron a la derrota del republicanismo español. La victoria de las fuerzas reaccionarias significó el cierre de un periodo de cambios democráticos en España que comenzó con la institucionalización de la segunda república en abril de 1931 y que se manifestó con mayor nitidez luego del triunfo del Frente Popular en febrero de 1936. A la par, la derrota republicana abrió las puertas a un prolongado periodo de represión que se expresó en campos de concentración, torturas, ‘consejos de guerra’ a los que fueron sometidos decenas de miles de personas, jurisdicciones militares que operaban por medio de farsas jurídicas y que condujeron a la muerte a cientos de ‘rojos’. Todo lo anterior cobijado –y este es un rasgo esencial del régimen de facto que se instauró- con una narrativa que no solo quiso justificar los actos cometidos contra los republicanos (denominación que cobijaba a una diversidad de actores políticos que iba desde liberales pasando por comunistas y anarquistas), sino que además legitimó la represión que, posterior a 1939, se amparó en leyes como la de ‘seguridad del Estado’, la de ‘represión del bandidaje y terrorismo’ y la ‘ley de represión de la masonería y el comunismo’.
La derrota de las fuerzas republicanas operó en dos niveles, el militar y el simbólico, solo que, mientras la primera –explicada por el desequilibrio entre las fuerzas que se enfrentaron en los campos de combate- se puede enmarcar en una fecha puntual y definitiva (1939), la ubicación de la segunda es más imprecisa de establecer. Podría pensarse incluso que, a diferencia de la victoria militar, la victoria simbólica del franquismo no fue del todo concluyente, pese al interés del aparato represivo del que se dispuso para ese fin, ya que, posterior a la derrota republicana, continuaron registrándose actos abiertos o clandestinos de resistencia simbólica en muy distintos formatos (incluyendo los de la literatura, música, cine, etc.). Lo anterior demuestra que el propósito de borrar por completo del escenario la experiencia republicana, así como el drama y el trauma que ocasionó su interrupción violenta, no fue del todo exitoso1.
Un caso que ejemplifica la resistencia a la narrativa oficial construida por el régimen franquista -que persiste aun después de la muerte del dictador-, se ubica en el debate generado a raíz de la petición que han hecho distintos sectores políticos y sociales, incluido el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, de exhumar los restos de Francisco Franco y de José Antonio Primo de Rivera, los cuales reposan en el Valle de los Caídos, y entregarlos a sus familiares. La petición se enmarca en el interés de resignificar precisamente ese lugar, un gigantesco monumento ubicado en Cuelgamuros, en la sierra de Guadarrama, a pocos kilómetros de Madrid, y que es visto por los familiares de las víctimas del régimen franquista como una afrenta a la memoria de quienes padecieron el dolor ocasionado por el bando vencedor.
La historia del origen y construcción de la obra explica el malestar social al que se ha hecho referencia. Mandado a construir por el propio Franco en 1941, y concluido en 1959, el monumento debía servir, según su voluntad, para conmemorar “a los héroes y mártires de la Cruzada” y para albergar los restos de Primo de Rivera y los del propio Franco, una vez se produjese su muerte (ocurrida en noviembre de 1975). Desde el comienzo se pensó -y así se materializó- en un símbolo erigido para vanagloriar a las fuerzas que doblegaron la república y que abrió de nuevo las puertas para la instauración de la monarquía que al día de hoy existe en ese país. Lo paradójico es que, en la construcción de la obra, que duró cerca de 18 años, participaron forzadamente cerca de 20.000 presos, lo que quiere decir que los derrotados en la contienda fueron obligados a construir un símbolo que dignificaba a los vencedores y de paso humillaba a aquellos. El diseño del monumento es, en efecto, un homenaje a la doctrina falangista, en donde el componente católico es determinante: consta de un panteón, un monasterio, un mausoleo, una inmensa cruz (la más grande del mundo cristiano) y una basílica, en cuyo suelo están enterrados Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera. Además, en sus alrededores están enterrados unos 34.000 muertos de ambos bandos de la guerra (traídos de diferentes lugares del país), de los cuales hay cerca de 12.000 sin identificar, lo que convierte el Valle de los Caídos en la mayor fosa común de España.
Si la petición formulada por el Presidente Pedro Sánchez se justificó al señalar éste que en un estado democrático “no se puede rendir tributo a un dictador”2, la formulada por los familiares de las victimas republicanas enterradas en el Valle de los Caídos tiene que ver con la estructura material del monumento y con el mensaje que éste transmite: éste no operó como un símbolo para la reconciliación, como arguye el franquismo activo, sino como un símbolo para satisfacer los caprichos de un dictador que quiso proyectar su figura luego de su muerte; es decir, el monumento se convirtió en realidad en un símbolo de propaganda franquista. Además, o por la misma razón, la idea de Caído que se evoca allí es la favorable al bando vencedor, algo que ya está presente en el decreto que el propio Franco dictó, ordenando su construcción: “A estos fines responde la elección de un lugar retirado donde se levante el templo grandioso de nuestros muertos en que por siglos se ruegue por los que cayeron en el camino de Dios y de la Patria. Lugar perenne de peregrinación en que lo grandioso de la naturaleza ponga un digno marco al campo en que reposen los héroes y mártires de la Cruzada”3.
Tal vez lo que deba destacarse del debate actual en la sociedad española es el hecho político que encierra la discusión del significado del Valle de los Caídos: ésta ha puesto de manifiesto que el régimen franquista, con todo lo que éste encarnó – hispanismo, falangismo, tradicionalismo -, no fue del todo vencedor, como lo ha querido mostrar la narrativa oficial. Y que, a propósito de quienes fueron asesinados o humillados al ser obligados a construir un símbolo que pretendía pisotear su dignidad y borrar de la memoria colectiva la resistencia que asumieron en tiempos de la guerra civil y de la dictadura, nos estamos refiriendo a “unos muertos vivos que todavía pueden morir”, en palabras de Víctor Reyes Mate4, de no contrarrestar los propósitos del franquismo viejo y actual. Se trataría, en este como en otros casos ocurridos en distintos lugares del mundo, de contraponer un deber de memoria que impida la consumación de la ignominia y contribuya a preservar las acciones de quienes estuvieron dispuestos a entregar sus vidas -y de hecho, lo hicieron- en pos de ideales de justicia y bien colectivo. Más importante aún, los reclamos de los familiares por el respeto de una memoria de los vencidos, entrañan un notable significado político: expresa, ni más ni menos, la capacidad de cuestionar “la victoria eterna de los vencedores”5.
1 Josep Fontana, ed., España bajo el franquismo, Editorial Critica, Barcelona, 2000.
2 Ver “Pedro Sánchez afirma que ‘ninguna democracia puede rendir tributo al dictador’ Franco”, en https://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/mundo/8/pedrosanchez-democracia-dictador-franco
3 El Decreto se puede consultar en la siguiente dirección: http://www.memoriahistorica.gob.es/es-es/vallecaidos/Paginas/HistoriaVCaidos.aspx
4 Manuel Reyes Mate, La razón de los vencidos, Anthropos Editorial, Barcelona, 2008.
5 Reyes Mate.