Por: Nicolás Herrera*
La habitación en la que decidí recluirme en el año 2020 era la última al fondo de una casa de dos pisos, un recinto de pocos metros, con una cama y un televisor. La señal de internet que llegaba de la planta baja era buena para el computador, tenía libros, un baño al lado y un ventilador que rebajaba la temperatura en las tardes. Eran los días del aislamiento global por un virus que producía neumonías y mataba por miles a diario. Mientras tanto, el mundo exterior de la casa me parecía demasiado ruidoso para mi creciente ansiedad, por lo que tomé la decisión de confinarme en el lugar más silencioso de la casa.
Para aquellos días un documental me mostró a los Hikikomoris y la idea me pareció estupenda. Lo primero que hice fue empacar, como si me fuera de viaje a las islas Comoras, aquel lugar en donde me perdí por primera vez, cuando tenía veinte años. Empaqué muchas pantalonetas, camisetas, ropa interior, dos pares de zapatos y demasiadas medias de un mismo color, negro. En una caja empaqué una pequeña cocineta para hacer mi té de manzanilla, para bajar la ansiedad. Acordé que la comida me la dejaran en la puerta, una sola comida al día. Hice una agenda de actividades, la cual a la primera semana abandoné porque mi cabeza empezó a dar vueltas hasta volverme un ermitaño. Era lo que quería.
Salía al baño a la madrugada, no quería ni que las sombras de la casa me vieran, entonces hasta retiré el espejo. El plan era vivir encerrado mientras durara el virus husmeando por ahí, dando vueltas, contagiando y matando gente. Pero en realidad, le estaba huyendo al mundo y a sus ruidos cotidianos que no le hacen daño a nadie, aunque a mí me generaba batallas al interior de mi cabeza que duraban por horas. Lo último que vi antes de encerrarme en la habitación, fue a mi gato, que en esa época se llamaba Bukowski, un mono consentido y muy travieso.
Al mes de estar encerrado tenía como logro principal, haber terminado de leer mi segunda novela, descubrí errores, los corregí y andaba editando a toda velocidad, porque al terminarse la cuarentena debía buscar una editorial que me diera para comer. Dejé de bañarme, me acostumbré al mal olor, a esa mezcla de olores entre el vinagre y el amoniaco, me había convertido en un saco de olores nauseabundos, pero todo iba pasando tan rápido que esa nueva vida en ese micromundo me agradaba.
Empecé a oír el silencio, la pausa que hay entre el vacío y la tormenta de los recuerdos, dejé de tomar medicación psiquiátrica porque esa soledad me generó adicción. El mundo, esa cosa llena de ruidos, había desaparecido y ya no quería volver a estar en él. Dejé de usar ropa, estaba desnudo y empecé a dormir en el suelo, porque la cama la sentía a privilegio. También dejé de masturbarme, porque las energías las puse en leer, para ese momento mi día era diferente a lo que una vez planeé.
Para los días finales de la cuarentena, cuando en el televisor veía las filas de gente vacunándose, algo empezó dentro de mí a decirme que ya era hora de volver, pero no lo quería, el mundo se podía ir al carajo. Hasta último momento conserve la rutina de los últimos tres años y ocho meses. Mi día empezaba a las siete de la noche, me levantaba del suelo, me estiraba y buscaba algo de galletas de jengibre. No abría la puerta porque en la casa, afuera de la habitación, algo me podía robar el silencio, entonces a esa hora empezaba a leer. Lo hacía hasta la medianoche, hora en la que abría lentamente la puerta para buscar mi comida.
Como se acercaba la hora de salir, empecé a ver mi reflejo en la pantalla del televisor cuando estaba apagado, parecía un cavernícola, un animal y la habitación era una caverna apestosa pero agradable para mi mente que por fin se había sanado y no había vuelto a sufrir de ansiedad en meses. La montaña de libros que llegaba hasta el techo era equivalente a los años y meses de encierro, la grasa apelmazada en la pared daba cuenta de los días calurosos y del ventilador arruinado por un corto circuito y la maleta llena de ropa y casi intacta, era el vestigio de mis días de desnudez.
Programé mi salida definitiva para el último día del mes de mayo de ese año, calculé que los contagios debían ser mínimos en la ciudad y, ante todo, la demencia colectiva ya se había sanado, los saqueos y las revueltas serían cosas del pasado. Era el momento de un nuevo amanecer y mi novela prometía bastante para la nueva sociedad que se debía estar levantando, aunque yo era un salvaje, había regresado a los orígenes primitivos del hombre, era más animal que nunca y aún no descubría lo útil que eso sería en la civilización deprimida que se estaba erigiendo.
A la medianoche del último día antes de salir escuché un disparo y luego dos más, luego tres y luego demasiados, así que salí empeloto y lleno de pelos por todas partes, me asomé en el balcón y vi gente muerta, esparcida por la calle interior del condominio. Eran mis vecinos ruidosos. Bajé al primer piso, abrí la puerta de la calle y los vi sucios, mugrientos y con ropas sudorosas, parecía que llevaban días sin cambiarse de ropa y yo era todo un animal, porque los perros me olían el trasero y batían sus colas.
Salí a la portería, no había nadie, y en la calle los carros escaseaban y nadie se preocupaba por mi desnudez. De tal manera, regresé, entré a mi casa, subí las escaleras y me encerré de nuevo en la habitación. Tomé un libro con cuentos, lo abrí en cualquier parte y empecé a leer, “Los hombres en el campamento se tensaron. Una ligera brisa vino del oeste y olía a mierda de caballo. Alguien tosió. Las mujeres se agazaparon en las carretas, bebiendo ginebra, rezando y masturbándose. El crepúsculo se acercaba.”
*Seudónimo