Para escribir un ensayo no hay que pagar la factura del gas. Mejor si afuera llueve y el frío calienta el acero de la estufa como una premonición. Recordar el poema de Arango[1] y pensar en la visita de los rojos querubines del fuego. Arder, de ser posible, y entonces descubrir que por no pagar el gas la casa es solo frío y hambre. Hallar que en tales condiciones se agudiza tanto el pensamiento y la carne, que un ensayo puede freírse aún en el más remoto fogón de madera, mientras el fogón no arda. Y si ha de arder, que las cenizas sean de libros quemados.
El gas natural que llega a nuestros fogones debe ser explotado, almacenado, instalado y por último transportado hasta nuestra casa. El proceso de formarse un concepto es similar. En mi caso lo exploté a punta de hachazos a un tronco de guayacán, luego tuve que almacenar la madera, almacenarla bajo techo para conseguir que se secara, y por último transportarla hasta el fogón. Fue en una casa en el campo donde conocí el único fogón de leña que he visto. Un fogón puede decir tanto de una persona, como la pega del arroz de la calidad del fuego. Donde hay un fogón de leña, hay una campesina con los pulmones tiznados. Y donde hay pulmones tiznados no hay gas natural.
Si donde se almacena la madera de guayacán el agua alcanza a filtrarse, la humedad de la madera, al ponerse bajo el fuego, produce un humo que ahoga. Pocos campesinos he conocido que sepan nadar. La lluvia en el campo puede producir la creciente de ríos que atraen a su paso la testuz de una vaca, y si la vaca tiene dueño, y su dueño es un campesino, el agua se anuncia como una premonición de la muerte. Pero la lluvia es monótona al caer y fría tanto en la ciudad como en el campo, hasta que el frio (o la monotonía, nunca se llega a saber sinceramente) hacen que una persona en su casa busque la manera de encontrar calor, de salir de la monotonía con que las gotas caen, y entonces encuentre que los libros, además de la madera, son combustibles y premonitorios al ensayo.
Si deja de llover y calienta tanto como el Sol de Monterrey[2], los pastos pueden secarse, y una colilla de cigarrillo babeada y manchada de colorete es suficiente para que los “rojos querubines del fuego” formen una muralla incandescente capaz de alumbrar la más secreta madriguera de un cuervo. Pero no un cuervo cualquiera, sino el cuervo de Poe[3], o el cuervo del dicho popular que crece clavándole las garras a los niños campesinos de Colombia, con una voz que en vez de decir “Nunca más” se aferra a un: “trabaje, mijo, que yo no quiero eso de criar vagos para que después me saquen los ojos”.
Un ensayo puede freírse aún en el más remoto fogón de leña, mientras el fogón no arda. Porque si el caño se secó de tanto sol, y en la finca además de gas no hay agua, no habrá como apagar el fuego que consumirá además de la casa, el pasto. Arder, de ser posible, en medio de la llama y entonces descubrir que al intentar escribir bajo las palabras (antes tan diferentes, después de quemadas tan similares) se corre el riesgo de ser (o decir) lo mismo que otro escritor.
Por eso, una vez leído un libro hay que arrancar las hojas y ponerlas bajo el acero del fogón con voluntad e ignorancia[4]. La misma voluntad (y la misma ignorancia) que se necesita para escribir un ensayo y para decidir no pagar la factura del gas. Porque el gas natural y la lluvia son el sinónimo del estado de ensimismamiento y comodidad en el que está una persona que no ensaya o lo intenta, y el fogón de leña es sinónimo de la incomodidad (real, por cierto) que produce la madera y el fuego, con la honestidad de lo que podemos pensar acerca de un hecho o cosa. Hay quienes se tiznan los pulmones de negro y no lo saben, porque no ensayan saberlo, mientras el sol o la lluvia se convierten en dos dioses que juegan a su capricho en una tierra en la que la oración (la que se hace de rodillas y la que se hace con un esfero) no es suficiente ni para aplacar al sol, ni para detener la lluvia.
[1] Visita, José Manuel Arango.
[2] Sol de monterrey, Alfonso Reyes.
[3] El cuervo, Edgar Allan poe.
[4] El maestro ignorante, Jacques Rancière