Nueve horas

Por: Nicolás Herrera*

Era un domingo de Semana Santa, transcurría el año 1990 y yo tenía cinco años. Mi madre me envió a la habitación para revisar mis uniformes escolares, cuando tomé la puerta que abría el closet, sentí por primera vez el infierno. Una punzada helada entró por mi estómago, me congeló las vísceras, el corazón se aceleró, mis manos se empaparon en salitre y llegó una sensación de muerte inminente. Me metí debajo de la cama, lloré de forma desconsolada, por los lados de mi cama creía que iba a entrar algo o alguien que me mataría, podía escuchar los latidos del corazón, la boca se me hizo vinagre y el estómago era un congelador.

Mi madre y nadie de mi casa se dieron cuenta de la situación. Desde ese día he tenido que forjar mi carácter, mi personalidad, mi vida y todo lo que soy con esa cosa espantosa dentro de mí. Muchas veces sucedió siendo niño, adolescente y ahora en la adultez de forma más fuerte, no desaparece o se hace menos agresivo, por el contrario, aumenta su nivel. Los médicos lo llaman episodios de ansiedad y ataques de pánico.

Treinta años después, el Gobierno Nacional ha decretado la cuarentena producto de un virus que tiene al mundo paralizado. Mi alacena sigue llena, las compras en el supermercado harán que no tenga que salir por muchas semanas y mi lucha contras las palomas en el techo ya se calmó, de hecho, hicimos las paces. Hubo un acuerdo de paz muy formal, con todo el protocolo para subsanar nuestras diferencias. Todo sucedió en mi cabeza, pero creo que los animales recibieron el mensaje, se están portando mucho mejor.

Hoy, cuando se cumple casi una semana de aislamiento obligatorio o cuarentena que es lo mismo, me levanté tarde, es domingo, la noche anterior vi televisión hasta tarde y jugué con el gato hasta el cansancio. Sobre las diez de la mañana un vecino alegre como de costumbre puso algo de música mientras lavaba el frente de su casa, era uno de los pocos que aún no lo había hecho. Su equipo de sonido lanzó vallenatos, luego salsa, él cantaba mientras arrojaba agua bajo el sol abrazador del Llano. Y yo, en mi pecho, iba sintiendo algo raro pero normal para mí. Empezó a hacerse pesado, como si tuviera una carga gigantesca que empujaba hacia afuera, dejando un vacío que cortaba la respiración.

Hice las cosas de rutina, me duché, me vestí rápidamente, respiré profundo, ocupé mi mente en algo y leí a García-Márquez. La música seguía, no estaba fuerte, pero la escuchaba en la sala de mi casa, como si el equipo de sonido estuviera ahí mismo. A las dos de la tarde el demonio en mi interior salió con fuerza, se apoderó de mí y ya no puede sostenerlo más. El corazón se aceleró, cerré los ojos, me concentré y podía sentir los latidos, era un golpe en el pecho que se volvía una carga descomunal, mientras el estómago se congelaba. La saliva desapareció, en su lugar quedó una sustancia avinagrada y podrida que me obligaba a abrir la boca. Me empapé en sudor, mi piel se hizo agua, los dedos de las manos se volvieron ancianos y no podía respirar. Empezó el ataque de pánico.

Me fui rápidamente al segundo piso de la casa, los sentidos se agudizaron, escuchaba todo a mi alrededor, el ruido de algunos animales diminutos mientras caminan en el cielo raso, el collar de mi gato mientras corría abajo en la sala, las gotas de agua que caían de la ducha, el aleteo de un pájaro que volaba frente a mi balcón. Quería hablar, así fuera solo, entonces la logorrea surgió, hablé conmigo, con las voces que salían de mi cabeza, el susurro de mis tripas que me pedía que me extirpara el frío inmisericorde que me despedaza, hablé y hablé sin parar, discutí con Nicolás, lo maldije y lo reté a que fuera hombre y terminara la pesadilla. Mis ojos veían Cronopios y Palatoas, mis manos se lanzaron a tocarlos, podía sentirlos, arranqué un Cronopio y me lo comí bajo la sombra de una Palatoa.

El olor de la mierda residual en mi culo llegó a mi nariz, se revolvió con el vinagre que salía de mi boca y el maldito pecho pesaba mil toneladas. El estómago completamente congelado, podía sentir el frío y mis manos luchaban por arrancarlo contra la integridad de mi piel. Mi abdomen era un polar. Doblado, extenuado por la lucha, llegó el miserable, el más oportunista enemigo, el verdugo de siempre, empecé a sentir que mi muerte era inminente, justo en el momento de mayor debilidad, cuando no tenía fuerzas. Por favor, que alguien apague esa música.

Me hago fuerte, bajé al primer piso en donde el sonido era más fuerte y me decidí a enfrentarlo. Me acosté en el sofá, le subí volumen al televisor, había un puto oso de peluche que tenía vida, fumaba mariguana y le gustaban las rubias. Por dentro, estaba despedazado y lloré incansablemente durante horas. A la cinco de la tarde regresé a mi habitación, encendí mi computador y escribí este texto miserable, en realidad, estaba pidiendo clemencia. Casi a las siete de la noche, con mi cuerpo hecho jirones, extenuado por la lucha de nueve horas, la música se detuvo, salí al balcón, mi vecino en la puerta de su casa junto a su perro me alcanzó a ver, me sonrió y me habló del calor que estaba haciendo. Yo, aún sin saber cómo, le regresé la sonrisa. Todavía faltaban horas para que mi mente asimilara que la tortura había pasado.

*Seudónimo.

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