“Me tocó ver al papá de los Vargas (dos ebanistas torturados y desaparecidos en Trujillo en abril de 1990) sentado en una banca del parque, en la que queda frente a la alcaldía. Le preguntaban: ‘¿y usted qué hace aquí, sentado todo el día? Mira que va a llover, que está haciendo frío, ya está de noche’. ‘Estoy esperando a mis hijos, siento que en algún momento van a llegar’
Colombia es hoy en día el país del hemisferio occidental con más desaparecidos en el mundo. 60,630 es el número frío que plasma la cantidad de personas que abandonaron su hogar un día y nunca regresaron. Sesenta mil; casi dos veces la capacidad del Estadio Nemesio Camacho el Campín. Sin embargo, cuando en el mundo se habla de desaparición forzada, siempre se usan como referentes a Chile y Argentina, que como países tienen números más parcos que los colombianos. El informe del Centro de Memoria Histórica produce escalofríos no solo por la cantidad alarmante, sino por la perdurabilidad de un crimen que intencionadamente siembra terror e invisibiliza a las víctimas y victimarios.
El delito de desaparición forzada está presente en Colombia desde hace 45 años[1], cuando bajo el pretexto de acallar el comunismo y la delincuencia, empezaron a desaparecer a todo aquel que pensara diferente a los conservadores. Posteriormente, los distintos actores del conflicto armado empezaron a hacer uso de esta estrategia, pues reporta un beneficio de triple partida: 1) Es un delito que no infla estadísticas y pasa desapercibido para los medios nacionales (ningún canal habla del campesino desaparecido) 2) Es el mecanismo mediante el cual más terror infunden a una población determinada –sucede así, cuando el desaparecido es un líder social, o cuando la persona tiene un nivel de prestigio en la comunidad que habita. Y 3) Es una forma de hacer invisible no sólo a la víctima, sino al victimario, al no quedar prueba alguna (que vendría siendo el cuerpo descuartizado, quemado, o enterrado).
La gran cantidad de fotos pegadas en las arrugadas paredes de las ciudades colombianas; la señora de edad que con sus dos brazos sostiene alguna pancarta pidiendo que le devuelvan a su hijo; la niña que, abrazada a su abuela, mira la foto de su padre y crea sobre ella el mundo ideal que viviría si al menos pudiera recordarle; sobre el rio Magdalena, un niño de 6 años frunce el ceño intentando entender qué es aquel bulto picoteado por carroña que flota sobre el río. Alzamos la mirada de repente y seguimos el rumbo, molestos ante tanto drama, indiferentes a las lágrimas de la abuela, a la cartulina desgastada, al retrato añejado de tanto polvo, a la persona olvidada, y a la tortura continua que sus familiares sienten. Todas estas son sólo algunas de las muchas imágenes que diariamente vive el pueblo colombiano, y que nos llevan a cuestionar seriamente la casi nula empatía que sentimos.
Ha sido tan efectivo, que hasta el Estado mismo ha hecho uso de este. Es quizás el método más practicado de los últimos años en Colombia, usado para silenciar las declaraciones incomodas, para dejar un claro mensaje a la población, para infundir un temor que pareciera no sentirse; como el olor a la mierda cuando es uno el que caga. Cargamos con el peso de sesenta años de guerra, y quizás este sea el delito que más dolor ha causado, porque no sólo es la persona a la que mataron y torturaron la que sufrió, sino la indiferencia que perciben sus familiares: “El desaparecido transita en el discurso de sus familiares como un muerto-vivo: como muerto, está siempre insepulto, y como vivo, es siempre objeto de ultrajes y torturas por parte de quien lo desaparece. Cada uno de estos destinos es extremadamente mortificante para el doliente, y el paso constante de uno a otro hace de la experiencia de la pérdida algo del orden de lo ominoso e insoportable”[2]
No hay más palabras, las victimas las ocuparon todas, pues es para ellas este artículo: “Llevo 1.107 noches pensando en 1.107 muertes diferentes de mi hijo”.
[1] Centro Nacional de Memoria Histórica. Hasta encontrarlos. El drama de la desaparición forzada en Colombia. Consultado en línea: http://centrodememoriahistorica.gov.co/descargas/informes2016/hasta-encontrarlos/hasta-encontrarlos-drama-de-la-desaparicion-forzada-en-colombia.pdf
[2] Citado en el informe anteriormente referenciado. Sandra Milena Zorio, (2013), “El dolor por un muertovivo. Una lectura freudiana del duelo en la desaparición forzada”, Trabajo de grado, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas, Escuela de Estudios en Psicoanálisis, sujeto y cultura, página 16.
*Opinión y responsabilidad del autor de la columna, más no de El Cuarto Mosquetero, medio de comunicación alternativo y popular que se propone servir a las comunidades y movimientos sociales en el Meta y Colombia.