La habitación del hotel es como todas, vacía, triste y desoladora, esos espacios siempre recuerdan que se está lejos de casa. Por naturaleza no tienen alma, lo que sí tienen, es un montón de corotos, algunos sofisticados y otros viejos. Eso depende de la tarifa pagada. El aire es caribeño, tiene ese empalago de la sal y la humedad que se pega en la piel, poniéndola brillante y empapando la ropa. Abajo, en la piscina, unas cincuenta personas beben cerveza, comen empanadas con una salsa blanca que puede ser cualquier cosa, escuchan música y en el agua huyen del calor que sofoca. Es la una de la tarde y el sol impone unos treinta y cuatro grados a la sombra.
Al otro lado, en el bar, un hombre de buena talla reparte tragos y cerveza al granel, todos tienen sed y la tarifa incluye todo, hasta desperdiciar. La gente se agolpa, reclaman más y más, una vez con el botín en sus manos, caminan con sofisticación a la piscina, se ubican justo debajo de una buena sombra, beben, comen más de lo que necesitan y sonríen. Es la ilusión del turista de quererlo todo y sentir que lo logran de momento, es una especie de poder banal, pero al fin y cabo poder. Se sienten dueños de todo. La escena transcurre en un hotel en Playa El Agua, Isla Margarita, República Bolivariana de Venezuela, corre el mes de Febrero del año 2019 y el país vive una de las peores crisis económicas en la historia de Latinoamérica.
Cerca de allí, a menos de cincuenta metros y pasando una calle infestada de maleza que crece al lado y lado del camino, hay un edificio que parece blanco o que al menos lo fue. Domina una cuadra entera, tiene ocho pisos, un portón enorme de rejas oxidadas, sin ventanas ni puertas, es un armazón que se cae a pedazos. Al frente, hay un hombre blanco, de mediana estatura, cabellos y barba ceniza. Está hablando, parece discutir con otro hombre y al fin, cuando estoy a unos pasos, logro escuchar que están negociando. Uno de ellos ofrece menos de un millón de dólares, el otro no acepta, dice con tono fuerte y alto que deben ser un millón o no hay trato. Los dos están negociando la compra del inmueble, es un hotel, bueno, son las ruinas de un hotel enorme.
En playa el Agua, se pueden contar los hoteles, resorts y casas veraniegas que se han transformado en esqueletos de concreto, todos tienen sus paredes desnudas, casi sin color, sin ventanales, sin puertas y con las piscinas llenas de nada. Cerca de allí, hay unos tres hoteles abiertos que dejan ver uno que otro turista, en su gran mayoría colombianos, ecuatorianos y peruanos. La pujante isla de otrora, que recibía aviones de casi todas partes de Europa y Norteamérica, que la abarrotaban de turistas ricos, se hunde, pero no en las aguas del mar caribe, lo hace entre escombros de sus hoteles abandonados.
La negociación entre los dos hombres no se da, el fallido comprador (extranjero) se sube a un carro, saca su cabeza por la ventana y se va mirando predios abandonados. Por su parte, el vendedor me mira, él sabe que me di cuenta de todo y me pregunta si estoy interesado. Mi respuesta es un sí muy sonoro, pero no quiero comprar el hotel, quiero preguntarle por lo que pasa. Tras unos minutos de desdén, el hombre acepta hablar conmigo, lo hace ahí mismo, afuera de su propiedad. A mediados del año 2010, el empresario no aguantó la presión de las deudas a los bancos, la devaluación de la moneda, las restricciones cambiarias y sumado a todo, la caída de los turistas lo llevaron a cerrar su hotel. Si la crisis en otras partes del país se ve materializada en desabastecimiento, en Margarita, el abandono de hoteles es su equivalente.
En cambio, donde me hospedo, es un lugar moderno, limpio, algo lujoso, abarrotado de clientes. Su buffet ofrece comida casi las veinticuatro horas del día. En el bar hay cervezas y snacks a pedir de boca, los mozos lucen uniformes impecables y la música agita los cuerpos. A pocos metros de distancia el mar baña la famosa playa El Agua, una de las más grandes y famosas de la isla. ¿Cómo es posible aquel contraste? La respuesta parece simple, lo que sobrevive, es lo que evidentemente se ocupa de la demanda, ahora ya no se manejan las cifras de los turistas por miles, ahora solo es por algunos cientos. Según Corpotur, el promedio anual de ocupación hotelera llega al 20%, esta cifra, para un destino que puede ofrecer casi 46 mil camas, es claramente, el síntoma más diciente de la crisis.
A menos de una hora de donde me hospedo, encuentro un hotel de lujo, con casi 400 habitaciones, pero sólo funciona a la mitad. Mantiene cerca de 200 funcionando, aunque en un día normal hay menos de 100 con huéspedes. Esto se traduce de muchas formas, menos empleados, servicios suprimidos y todo lo que se deja de usar, poco a poco se deteriora. La crisis va por dentro, los empresarios lo saben, pero es poco o nada lo que pueden hacer. Aguantan la crisis como pueden.
En una semana visito doce hoteles, me encuentro de todo, desde los grandes y lujosos, hasta los más modestos. Entre los grandes hay un común denominador, se ven vacíos, aunque bien conservados y con personal que se desborda en amabilidad. En los pequeños, que por cierto son muy económicos, hay turistas por todas partes, especialmente colombianos. Esos hoteles logran tener ocupaciones record teniendo en cuenta las circunstancias, alcanzan un magnífico 80%. Francisco Torres, gerente del hotel en el que me hospedo, me dice que el éxito es ser pequeño, los edificios abandonados sucumbieron por sus altos costos de mantenimiento, los que aún se mantienen abiertos, hicieron movimientos oportunos, como los de cerrar pisos enteros y dejar únicamente lo esencial.
La cadena para la que trabaja Francisco, ha construido nuevos hoteles, el más antiguo tiene menos de 5 años y su ocupación es alta. Se olvidaron del turista europeo y se concentraron en el colombiano, peruano, ecuatoriano y centroamericano. Venden sus habitaciones a precios muy competitivos y el servicio ofrecido es de primera calidad. Lo que para muchos ha sido una tragedia, para otros es una oportunidad. Los nuevos hoteles de esa cadena no pasan de 100 habitaciones y se ubican en lugares estratégicos de la isla.
En los recorridos que hago veo el rostro de la crisis venezolana, volquetas y camiones adaptados como transporte público. Los buses escasean, los que no circulan lo dejaron de hacer por falta refracciones tan elementales como un par de llantas, un filtro y hasta un repuesto menor. Parece increíble que en el país de la gasolina más barata del mundo, no se consigan unos neumáticos. Cuando nuestro auto se detiene a repostar gasolina, veo una escena increíble. Una chica muy joven acaba de llenar el tanque de su moto y se va sin pagar. La inflación es tal, así como la devaluación de la moneda, que pagar un galón de gasolina resulta en la práctica algo imposible, no hay una moneda o billete de una denominación tan baja para pagar la compra. El tanqueo sale gratis para la chica.
En el centro comercial SAMBIL llego pasada la hora del almuerzo, los locales comerciales están abiertos, de hecho, no hay ni uno solo cerrado o desocupado. Eso me sorprende. Hay tiendas de ropa, zapatos, electrodomésticos y la plazoleta de comidas ofrece de todo. Aunque los compradores escasean, los vendedores están muy atentos a todo aquel que pase por el frente de sus negocios. Todos son muy amables, una amabilidad sin empalagos, es una amabilidad real, muy natural. Esto es un común denominador en todos los lugares que visité.
Allí mismo, justo al lado del centro comercial hay un hotel de lujo, un lugar de negocios en la zona de Pampatar, el edificio es moderno y lujoso. Nuevamente, la misma imagen, pocos huéspedes. Ningún directivo del hotel me responde de su ocupación o de su situación, todos me sonríen y me cortan ofreciéndome una cerveza. Claro, cortesía de la casa. Me invitan a conocer la piscina, en el último piso del hotel, con vista perfecta a la ciudad y sus calles, en las cuales circulan pocos carros.
Al caer la tarde regreso a mi hotel, voy al restaurante y el buffet promete una buena cena, hay todo tipo de comida y en abundancia. Las imágenes de televisión del desabastecimiento desaparecen por completo de mi mente, y hasta empiezo a reconsiderar la situación. La mesera llega a mi mesa y me ofrece bebidas, desde agua, gaseosas, jugos naturales y licores. Pido una cerveza, luego otra y otra, la mujer me sirve con agrado, al final recuerdo que estoy haciendo lo mismo que los turistas de la piscina, me estoy saciando más de la cuenta. La isla es una zona franca desde la década de los años 60, esto responde por qué en Margarita el desabastecimiento no se siente tanto como en otros lugares del país.
En la piscina, que normalmente cierra en todos los hoteles a las seis de la tarde o máximo siete de la noche, nos informan que ese día habrá servicio hasta las ocho y por qué no, quizá lo extiendan hasta las nueve. Los huéspedes, casi todos turistas empiezan a salir, cuento no más de cincuenta e inicia el carnaval de cerveza servida directamente a la piscina. La música suena muy fuerte, los meseros se acercan con bandejas llenas de tragos, sus viajes van y vienen incesantemente, en un momento la escena se vuelve faraónica en términos de abundancia. Todos (yo incluido) beben, se atragantan en cerveza, nunca hay un solo vaso vacío. Los pasabocas también desfilan y esa salsa blanca que nunca descubrí que era, se esparce en tacos, nachos y unas empanadas diminutas.
Rodrigo, uno de los salvavidas, parece indiferente a la escena, está sentado en una silla plástica y casi ni observa la piscina. Pienso por un momento si las horas extras son pagas aquí, esto considerando que el salario mínimo es de 20 dólares al mes, seguramente los empleados se molestan bastante con esas tres o cuatro horas adicionales. Y claro, el transporte público que en el día es escaso, en la noche debe ser como sacarse la lotería. Así que me decido y le pregunto, o mejor, me hago el turista considerado, ofreciéndole una disculpa tímida por esas horas de más. El muchacho de unos veinte y tantos, me sonríe, me da la mano con gran cordialidad y me da la respuesta más inesperada de todo mi viaje. Trabajan a gusto esas horas, ya que sí se las pagan, pero ante todo, pueden comer en el hotel. Comer en el hotel es más importante que el pago de las horas.
Toda la comida y cervezas que hay en mi estómago empiezan a trepar por mi esófago, siento un deseo de vomitar, siento un deseo de decirle algo al joven salvavidas, pero las palabras no me salen. Las ganas de trasbocar no fueron por respuesta moral, aún no tengo esa sensibilidad, las ganas, con seguridad llegaron por el exceso y coincidió con las palabras del muchacho. A las nueve de la noche me voy a la habitación, así se fue el primer día y aún me queda una semana de viaje en el paraíso que se hunde.
*José Vargas, comunicador social y periodista del Meta, viajó en el mes de octubre de 2018 a Venezuela como parte de un programa de promoción turística ofrecido por el gobierno del vecino país. La iniciativa es apoyada por la empresa privada (aerolíneas) que asumen gran parte de los gastos. Así mismo en Febrero del 2019, que fue cuando escribió ésta crónica.