Tuvimos que alejarnos para sentirnos más cerca que nunca; hay lugares a los que por ahora no podemos regresar, es un hecho que no podemos salir, pero tal vez sí estamos o podemos ir más a dentro, a permitirnos florecer y dejarnos ahogar en pensamientos. Desbordados de emociones, al fin y al cabo, porque estamos confinados de cuerpos, no en emociones.
Mirar por la ventana tal vez se ha convertido en la acción más repetitiva, viviendo de físicos recuerdos y añoranzas, de lo que alguna vez fue cotidiano. Parece que la pandemia trajo mucha incertidumbre y con ella llegaron las preguntas: ¿Qué es una ciudad sin gente? ¿Qué de bueno tiene la muerte? ¿Pero en especial la muerte de ciertos sectores? ¿Y si ya no hay próximas veces? Hay un medio constante de que el mundo se pueda acabar y yo no esté cerca de quienes quiero. También creo que ahora muchas personas compartimos los mismos miedos, y nos sostenemos sobre la misma esperanza, al igual que estamos ensordecidos por la cantidad de información ruidosa.
Mil dudas rondan en mí, por ejemplo, no he dejado de cuestionarme un solo momento si debería estar en las calles haciendo reportería, me siento satisfecha con lo que hago, pero ahora solo soy un ser humano receptivo de la información, y aunque muchas veces la tengo de primera mano no puedo dejar de sentirme pasiva frente a toda la situación.
La vida cambió, el ritmo cambió, y entonces vuelvo al carrete de mi celular, reviso fotos y videos para revivir momentos, situaciones, sentidos. Extraño. Extraño de sobre manera la vida, y para mí la vida es estar con amigos, tirada en el suelo en la casa de Ana tomando vino, riendo hasta que me duela la panza, tomarme un café por ahí, caminar una alameda, estar debajo de un árbol haciendo nada.
Le leí hace poco a alguien que decía “Estudié comunicaciones y ahora me cuesta mediar” me adhiero a cada palabra, no quiero ver en la virtualidad una única forma de contacto. A mí me gusta estar. Aunque disfruto mi soledad, y puedo llegar a ser celosa con mi espacio, también me encanta agruparme, creo en el valor de la vida, la juntanza y el movimiento. Creo en los procesos de comunidad, en la humanidad misma, en la necesidad de las redes de apoyo, de reunir gente, generar articulación, crear espacios.
Soy la mujer a la que le gusta que el vientico le pegue en la cara, la que ensucia botas y se carga una maleta con muchos kilos; soy de viajar en bus, en chiva, en panga o avión, por eso anhelo volver, volver a la Guajira por unas tomas que me faltaron, a Piñalito, una vereda del Ariari, volver a navegar el Atrato para verlo con más detenimiento, regresar a Anorí a cumplir la simple promesa de volver, y tal vez pasando por el Norte de Antioquia ahora sí pueda subir al dichoso Páramo de Belmira.
Eso que alguna vez hice ahora, se ve lejano y pienso mucho en los abrazos que no di, en las veces que dije no, en lo lejos que se puede ver la última vez que salí a bailar, o a cenar en un restaurante, pienso en los reencuentros que siempre aplacé, pienso en lo robótica que se volvió la vida. Las celebraciones ahora son más íntimas, pero menos cálidas. Pienso en las veces que escuché que la vida era ahora, y lo ignoré. Recuerdo lo libre que era, que éramos.
Por ahora me regalo tranquilidad, esperando que la serenidad nos abrace, y como dijo Carlos Gómez “Cuando todo esto termine (porque seguro lo hará, quiero que el mundo se llene de primeras veces otra vez)”.
*Opinión y responsabilidad del autor de la columna, mas no de El Cuarto Mosquetero, medio de comunicación alternativo y popular que se propone servir a las comunidades y movimientos sociales en el Meta y Colombia.