Nicolás estaba sentado en una silla plástica en el balcón de su casa a las afueras de la ciudad. La ciudad se le mostraba cenicienta, el cielo estaba lleno de nubarrones y una lluvia serena había empezado a caer, mientras en el fondo de las calles se oían lamentos de una ciudad moribunda que se negaba a volver a caer presa del pánico y del caos. Nicolás leía a Rafael Chaparro Madiedo y con rostro de estupefacción pensaba en aquella ciudad imaginaria llena de esquizofrenia, opio y resignada a vivir sumergida en el humo del cigarrillo. Nicolás pensaba que esa ciudad era más feliz y real de la que él tenía frente a sus ojos. Nicolás tragaba saliva cuando leía una página y alzaba la mirada y el caos frente a sus ojos lo metían en la pesadumbre más profunda que nunca en la vida había sentido.

La ciudad del fin del mundo veía el nuevo día, la ciudad se quitaba una venda gigantesca de sus ojos, la ciudad pronunciaba un quejido casi imperceptible para sus habitantes. En la ciudad había amanecido. El día anterior la vecina de Nicolás se miró las patas de gallinas que surcaban su rostro, sonrió, se puso las manos en la cintura y se dio cuenta que los kilos de más le sentaban bien. Por primera vez no pensó en mejorar su apariencia de alguna manera, así fuera por algún artificio. La mujer tenía no más de 30 años, era bonita, es decir, ella se creía bonita, porque habían personas que la consideraban así, aunque habían otras que no la veían de esa manera. Nicolás, siempre que la veía sentía un aluvión de cosas que le ponían la piel en guardia, los ojos vivaces y se acomodaba el cabello para verse más apuesto. Nunca hasta ese día, su estrategia había funcionado con la vecina.

El día anterior con las primeras luces del día todo se hizo frenesí, los carros corriendo, la gente corriendo, los perros corriendo, los taxis corriendo y la vida corriendo, como huyendo de ella misma mientras el sol calentaba la ciudad sacándole hasta el último atisbo de humedad. Los bancos haciendo más dinero, las cafeterías vendiendo mucho pan y café en leche, la señora del puesto de la esquina vendiendo cigarrillos sin filtro, el voceador gritando las últimas noticias, el mensajero esquivando huecos mientras llevaba el correo a una oficina, los árboles agitados por el humo de los carros y los perros callejeros salvando un día gracias a la basura del hombre.

El día anterior iba corriendo como siempre, el día anterior iba tan rápido que algunos se morían intentando perseguir la vida. Otros se volaban los sesos por la ansiedad del dinero que se les iba de entre sus manos, los ríos de sangre corrían por las calles, los coágulos tapaban las cañerías, los tendones salían de entre los músculos y los huesos eran devorados por los mismos perros callejeros. En otras calles no corría sangre, iban números del 1 al 12 en fila desordenada corriendo desbocados mientras escapaban del papel lleno de sumas y restas, mientras los perros se cagaban en las esquinas, se orinaban en los postes y se mordían el culo entre ellos.

El día anterior la vecina de Nicolás no se comunicó con su mejor amiga y el caos reventó en la casa de la mujer. La ansiedad se desbordó de manera inusitada, comenzó a tragarse las uñas, el cabello se le puso opaco, dejó de mirarse las tetas, dejó una montaña de ropa encima de su cama lista para ser probada, se preguntó diez mil veces si se veía linda o no, si el maquillaje le resaltaba su belleza o la hacía ver más fea. Descubrió la voz de la conciencia, se asustó, se preguntó ella misma por aquella voz tan calmada, por sus orígenes y por qué el tono era tan parecido a su voz real, a aquella que salía de su boca diminuta cuando mandaba mensajitos a su mejor amiga.

Al mismo tiempo, en las calles la velocidad fue remplazada por pánico, por gritos del fin del mundo, por voces de conspiraciones, por voces de nuevos expertos en temas que nunca habían oído hablar y por lamentos de los narcisistas que iban perdiendo el control de sus vidas sin saber el porqué. Pronto salió la primera piedra y puuum, se reventó un vidrio, luego vino otra piedra y luego otra. El pandemonio en las calles explotó al mediodía y nadie sabía por qué tiraban piedras, por qué quemaban llantas, por qué bloqueaban las calles y por qué saqueaban el comercio.

Las calles se llenaron de personas con fascinación por ver el rostro del otro, por olerlos, por escucharlos y por sentirlos. El mierdero estaba desatado en la ciudad, pero la gente lanzaba piedras mientras sonreían, mientras vivían por primera vez sus vidas fuera de la velocidad de la gran ciudad y su endemoniada travesía que dejaba cuerpos desparramados al final del día. Un grupo de oficinistas atacó con palos y piedras el banco en el que trabajaban, luego lo incineraron y posaban para una foto haciendo cara de invencibles.

Nadie almorzó, la lluvia de piedras no se detenía, por el contrario, aumentaba su caudal reventando vidrios y cabezas. Un empleado público pensó que todo mejoraría si se iba la luz y la gente se iba temprano a sus casas. Las hogueras se multiplicaron. Otro empleado público pensó que si se iba el agua la gente se metería a sus casas por la voluntad sofocante del mierdero. La gente empezó a romper tuberías. Otro empleado público pensó que la gente se detendría si las sirenas de emergencia sonaban al mismo tiempo. Las personas gritaron con más fuerza. El alcalde ordenó a las tropas tomarse las calles y los fusilados se contaron por miles. El gobernador habló por la radio pidiendo calma, pero nadie lo escuchó, porque un empleado público se le ocurrió que todo sería mejor sin electricidad.

Un grupo de personas avanzó con antorchas a los hospitales, quemaron ambulancias, camillas y equipos médicos. Los enfermos corrían desesperados por los pasillos, los enfermeros pedían calma, pero qué va, a la mierda la calma. Un policía fumaba cigarrillo sin filtro, se tragaba bocanas de aire atosigando sus pulmones y se cagó de risa viendo a los perros comiendo carne humana a las cinco de la tarde. Un gentío agarró a piedra un almacén de pelucas y se las pusieron, se ponían serios y gritaba que ya todo era normal, como antes.

Pero a todo día anterior le llega su día después, y eso fue lo que pasó aquella mañana, con Nicolás en el balcón, tomando café, leyendo a Chaparro Madiedo y pensando en su vecina. Las ruinas eran tantas que las cuadrillas de la municipalidad barrían de todo, carne, fibras, tendones, sangre, papel picado, cenizas, llantas, botellas, palos, piedras, mocos, dientes, vehículos destruidos, ambulancias incineradas, pistolas, marihuana, colillas de cigarrillos, latas de cerveza, condones, bolsas plásticas, políticos, policías, militares, payasos y hasta conejos de peluche.

La mole de ruinas se iba cargando en volquetas, camiones, carros de la basura y carretillas. Con las primeras luces los manifestantes recobraron la calma, soltaron las piedras y se fueron caminando por todas partes, sin rumbo fijo, por aquí, por allá, por ahí, por todas las calles, avenidas y andenes. Caminaban como buscando expiación. Los gatos con las panzas llenas, los perros intoxicados en sangre y tripas humanas y los gallos cantando como Nicolás desde su balcón se daba cuenta mientras miraba para la casa de enfrente buscando con sus ojos chiquiticos las curvas de la vecina.

La vecina finalmente salió de la casa, se dio cuenta de los nubarrones, de las columnas de humo, del mierdero en las calles, pero parecía no importarle. Caminó lentamente, sintió la grama en sus pies descalzos, escuchó a los pájaros trinar y vio al fondo a Nicolás. El muchacho bajó de inmediato y haciendo cara de imbécil se acercó a la mujer, la saludó de manera casual, como el que puede, pero no quiere. Hablaron por varios minutos, sonrieron, se cruzaron miradas y no se dieron cuenta que el día después de Facebook los dos vecinos estaban desnudos en la calle.

Pereira, 4 de octubre de 2021

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