En 1993 yo tenía ocho años, cursaba tercero de primaria en una escuela venida a menos, abandonada, saqueada por la corrupción y que siempre se le inundaba el patio cuando llovía. Era una escuela en un barrio de gente humilde, clase trabajadora y yo había llegado a ese lugar porque desprecié una escuela privada que mis padres podían pagar, pero yo, que he sido cabeza dura desde bien pequeño, estallé en llanto y no quise volver jamás a ese lugar en donde todo era perfecto. Yo quería, de alguna u otra manera, estar cerca de mi barrio, de mis amigos y de mi madre con quien tuve una infancia casi inseparable.
La escuela tenía un salón por curso, eran los años de los pocos niños en las aulas, así que nos metíamos dentro de esas paredes a recibir clases de parte de un solo profesor o profesora, como era el caso de ese tercer curso de primaria en la Escuela Versalles en Ibagué. Para aquellos años los maestros escribían usando tiza sobre una pared de verde opaco y quizás, hoy en día eso suene algo extraño, pero para 1993 lo novedoso no eran los tableros acrílicos o las computadoras, lo realmente exótico era que había tizas de colores y eso, era algo encantador para un niño que no sabía de internet y que se entretenía jugando a las canicas.
Cuando la maestra Ercilia salía del salón de clases siempre estallaba el pandemonio. Todos los niños y las niñas agarrábamos a gritar como poseídos, jugábamos con cualquier cosa, aparecían balones de fútbol, le halábamos las coletas a las niñas, nos robábamos la lonchera de algún compañerito descuidado y una lluvia de gritos ensordecedores salían para todas partes hasta que Ercilia, que era vieja, viejísima, entraba y de un solo grito nos mandaba a sentarnos.
Siempre fui así, siempre nos desordenábamos cuando la maestra salía del salón y jugábamos a lo mismo, hasta que un día, yo, que era y creo que sigo siendo buen observador, descubrí algo maravilloso. Cuando Ercilia se fue la algarabía se abrió camino, pero yo, en lugar de meterme al mierdero de los niños del grado tercero, empecé a caminar lentamente y en silencio hasta que llegué al tablero del salón. Lo que miré era una almohadilla de retazos coloridos con la que la maestra borraba la tiza del tablero, por lo que supuse que esa cosa debía estar llena de polvo.
La cara de Fraicila Varón quedó estallada en polvo blanco justo después que la almohadilla aventada por mí cruzó los aires y cuando Andrés Leaño se agachó, esa cosa rellena de felpa se estrelló contra el rostro de la niña dejándola como un mimo y con una nube de polvo gravitando alrededor de su cabeza. La risotada fue al unísono, la burla fue incontenible y la pobre Fraicila salió corriendo con rumbo al baño o a dar quejas o a suicidarse, qué sé yo.
Yo, en lugar de asustarme por lo que acababa de hacer, sentí una brisa helada que se me metió por la espalda y mis neuronas quedaron poseídas por una fuerza demoniaca que me ordenaba volverme loco y acabar con el salón de clases. Juro, les juro, que quería destruirlo todo. Entonces, regresé al tablero, mientras la almohadilla era lanzada por otros niños, unos corrían haciendo un ruido descomunal, otros estaban en sus puestos riendo y cuando volteé a verlos una nube blanca estaba dominando el cielo del grado tercero y mis compañeritos y compañeritas parecían cucarachas de panadería.
Entonces, metí mi mano derecha en una especie de cajón en la parte inferior del tablero y empecé a caminar en sentido contrario acumulando con mi mano y dedos una montaña más alta que el Everest de polvo de tiza. Al llegar al otro lado, mi mano izquierda se abrió recibiendo la carga de polvillo mientras con mi boca hacía un sonido metálico simulando a una volqueta. Giré, abrí mi boca, miré a Andrés Felipe Calvo, el niño más odiado e indeseado de la galaxia y me fui corriendo mientras gritaba como si estuviera en una carga de caballería. Le estallé mi mano repleta de polvo de tiza en la cara al niño y gracias a la fuerza del impacto que fue regulada por la carrera que llevaba, el pobre de Andrés Felipe salió disparado con todo y silla cayendo estrepitosamente al suelo.
Después de mi travesura, en lugar de recapacitar o calmarme, salí corriendo por todo el salón, mi rostro tenía una sonrisa gigantesca y con mis ojos estrábicos formaba la cara de un asesino serial en medio de un episodio psicótico. Llevaba una risa muy extraña, era como si me hubiera tragado un pájaro y se hubiera quedado atravesado en la mitad de mi pecho y desde ahí silbara. Mi risa mientras corría era escalofriante. Corrí tanto que di muchas vueltas alrededor de los pupitres, esquivando niños, niñas, maletines, cuadernos, tarritos con agua, la almohadilla de la tiza, un balón de fútbol y hasta brinqué la canasta de la basura y fue ahí cuando vi a la maestra Ercilia.
Al tenerla al frente frené como el Coyote del Correcaminos, de mis pies salió un ruido raspante y hasta quedó en el aire el olor a caucho quemado de la suela de mis zapatos. En el frenazo monumental mi cuerpo se desbalanceó y me caí de espaldas, golpeando con la parte trasera de mi cabeza el filo de un pupitre de madera gruesa. Perdí el sentido por algunos segundos. Cuando me desperté la maestra Ercilia estaba regañando sin piedad a Andrés Felipe Calvo. Desde la perspectiva de ella, yo estaba huyendo de Andrés que llevaba una tabla para asestarme un golpe. Andrés fue castigado severamente y yo recibí un helado de mi madre.
Yo había hecho eso contra Andrés Felipe porque lo odiaba, bueno, en realidad, todo el salón odiaba a ese niño visiblemente asocial, callado, taciturno, con la mirada perdida y que en ocasiones olía a orines. Nunca supe, ni ahora que soy un adulto medianamente funcional, la razón por la cual odiaba a ese niño. Creo que nunca me hizo nada, pero lo odiaba. Cuando se acabó ese año nunca lo volví a ver, sus padres, y según los chismes del patio inundado, a Andrés Felipe se lo llevaron para un colegio privado en Bogotá como parte de una terapía calificada por los demás niños de mi salón, como una terapia para estúpidos.
A hoy, han pasado 29 años desde aquel incidente con la tiza. Hace pocos días, estaba con mi celular en la mano y en la parte superior había una notificación de Facebook, cuando la abrí me di cuenta que era una solicitud de amistad. Al verla y como si hubiera sido un acto revelador de la vida, casi de inmediato creí que ese rostro lo había visto en algún lugar. Esas caras que así se vean una sola vez y sin importar los años, siempre, siempre se recuerdan, pero no sabemos el nombre o de dónde se conoce a esa persona. En la parte de debajo de la foto de esa persona se leía, Andrés Felipe Calvo. Maldito Facebook.
Al fisgonear el perfil de Andrés y sin darle aceptar, por supuesto, a la solicitud de amistad, me puse a ver sus fotos. Había muchas, de todos los tipos y en todas o casi todas, aquel Andrés, hoy convertido en adulto no sonreía, siempre quedaba con su rostro deformado por algún dolor o por algún demonio que nunca la psiquiatría podrá resolver. Me di cuenta, en una de las fotos que Andrés Felipe Calvo ahora era maestro de un colegio de primaria en la ciudad de Bogotá a juzgar por las etiquetas de la foto. Aquel profesor, era pedagogo especialista en la enseñanza de niños con habilidades diversas.
De aquel salón de tercero de primaria tengo recuerdos muy vivos. La maestra Ercilia murió hace más de 25 años. A tres de esos niños del salón los mataron a tiros, porque se metieron por el camino equivocado. Uno de ellos fue extraditado a los Estados Unidos por un delito asociado al narcotráfico. Fraicila Varón, que era inteligente y suspicaz, la vi un día saliendo de un call center en Ibagué con la cara repleta de tristeza. A otro de esos niños lo mataron en el Ejército cuando la guerrilla atacó el cerro de Patascoy en Nariño, su cuerpo fue entregado despedazado a su madre. Una niña, que creo que se llamaba Liliana tiene 7 hijos, todos de padres diferentes, es prostituta y un día un loco obsesionado con ella casi la mata a golpes en la calle 21 con carrera cuarta en Ibagué.
Sabía de todos los niños y niñas de mi salón hoy convertidos en adultos, pero no sabía nada de Andrés Felipe Calvo, quizás mi mente había decidido borrarlo para siempre o en realidad lo llegué a odiar tanto que lo invisibilicé durante 30 años. Desde ese día, desde que me llegó la solicitud de amistad no he podido aceptarla y lo he intentado, es decir, oprimir ese botón de pixeles que dice aceptar, porque temo que al hacerlo aparezca de la nada Andrés Felipe corriendo hacia mí con su rostro inmutable, sus manos estén empuñadas y al llegar me dé un abrazo.