La leña se apila en una de las esquinas. Rodeándola: cuatro estacas clavadas con carne; demasiadas costillas para tratarse de un gurre. Es carne de un novillo que al momento de ser sacrificado aún mamaba leche. Del mismo tamaño y más cerca del espectador: un machete amarrado al cinto de un campesino con sombrero desajustado y alpargatas. No alcanzo a imaginar qué dice, pero parece explicarle algo a Jesús.

La mayoría están sentados sobre un tablón y recostados contra travesaños de madera. El techo es de paja, las palmeras del fondo cananguchales, el perro del piso un perro, y la iglesia en la que están pintados no es más que eso: la iglesia de la Macarena en el Departamento del Meta. Sin embargo, la pintura no llama la atención por la calidad de sus trazos, sino por el poncho que Jesús tiene sobre su hombro izquierdo y que ahora me trae al recuerdo la toalla verduzca que Manuel Marulanda Vélez “Tirofijo” usaba cuando aparecía en la televisión en la zona de despeje.

La Macarena hacia parte del territorio que el gobierno le había entregado a las FARC. Para entonces el párroco de la iglesia era Ricardo Lorenzo Cantalapiedra, un salesiano español que trabajó en labores humanitarias durante 28 años. Su historia en la zona de despeje parece reflejada en el cura de la mitad del mural que viste una túnica negra y que recibe un abrazo de uno de los campesinos allí presentes en una señal de afecto y confianza. Tiene sus motivos, me dice uno de los pobladores: salvó a más de un centenar de hombres condenados a muerte por saquear el campamento “El Borugo” y ayudó a que liberaran varios secuestrados. Pero al igual que la historia de muchos llaneros que habitaron el territorio para la época, Cantalapiedra debió soportar no sólo los hechos delictivos de los guerrilleros sino los del ejército que intentaron ocupar el territorio cuando las negociaciones acabaron.

Cualquiera que haya tenido que trabajar humanitariamente para evitar que tanto la guerrilla como el ejército cometiera sus delitos sabe que ambos lados del conflicto cometieron errores. A Cantalapiedra lo acusaron y capturaron por rebelión. La población que en el 2001 debía acatar órdenes del Mono Jojoy después se vio estigmatizada: los detenían en las calles, los obligaban a vaciar los bolsillos y descargar las mulas. Debían probar que su fe estaba en la causa y no en la de los guerrilleros, o era probable que terminaran siendo uno de los dos mil cuerpos enterrados sin identificar que hasta hace poco encontraron en el cementerio, ubicado a unos metros del aeropuerto (la única vía buena de acceso).

Se me antoja hablar del hombre derrotado con gorro negro que parece sostener dinero o lotería en sus dos manos. Es de los pocos que mira al espectador, pero no es una mirada afable; por el contrario: desconfiada, cansada. El arte hace parte de la expresión social de un pueblo: afrocolombiano, baquiano, campesino, vaquero, un crisol de culturas habitando un territorio estigmatizado hasta el día de hoy, porque primero los acusaron de paramilitares y después de guerrilleros. ¿Qué queda de los bombardeos, la guerra, el reclutamiento? Quizás la respuesta esté en el fondo del paisaje, o en la sonrisa pacífica de la madre que sostiene a su bebé. Mientras tanto el recuerdo y no olvido del poncho sobre el hombro de Jesús es suficiente.

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