Franco Constanzo Geymonat se paró sobre la mitad de la línea blanca de 7 metros con 32 centímetros. A sus espaldas miles de personas lo puteaban y él, con sus brazos estirados intentando hacerse gigante, levantó la mirada quedando conectado con un muchacho de carácter recio y que por aquellos días llevaba un tren de conflictos con su jefe. Ese otro hombre enclavado en la seguridad de un palco, no esperaba que el número 10 que estaba a punto de patear un penal le hiciera un reclamo ante más de 50 mil hinchas furibundos en una noche del clásico de la Argentina, el Boca River.
Baldassi ordenó el cobro con un potente pitazo y Juan Román Riquelme se fue en franca carrera pateando el balón a la mano derecha de Constanzo, quien se estiró de manera imposible atajando la pelota que salió disparada al cielo. Román, que era talentoso como nadie y que luchaba hasta el final, se levantó por los cielos y de un cabezazo les arrebató el balón a las estrellas, a Dios o quien fuera y superando a Celso Ayala puso el 2 a 0 en el marcador. Era gol de Boca, la Doce se fue en avalancha hasta la malla y Román sin celebrar se fue corriendo a la mitad de la cancha.
Ahí, en ese punto, en donde otra línea blanca divide los bandos, Román puso sus manos en sus orejas, miró a Macri, su jefe o lo que fuera el tipo que luego sería presidente de la Nación, y le protestó simulando a Topo Gigio por el pago de muchos premios que los jugadores reclamaban. Ese gesto, que para millones sería algo simple, sin sentido y hasta banal, se quedaría en la retina de la prensa deportiva del país, de los hinchas y luego sería una especie de grito o gesto de batalla para reivindicar a los incomodos sudacas que han poblado el viejo continente.
21 años antes de ese cobro de penal en Buenos Aires, Argentina, un grupo de estudiantes que querían comerse el mundo y que salieron de la dictadura franquista dispuestos a hacerse notar, estaban reunidos en el bar El Pentagrama o mejor conocido como El Penta, en la calle de La Palma número 4 en Madrid el 9 de febrero de 1980. Eran el inicio de los últimos días del invierno europeo y aquellos muchachos, abrigados con chamarras oscuras, bajo el liderazgo de Javier Urquijo, líder del grupo Tos, estaban realizando un sentido homenaje a José Enrique Cano Leal “canito” fallecido un mes atrás en un accidente de tránsito en España.
Ese día fue el germen de un movimiento contracultural en España ampliamente famoso por sus implicaciones de tipo político para reivindicarse tras años de la opresión franquista. La Movida Madrileña tuvo sus mejores años hasta 1985, en donde la música especialmente marcó la línea de aquellos jóvenes en búsqueda de espacios y en donde pudieran ser escuchados. En ese contexto nacieron expresiones, coloquialismos, sociolectos, cronolectos y la lengua, amplio campo de batalla en el que se construye y se deconstruye, también hizo sus aportes.
En pleno apogeo de La Movida, Carlos Segarra Sánchez, un día ante su público en un pequeño concierto generó una de las palabras que más impacto ha tenido en la xenofobia en la península ibérica para los sudamericanos. Con tan solo 16 años y ya siendo el líder de la banda musical Los Rebeldes, manifestó que él tocaba “al lado de magos, sudacas y travestis”. No se sabe con certeza si aquella declaración tuvo el carácter peyorativo, lo cierto es que durante años esa palabra ha sido usada ampliamente para calificar despectivamente a un migrante de esta zona del mundo.
El fútbol, el deporte más ampliamente practicado en el mundo, el que genera más amores que odios, pero también tristezas, lágrimas y hasta las más profundas pesadumbres, especialmente si la persona es hincha de Millonarios, no ha estado alejado de expresiones racistas por los pendejos que tienen problemas con los colores, especialmente por el de la piel. América, especialmente Sudamérica, se ha plantado con fuerza ante Europa futbolísticamente hablando, es la epopeya del grande contra el chico, el débil y el fuerte, pero también la lucha anticolonial llevada a un gramado para ser dirimida por goles.
Los racistas y también los que no entienden la alegría de los latinos para jugar al fútbol, a los apasionados argentinos, a los desordenados, pero brillantes jugadores del Brasil, a los aguerridos paraguayos, a los persistentes bolivianos, a los inconstantes colombianos y a los beisbolistas, digo, a los futbolistas venezolanos, han sumido a los mejores talentos de esta parte del mundo al desolado y frío espacio de la banca de suplentes. Incluso, el último gran 10 de Boca tuvo que verle la cara al lugar más triste de una cancha de fútbol, por culpa de un tipo que parece un bebé rollizo y que odia la alegría del juego.
Hoy, en diciembre de 2022, 21 años después que Topo Gigio le plantará cara a Macri por la plata que quizás se robaba de los premios de los jugadores, un hombre claramente asocial producto del síndrome de Asperger se va directo y después de cobrar un tiro penal hacía el bebé rollizo de apellido Van Gaal y le hace la expresión de Topo Gigio y el partido, que para ese momento ponía dos goles a Argentina por encima de los holandeses, estaba caliente y se iba a ir así hasta los vestidores, incluso hasta el lugar en donde un bobo miraba a un genio hablar ante una cámara.
La escena tenía lugar en Qatar y al otro lado del mundo, en Buenos Aires, Argentina, por medio de un televisor empotrado en una pared, Franco Constanzo ve la escena, cierra por un momento sus ojos claros y deja salir una pequeña sonrisa. Recuerda aquel penal que le tapó a Román y se da cuenta que, si se hubiera levantado más rápido para evitar el cabezazo lapidario, hoy, un tal Leo Messi, no estaría dándole cara a Europa, a su racismo estructural y las orejas del Topo Gigio nunca hubieran existido.