Seis y media de la tarde del catorce de julio y en Sinaí, corregimiento de Argelia, en el departamento del Cauca, la gente se congregaba en su plaza central. Más amarillos que azules o rojos empezaban a emocionarse, con vuvuzelas y pitos previo al partido más importante que jugaba Colombia en los últimos 23 años.
La pólvora suena, la fiesta empieza y los aplausos con cada toque de James o cada corte de Davinson se celebraba como un gol. Familias enteras sentadas en el polideportivo esperando ver a Colombia campeón, algunos otra vez, algunos otros por primera vez. El pitido final de un partido reñido y con un final decepcionante marca el inicio del resto de la noche y el fin de la posibilidad de una fiesta continua que cerraría con el sol asomándose en las calles del pueblo en medio de pitidos, cantos, tambores, música y alborada. Entonces, sin campeonar, empiezan a sonar aquellos corridos y rancheras en las cantinas para intentar mermar la decepción y continuar la fiesta de domingo.
Temprano, muy temprano en la mañana, la decepción seguía recorriendo la polvareda de las calles de Sinaí. Ya no se veían banderas en el pueblo, y las camisetas de la selección cambiaron por camisas de manga larga para protegerse del sol que arreciaba en el cielo caucano. A su vez, un runrún de violencia empieza a correr. Y en medio de la frustración por la final perdida y el sueño apagado de todo un país, rompe el silencio una vecina del pueblo para indicar que “ya inició la alborada por la final perdida”. Y así, casi como durante un show de pirotecnia, los pobladores empiezan concentrados a divisar las montañas mientras escuchan los estruendos de las bombas y las ráfagas de fusil que cesan contados segundos, casi como tomando aliento, para seguir escupiendo balas iracundas en medio del entramado de la cordillera, a escasos quince minutos de allí.
Lee también: Contarsis: narrar el conflicto armado como herramienta de reparación y sanación.
Y es en ese momento que todo se vuelca. “Se fue al carajo el día” resopló una señora mientras atendía la tienda. Las motos empiezan a rondar el pueblo con personas vestidas de civil con armas asomándose en las partes traseras de sus pantalones. Dos camionetas van abordando a quienes ven ajenos y les ordenan desalojar de inmediato la zona, pues el combate cada vez se siente más cerca y el retumbar de los estallidos, como pasos de un gigante que hace estremecer lo que esté cerca, cada vez hacen vibrar más los pies de quienes estén allí. No pasa mucho tiempo para que se anuncie que hay que huir, que la violencia vuelve a ser parte del paisaje en medio de las montañas pintadas con el verdor potente de las plantas de coca. La gente se empieza a entrar a sus casas, con sus hijos, hijas y parejas. Tampoco pasa mucho cuando empiezan a salir para buscar con cierto ademán de desespero algún carro de línea, moto, carro o camioneta particular que pueda llevarlos. Algunos van con maletas cargadas de ropa, algunos otros con mercado y un par de carros salían incluso con colchones en baúles y platones.
Entre Sinaí y la cabecera municipal de Argelia el recorrido es de cuarenta minutos aproximadamente. Un recorrido corto bordeando la montaña en vías de arena pisada y con algunas obras en desarrollo. Hacia la derecha se pueden ver algunos de los paisajes más espectaculares del suroccidente colombiano. Cuarenta minutos que se sentían como horas mientras al borde de la carretera, familias enteras que venían de veredas como El Encanto, esperaban bajo ese sol incesante que alguien parara y los llevara a un lugar menos inseguro. Así mismo, algunos muertos sobre la vía convertían el recorrido en un camino de zozobra, pues la incertidumbre traía a la cabeza el pensar que no se sabía con qué se podía topar quién viajase tras cada curva.
Lee también: Juventud del Meta y Guaviare busca mayor incidencia política y social.
Ya en Argelia, conforme se va entrando, el ambiente cambia. En el coliseo se ven unas carpas y cómo empiezan a llegar las familias desplazadas. Más hacia el centro, ya no se ven tantas personas y el motor de las motos que rugían en Sinaí, se convertía en un ambiente que retumbaba silente en medio de lo caldeado en cada una de las calles del pueblo. Uno que otro zambombazo rompía el silencio frente a la Estación de Policía de Argelia, en medio de un calor abrasador de una tarde sin viento. Dos policías en la esquina de la estación cargaban sus fusiles y buscaban la sombra mientras bromeaban sobre algo en sus celulares, mientras al frente conductores de transporte intermunicipal limpiaban sus camionetas con apuro y renegaban, mientras otros tantos vehículos casi como en un performance improvisado y atroz, llegaban con grafitis negros y rojos. “Frente Carlos Patiño”, “FARC-EP”, “Bloque Occidental presente” entre otros mensajes se vieron en camionetas, automóviles, carros de línea, camiones y volquetas que pasaron por los retenes a escasos diez minutos de la vía de salida de Argelia que conduce hacia el municipio de Balboa.
Sobre el inicio de la tarde, salir de Argelia representaba un riesgo por los combates y el retén, así que quedarse allí era la opción menos arriesgada. Sin embargo, y de sopetón llegó información al pueblo que el retén había sido levantado y había que salir. En el camino los carros andaban con recelo, a cada curva disminuían casi que intentando estirar el tiempo y lo incierto de un encuentro con algún grupo armado. En cada recta, el acelerador se pisaba a fondo. Y mientras pasaban los kilómetros se dejaba atrás el paisaje colérico en el que resopla el viento con fuerza y por momentos se corta su andar para dar paso al recorrido fúrico de las balas de fusil y el retumbar de los explosivos que hacen parte de ese nudo de montañas del sur del Cauca, y que después del día que los colombianos esperaron durante 23 años, la pólvora de una alborada violenta indicaba lo frustrante de aquel pitido que marcaba el triunfo argentino, el desánimo colombiano y las dinámicas guerreristas que vuelven a azotar a las poblaciones campesinas. Así fue que la violencia que cesó con una ilusión futbolera, retornó tempranera para indicar que la fiesta se acabó y la vida, injusta y canalla, volvía a lo que era, a lo que siempre ha sido, a lo que es.
Lee también: Pieles de ébano: mujeres resilientes en Buenaventura, Valle del Cauca.