Ser o no ser

En el ejército del poderoso General Alejandro Magno, se tenía como consigna que cada soldado debía estar dispuesto a morir por su compañero, al punto, que la estrategia de pelea se basaba en que un soldado debía proteger al otro y así sucesivamente de forma semejante a la de las escamas de un pez. En esto según los historiadores radicaba su efectividad en la batalla, llegando a la edad de 22 años a conquistar y gobernar grandes extensiones de tierra en Europa, Asia y África, sobrepasando imperios como el Sirio, Babilonio o Medo-Persa.

Una de las anécdotas que sobre Alejandro Magno he leído y que me ha causado interés, sin saber a ciencia cierta si es real o ficticia, fue aquella en la que se le informó al General que dentro de sus soldados había uno que era cobarde, pues tenía temor a la batalla. Alejandro quiso entrevistarse con el soldado, con el propósito de adoctrinarlo en la necesidad que había en sus filas de pelear con valentía, pues de la flaqueza de un soldado dependería la destrucción de todo su ejército.

Ante Alejandro se presentó el tímido soldado, sin ánimo siquiera de levantar su cabeza. El General de forma firme pero amistosa le preguntó: dígame, ¿Cuál es su nombre? El soldado respondió: Mi nombre es Alejandro.

Alejandro Magno le dijo: Le he preguntado, ¿Cuál es su nombre? No, ¿Cuál es mi nombre? El soldado le dijo: Yo me llamo Alejandro.

¿Cómo era posible que un soldado cobarde pudiera portar el sublime nombre del General que se hacía reconocer por su valentía y coraje?

Alejandro Magno un poco decepcionado ante la respuesta del soldado le dijo: le doy dos soluciones:

  • Le permito llevar mi nombre pero debe dejar de ser cobarde.
  • Siga siendo un cobarde pero deje de llevar mi nombre.

Muchas son las reflexiones que se pueden desprender de esta anécdota. Especialmente para aquellos que fungen como servidores públicos o que ocupan cargos en las diferentes entidades del Estado.

No porque sean cobardes, o porque se les deba catalogar como tales, sino por el hecho de representar al pueblo, desarrollando funciones con fines públicos o de provecho para la sociedad, pero con actitudes y prácticas totalmente contrarias. Actitudes déspotas, gruñonas y parsimoniosas. Con prácticas desleales y deshonestas hacia quienes de forma directa o indirecta los han puesto en dichos cargos.

La razón fundamental de la existencia de un cargo público, es el servicio a la comunidad. Es la disponibilidad y completa entrega a satisfacer las demandas y necesidades de un pueblo. Sea cual fuere la entidad del estado, el cargo público que se desempeñe, el interés general y el deseo de satisfacer las necesidades especialmente de los más vulnerables es el objetivo primario de su razón de ser.

¿Por qué entonces, vemos una actitud tan mediocre por parte de los ocupan dichos cargos? Porque no son servidores públicos en esencia, solo de nombre. No están en estos cargos por un compromiso con la ciudadanía, no los motiva un sincero llamado o vocación a trabajar por los demás, sino que ocupan estas posiciones, por favores políticos, por intereses particulares, por motivos egoístas.

Ser o no ser, es la cuestión. Se es servidor público por conveniencia, o se es servidor público por vocación.  Quisiera que nuestro sistema de gobierno se caracterizara por tener individuos con empatía, individuos interesados en las necesidades de sus comunidades, individuos involucrados en proponer y participar en proyectos productivos y de cambio. Servidores públicos dispuestos a sacrificar su comodidad, su tranquilidad, para ver a sus comunidades en condiciones de vida favorables, y dignas. Avocados a defender los derechos de los más necesitados. Enfocados en hacer todo aquello que represente el bien de sus compatriotas.

Como Alejandro Magno podríamos proponer dos soluciones:

  • Si quiere seguir llamándose servidor público, debe cambiar su comportamiento indiferente e insensible para con los demás.
  • Si quiere seguir siendo insensible, egoísta e indiferente, deje de ser llamado servidor público.

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