La selección de las especies

Por: Nicolás Herrera*

Con este, llevo siete intentos de escribir. No pasa nada. Enciendo nuevamente el televisor, hay más noticias de la gente que se muere por miles, sobretodo ancianos desafortunados que los agarró la enfermedad y los mató en pocos días. Una mujer llora desesperada tras un vehículo fúnebre, la voz del periodista explica que el esposo de la señora ha muerto a causa del virus y que por eso nadie le puede dar el último adiós. La escena transcurre en China, a unos quince mil kilómetros de la comodidad de mi sofá. Intento encontrar otra ocupación, me levanto, miro por la ventana y solo hay un perro gris que olfatea un pedazo de mierda, seguramente de otro perro. Me vuelvo a sentar, intento escribir por octava vez, al parecer algo sucede y surgen dos párrafos. He vuelto, repito en mi cabeza.

Dos días atrás voy conduciendo un carrito de supermercado, ingreso al lugar con sonrisa de imbécil, imaginando mi triunfo, comprar de todo para pasar la cuarentena que está por ser decretada por el gobierno de turno. En las redes sociales abundan los comentarios que es inminente la decisión de confinar a todo el país en sus casas, unos hablan de un mes, otros de dos meses y los más optimistas opinan que serán dos semanas y todo volverá a ser como antes. En las emisoras invitan a la gente a permanecer en calma, a no comprar desaforadamente con el ánimo de evitar desabastecimiento y especulación en los precios. Las cadenas de Whastapp ya hablan de cientos, de miles de contagiados, de la caída de las bolsas de valores en todo el mundo, del hundimiento del dólar y de los precios internacionales del petróleo. El mundo camina rumbo al caos y nadie puede diferenciar lo que es verdad y lo que es falso.

Mientras tanto, yo estoy en la entrada del supermercado viendo el pandemonio hecho desesperación. No logro calcular cuantas personas hay adentro, solo veo el movimiento torpe de la masa que arrastra carritos de mercado, todos hablan, hay gritos y al unísono se escucha una sola voz que pide más papel higiénico. Recuerdo las imágenes de la televisión gringa, de los europeos y hasta de los asiáticos comprando por cantidades alarmantes papel para limpiarse el culo. Es el fin del mundo por una gripe que no produce estornudos, pero al parecer la diarrea estará a la orden del día. Sin saber cómo, logro ubicarme en el primer pasillo de la tienda, justo donde están las cosas de aseo. O bueno, donde una vez estaban. Pongo en mi carro una botella de desinfectante que vale mucho más que lo acostumbrado, detergente, dos barras de jabón rey, un cepillo de dientes, cuatro cajas de dentífrico y unas bolitas de alcanfor. Aún no sé para qué el alcanfor, pero eso estaba ahí, solitario en la estantería y para alguna cosa podía servir.

A pesar del gentío y del desespero, no hay robos, no hay peleas entre los compradores. Todos llevan y llevan cosas, por inercia lo hacen, por estupidez lo hacen. Al fondo, encuentro comida y arena para mi gato, compro bastantes cosas para él, hasta juguetes y unos snacks a precio de caviar. Giro, regreso por el pasillo de los granos, todo está en orden, bien surtido y en buenas cantidades. Cae arroz, lentejas, frijoles y garbanzos en mi carrito. Lo necesario para comer unos tres meses. Vuelvo a la zona donde la gente se agolpa, donde hay cientos de personas apretujadas intentando llevarse leche, yogurt, kumis y quesos al granel.
Una señora con dos carros repletos va sonriendo, puedo ver los rollos de papel higiénico, carne, huevos, pescado, tomate e incontables bolsas de leche. Nos cruzamos un par de miradas, yo sigo mi camino pensando en quién de los dos morirá primero en esta pandemia. En lo que sucederá cuando los muertos se apilen unos encima de otros, sin espacio en las morgues, sin lugar en los cementerios y sin nadie quien los arroje a una fosa. Soy así de exagerado, estoy calmado, pero siento que todo terminará de esa forma. Al perder a la mujer de vista, suenan los parlantes del lugar, anuncian que ha llegado una nueva carga de papel higiénico y el bullicio estalla, la estampida es frenética, en segundos la turba se aleja, dejando a un hombre muy gordo, obeso, que grita que le guarden unos rollos, mientras camina con torpeza. Esa escena se llama la selección de las especies.

Me queda el camino libre, recorro el lugar tranquilo, empaco cerveza, vino, proteína de soja, arepas, huevos, papas listas para freír, manzanas, bananos, azúcar, sal, panela, una caja de té, café, leche de almendras, más cerveza, galletas, tostadas, chocorramos, más vino y cuando descubro que ya no puedo pagar más me voy para la caja registradora. La fila es descomunal y por las puertas entra más y más gente, sus miradas son frenéticas, sus ojos están muy abiertos, sus labios se han separado dejando ver los dientes, como sonriendo con depravación. Miran para todas partes y se escabullen entre ellos, van y vienen, corren, gritan y pienso en la posibilidad de morir todos, en esa ínfima opción de que todo se acabe en unas semanas. Empiezo a sentir miedo, abrazo mi carrito de mercado, pongo mi cara encima de las cervezas y recuerdo que no tengo un arma, ni un bate de béisbol en mi casa.

Pago la cuenta, no sale tan caro como lo imaginé. En el parqueadero la gente sube sus cosas a los vehículos, lo hacen con desespero. Miro al cielo, me quedo un rato observando, buscando a los jinetes bíblicos, no los veo. Aguzo mis oídos, quiero escuchar la corneta del ángel de la iglesia mormona de mi ciudad, pero lo único que logro oír es el ruido del pánico. En casa, con la alacena llena, me voy a mi habitación a leer, acaricio a mi gato, pienso que me deje contaminar por la desesperación y el pánico infundado por el Facebook y el Whatsapp. Recupero la calma, me siento bien, tranquilo y seguro bajo estas cuatro paredes. Aún no soy consciente de lo que viene, de cómo el mundo se va a empezar a desquebrajar, de cómo todo cambiará para siempre y de cómo los siguientes días me voy a sentir angustiado por mi ineficacia a la hora de escribir.

Es sábado 14 de marzo y aún no empieza la cuarentena, no hay contagios en mi ciudad, nada grave ha sucedido, aún.

*Seudónimo.

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