Era un mojicón gigantesco, de esos redondeles cubiertos por azúcar, aunque este olía a orines de anden a las afueras de un bar. Me quise comer veinte, pero me llené con dos. Empecé a caminar por esa calle larga y adoquinada, era infinita, iba más allá del horizonte, era como estar en una playa e intentar ver al otro lado del mundo. Como a treinta y seis pasos la vista se empezó a nublar, a decir verdad, la puse china, asiática, para lograr ver a un árbol frondoso, como aquel que estaba en mi casa de infancia. Cuando estuve cerca de él descubrí que era un mango, estaba repleto de esas pepas carnosas y muy dulces, pero también expelía un intenso olor a chicle, a motitas. Entonces le dije, -ey árbol, ¿cómo estás? El mango alzó su mirada con unas Ray Ban bien oscuras, -Pues bien -respondió -aquí plantado. Luego del saludo le conté que cuando yo era niño tenía unas zapatillas con unas suelas que olían a canela. -Coma mierda -me respondió el árbol agitando sus ramas para que me cayera un bombardeo de mangos. 

Con la intensidad de aquel encuentro fortuito, seguí mi camino. De vez en vez miraba al árbol que se alejaba de mi mirada conforme continuaba mis pasos. En aquel viaje rumbo a las montañas me encontré una lata vacía de salchichas, era similar a esas que mi mamá abría los domingos y nos daba de una salchicha a cada uno en el plato. La agarré a patadas por esa calle larga, le di tantas, que en un momento pensé que, “pobre latica, yo golpeándola, debe tener hasta familia”. Entonces la tomé y la acaricié, la acaricié y la acaricié hasta que terminé pidiéndole perdón. La dejé al lado de un rosal, de esos que crecen en los antejardines del barrio Cádiz. En el muro de aquella casa había un aviso gigante que decía: Los Remansos. Seguí caminando. 

La noche cayó de repente, tenía una luna amarillenta y eso me removió la bilis, empecé a tener unas ganas intensas de vomitar que resolví escupiendo. Entonces me puse a escupir a cascadas y en esas me dije: “le voy a apuntar a esa luna hepática”. El primer escupitajo pasó cerca, pero el segundo le dio justo en la mitad y esa luna salió al carajo. Pasó por el cinturón de asteroides, voló y voló por el espacio, hasta que los anillos de Saturno la dividieron en dos. Pobre luna. El cielo quedó sin luna y yo fui muy feliz. La noche se llenó de puntitos blancos que titilaban con intensidad, más que nunca. El firmamento parecía lleno de pedacitos de azúcar, como las del mojicón que olía a orines de andén a las afueras de un bar. ¡Qué linda noche! Pensé en voz alta.

Era tan tarde que me empezó a dar sueño, uno de esos soporíferos como los que produce el Clonazepán. Estaba por caerme dormido cuando recordé que el camino para llegar a las montañas no era por esa calle larga, sino metiéndome por un callejón cerca de San Simón. Me fui por ahí, el sendero se hizo curvas, el aire de la noche se puso delgadito y me daba unos pellizcos profusos que me ayudaban a mantenerme despierto. En esas le dije a la noche, -ey, ponte menos fría. Ella volteó a verme y con vehemencia me respondió, -yo soy así de intensa, acostúmbrate. 

Subí tanto por ese camino andariego, que de momento todo fue vacío, una oscuridad tremenda, así que me detuve y me senté en una piedra en forma de champiñón. Los pedacitos de azúcar en el cielo ya no estaban, todo estaba tan negro que me entró un miedo aterrador, un miedo y una oscuridad que duró algunos minutos, porque casi de inmediato la penumbra cedió y la luz del sol empezó a derretir la noche. Pedazos de cielo marrones, ámbar y azulados hicieron una cascada de luces que iluminó aquella tierra, dejando ver las montañas que tanto había buscado durante la noche. Eran verdeazuladas, llenas de árboles que se veían diminutos y yo me pregunta si también olían a chicle. 

Caminé por entre las montañas hasta que la vi, ahí estaba, serena y coronada por el desorden, por ese matorral intelectual, por los ires y venires de los vientos paramunos. Nos tomamos de las manos, caminamos por un sendero angosto en donde a lo sumo cabía uno de los dos. Entonces nos volvimos uno solo, yo atrás de ella, muy cerca y rozando mi pelvis con la suya, se sentía tan rico que nos tirábamos sonrisas y ese pelo en desorden me golpeaba la cara, en ocasiones me comía pedazos grandes, pero no importaba, seguimos haciéndonos rico con las pelvis y fusionados por las manos. Ese caminito era tan angosto que fue imposible seguir caminando como íbamos, así que la tomé y la cargué en mis brazos. Ella solo sonreía con esa sonrisa en la que uno no sabe si sí o si no. Y uno con ganas de un sí. 

Bajamos tanto que llegamos a un valle cubierto por tulipanes, como los que vi un día cuando iba por una carretera de Luxemburgo. Era tan niño que pensaba que era pintura regada en los campos. Y yo les preguntaba, “¿todo bien?” Y esas flores me respondieron en coro que sí, pero que no olían a chicle. Sobre ese tapete de flores de mil o diez mil colores, nos dejamos caer, a decir verdad, empezamos a dar giros y giros, volviendo mierda las flores que se nos pegaron en el culo. Ella solo reía y reía, creo que estaba feliz. Ese cabello revuelto se había impregnado de colores de los tulipanes arruinados por el vértigo, creo que yo también era feliz. 

Con esas felicidades me fui con furia y le metí mi lengua en medio de sus dientes. El beso fue apresurado, acelerado, las lenguas tocaban hasta las úvulas, se revolcaban entre babas, nos sacudimos los dientes, los fluidos iban y venían, las bacterias, los virus y hasta los cabellos de ella pasaban de una boca a la otra. Ella me pasó algo de pollo frito que estaba alojado entre sus muelas. Y yo dije, -¡mmm qué rico pollo! Yo le pasé pedazos de masa del mojicón nocturno. Y ella con seguridad pensó “¡mmm qué rico pan!”

Nos volvimos a agarrar de las manos, nos apretamos con tanta fuerza los dedos que empezaron a chasquear. Así que nos rendimos del amasijo de manos y nos empezamos a agarrar los culos, las espaldas, los cabellos y hasta las almas. De tanto ir y venir del carajo por los cuerpos, nos descubrimos tan desnudos que nos vimos hasta la sangre que hervía a borbotones. Yo empecé a besarle los pies y sus dedos diminutos, descubriéndole unas ampollas gigantescas que le cubrían toda la palma del pie. Entonces le devoré esa gota de piel levantada y salió un juguito cristalino sabor a durazno. Sus ampollas eran frutas y me dije, “¡mmm qué rica está!” Ella hizo lo mismo, me besó los píes y me reventó con sus dientes mis ampollas y me dijo, -saben a fresas. Seguramente ella pensó, “¡mmm qué ricas están!”

Después de comernos las heridas del camino, volví a irme frenético sobre ella. Empecé por besarle la muerte tendida por flores de cerezo, me quedé allí por horas, hasta que con mi lengua babosita llegué hasta sus rodillas huesudas que estaban tremendamente deliciosas. Seguí subiendo por sus piernas de terciopelo, estaban llenas de migajas, de galletitas de jengibre, así que lamí y lamí hasta que mi lengua era un pedazo de carne repleta de carmesí mentolado. Y me dije, “mierda, son las piernas más ricas del infierno”. Las agarré desde las rodillas y subí con violencia hasta ese culo divino y con ese impulso mi boca terminó en su entrepierna. Metí mis labios, luego mi lengua, y fui metiéndome todo, mi cara, mi cabeza, mis hombros, mi tronco, mis piernas, hasta mis pies con sus ampollas succionadas.

Me metí totalmente entre ese océano profundo, repleto de pececitos de colores, de esos que hay en los acuarios. De pronto, aparecieron remoras que se acabaron de devorar los restos de mis ampollas. Aparecieron unos peces espada que intentaron atravesar mi corazón, pero con el más desabrido de los poemas logré convencerlos de irse a comer mierda. La ballena azul me dio unos coletazos sutiles y los delfines jugaron durante trece minutos conmigo, hasta que me hicieron explotar de la risa y salí volando de esa entrepierna aterrizando de golpe sobre una llanura lejos de ese valle de tulipanes. 

Cuando me levanté la vi a lo lejos, incrustada entre las montañas, sus téticas puntiagudas y rosaditas, sus cabellos sobre su rostro que cubría unos ojos blanquecinos y una boca pequeña, pero endemoniada. En aquella llanura me encontré con un perro que me persiguió para morderme, en realidad era un perro elefante. El bellaco me alcanzó y me mordió el muslo izquierdo, fue una mordida profunda que me arrancó la carne de tajo. La hemorragia de maní era abundante y el perro elefante se comió todo ese poco de maní. Debió pensar, “¡mmm qué rico maní!” Me alejé como pude a pesar de la herida, era como caminar cojo, con las patas chuecas, tirando pasos torpes. 

Volví al camino de subida para regresar junto a ella, quería más de esa muerte guindando de flores de cerezo, quería más de esas piernas espolvoreadas de migas de jengibre y de esa exquisita vagina llena de pececitos. El camino de subida era igual de angosto como el de bajada, tenía muchas curvas, pequeños ríos bajaban por entre las rocas y me saludaban salpicando mi herida de maní. Había hongos gigantes, más grandes que un hombre, que se devoraban entre el mismo sexo, eran unos monumentales hongos homosexuales. 

Un gato amarillo con blanco me dijo, -apresúrate, ella sigue esperando empotrada entre las montañas. Así que me apresuré, empecé a correr mientras subía por ese camino angosto. De vez en vez miraba al cielo y veía volando una fragata en esos aires paramunos, y me dije, “mierda, la pobre ha perdido el mar”. Ella me respondió con una pregunta, -ey tú, pobre diablo, ¿dónde queda Cartagena? Y nos fuimos de viaje. 

Como el camino se hacía peligroso por sus curvas y abismos interminables, me pegué como pude al barranco para continuar corriendo aparatosamente por mi mordida del perro elefante. Pero la suerte no acompañó mis pasos, se enredaron y sobre una curva me fui de jeta contra el mundo. Me caí por una grieta de aquella montaña verdeazulada, mientras rodaba veía pedazos de ella, las piernas, la muerte sobre su cerezo, las téticas exquisitas, puntiagudas y rosadas y su rostro de venada inocente. Caí y caí tan profundo que dejé de verla, iba rodando a doscientos treinta y seis kilómetros por hora. 

Con las rocas, con el suelo y con los troncos de árboles me despellejé, me quedó la carne viva. Era rojísima. Seguí cayendo, rodando como un bólido. Unas ramas secas me arrancaron los ojos. Unas piedras afiladas me cercenaron los labios y un tronco viejo estrellado por la voluntad de un rayo, me fracturó las piernas. 

Salí volando con más velocidad, aunque sentía mi cuerpo ingrávido, se fue poniendo como en pausa. Leeeentooooo. Me detuve, caí sobre las gigantescas y frondosas ramas de un árbol de mango. Quedé allí, como una criatura cargada por su madre. El árbol de mango olía a chicle. 

Ibagué, junio del 2021.

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