Los cadáveres aún estaban frescos, ninguno de los cuerpos había empezado a expeler mal olor, ni siquiera estaban hinchados y la sangre en las gradas estaba tan fresca que corría ligeramente por entre las grietas del cemento. El suizo, André Daina, un tipo bajo, de cabello ceniciento y de aspecto de señora solterona de 50 años, se llevó un silbato negro a su boca y dio inicio a una de las finales de fútbol más tristes de la historia. En el campo estaba la poderosa Juventus de Turín del talentoso Michel Platini, del peligroso Paolo Rossi y de un Stefano Tacconi que se lanzaba con brutalidad para detener el balón que fuera. Del otro lado estaba el Liverpool dirigido por el siempre disciplinado Joe Fagan. Era la final de la copa de campeones de Europa de 1985.
La escena sucedía en el estadio de Heysel de Bruselas, Bélgica y la tragedia que cambiaría el mundo del fútbol acababa de suceder minutos antes del inicio de aquella final. Una estampida provocada por hinchas del Liverpool había dejado 39 hombres muertos, la mayoría italianos hinchas de La Vecchia Signora. El deshonroso partido inició una hora y media después de los acontecimientos. Los muertos, apilados como judíos en un campo de concentración nazi, eran visibles desde otras tribunas. La policía belga llenó el lugar de efectivos y a algún dirigente imbécil de la UEFA se le ocurrió que el partido se tenía que jugar. Fue un encuentro infame y a su vez, este se completó con un patético juego en el que los italianos ganaron por un penalti cobrado por Platini, porque, a decir verdad, ninguno de los equipos quería jugar y mucho menos alguien quería ganar.
A miles de kilómetros de Heysel, un hombre bajito, casi diminuto, con un bigote indescriptible, de nariz aplastada, casi calvo y blanco, blanquísimo, gritó en un bar que llevaba por nombre Bar Juventus el único gol del encuentro. Aquel intento de bar estaba ubicado en Bogotá, cerca a la calle 100 con carrera 15 y era el lugar preferido o de encuentro de unos hinchas de la Juventus que por aquella época era un equipo de fútbol famoso. Esos hombres y mujeres se reunían periódicamente para ver en un pequeño televisor a colores muy incipientes, cómo “la juve” despedazaba a los rivales de la liga italiana y de aquel día de mayo de 1985 al coronarse campeón de Europa.
Esos hinchas, jamás habían visitado Italia, no hablaban italiano y no comprendían los intríngulis políticos que encarnaba aquel equipo de Turín. Repetían frases en un italiano vergonzoso, gritaban y hasta insultaban a algún desafortunado que se atrevía a señalar que existía un mejor equipo que la Juventus. El dueño del negocio, ese hombre bajito, se llamaba Alfonso Martínez, tenía poco menos de 30 años, era visiblemente asocial, salvo por aquellos encuentros de fútbol. Puso aquel bar muy cerca a su casa porque odiaba madrugar o tomar transporte público. Era un lugar triste, hasta que un día se le ocurrió decorarlo con los colores negros y blancos, lo llenó de fotos de Platini, de Rossi y pronto, afuera, en la calle, en la parte arriba de la puerta, en un aviso pagado por una marca de gaseosas se leía, Bar Juventus.
Durante años fue un lugar famoso en Bogotá por los amantes del fútbol, se vendía cerveza mala, pero barata, cigarrillos, el orinal siempre estaba amarillo, las botellas sobre las mesas, los hinchas de la Juventus de vez en vez colmaban el lugar y al fondo siempre estaba el enano de Alfonso, callado, pero atento a los goles de Rossi o Platini. El bar y su dueño, aparecieron en varias notas de prensa, la gente sentía curiosidad por los rolos más italianos de la ciudad, eran los tristes años 80s en Colombia, del América de Cali eterno subcampeón de la Libertadores de los hermanos Rodríguez Orejuela y del Atlético Nacional de Pablo Escobar. Nadie, absolutamente nadie, entendía a esa manada de hinchas de la Juventus. El fútbol aún no era un deporte global y mucho menos dominado por la economía de mercado.
Para que las nuevas generaciones lo comprendan, el fútbol no era una industria en los años 80s, era un deporte que aún no había perdido el encanto de practicarlo por amor. Aún no corrían millones en las cuentas bancarias de los futbolistas, la televisión no había puesto del todo sus nefastas garras sobre él, la FIFA aún era medianamente una entidad respetada, aunque ya por aquella época el ladrón de Havelange había empezado a hacer de las suyas. El fútbol estaba muy lejos del nefasto mercadeo que lo volvió un deporte espectáculo, en ocasiones tan triste como bochornoso y corrupto.
En esos tiempos no se comprendía que unos bogotanos hincharan por la Juventus, que una gente que no conocía la cancha de Turín vistiera la camiseta de barras negras y blancas. Eran los tiempos en que eras hincha del equipo de la ciudad en la que nacías. Si te traían al mundo en Bogotá eras hincha de Santa Fe y debías prepararte para sufrir toda la vida, y si tenías mal gusto terminabas hinchando para Millonarios. Si nacías en Medellín, tenías dos opciones, tener algo de decoro y ponerte la camiseta del Poderoso y si no tenías ningún ápice de vergüenza, pues terminabas con una camiseta verde.
Por mi parte, nací en Ibagué y pues ya saben, soy y seré lechona toda la vida. Cuando era joven iba a la cancha cada ocho días, porque los hinchas no vamos al estadio, los hinchas vamos a la cancha. Los únicos que van al estadio son los clasiqueros. Nosotros, los hinchas, no vamos a ver un partido de fútbol, nosotros vamos a hinchar, porque a los únicos que les preocupa lo que suceda allá abajo en el gramado es a los clasiqueros. El hincha le toca de manera disciplinada seguir a la única religión que no tiene Dios, aunque el Diego es un buen candidato. Los demás, el domingo van a misa a expiarse y si en esa cosa horrible que ellos llaman estadio hay un clásico, pues se ponen la camiseta, preferiblemente la original, y van con su radiecito de pilas a esperar, desde luego, una victoria. Son una vergüenza para el fútbol.
Para el hincha, el fútbol es una cosa rara que once pelotudos juegan contra otros once. Para el hincha, la cancha, es una especie de teatro de los sueños para los oprimidos en donde hay carnaval durante 90 minutos. Hace dos siglos el rey que estuviera de turno decretaba los días del carnaval y los ingleses se iban para las villas a las afueras de Londres a practicar esa cosa llamada fútbol de carnaval, el padre del fútbol moderno. Allí y de manera histórica, está contenida la diferencia entre hinchar y quedarse sentado mirando la pelotita durante 90 minutos.
El hincha hincha entre iguales. El clasiquero mira a su alrededor con desconfianza porque sabe que no está entre iguales. Para el hincha ese carnaval bullicioso y con mucha marihuana lo acerca a la gloria de ser, de ser parte de algo, ese sentido de afiliación que el hombre ha perseguido por milenios. Al hincha le correspondió ser una sola cosa en la vida, ser hincha, en cambio, al clasiquero, le correspondió creer en cualquier cosa con tal de ser feliz, así sea por un momento. Hoy se ponen una camiseta roja, amarilla o azul y mañana, se ponen la que sea y gritan a favor de quien sea, especialmente si ese otro equipo está apunto de ser campeón. Lo que quiere el clasiquero no es amar, porque no lo entiende, lo único que busca es ganar o subirse al tren de la victoria.
Entonces, yo, como hincha, como admirador del carnaval, me llegó hace unos años una nota de prensa publicada en El Espectador de aquel bar colmado de hinchas de la Juventus, del letrero a las afueras del lugar y del diminuto del Alfonso. Estaba en internet, porque seguramente la edición original e impresa era imposible encontrarla. Llegó a mí por accidente, por esas cosas raras de la vida y que muchos llaman destino. La leí con tanto detenimiento que ese fin de semana salí de mi trabajo y tomé el transporte que me llevaría a la calle 100 con carrera 15 en Bogotá. Yo vivía muy lejos de ese lugar, pero quería ir a fisgonear ya que sabía que me quedaban pocos días en la capital.
Llegué aquel sábado del año 2012 sobre las tres de la tarde a la dirección exacta, caminé buscando el lugar, entendía, que seguramente, ya no iba a estar ese aviso, habían pasado más de 30 años y era muy probable que ya no hubiera el bar y en su lugar estuviese una oficina de seguros. Efectivamente, recorrí toda la cuadra de esquina a esquina y no vi nada a barras negras y blancas o camisetas de la Juventus o lo que fuera de aquel equipo de fútbol. Convencido que no había mirado bien me regresé, caminé en sentido contrario y recordé que en la nota de prensa estaba la foto del lugar, de ese marco de una puerta abierta de par en par y de una ventanita al lado izquierdo con una reja en forma de rombo.
Al regresarme y justo a mitad de cuadra, vi la ventana con la reja que formaba un rombo, no vi nada de la Juventus, no miré hacia arriba para ver el nuevo aviso, en su lugar me metí al sitio que también parecía un bar y cuando estuve adentro, todo, absolutamente todo a mi alrededor estaba en colores azulgranas, con fotos de un tal Leo Messi, con un escudo raro, con bufanditas que los europeos dueños de toda la frivolidad que pueda existir estiran en las gradas de los modernos estadios, si es que se le puede llamar a esos lugares estadios y no boutiques.
El interior de aquel bar estaba decorado con los colores e insignias del Fútbol Club Barcelona, equipo sensación por aquellos años y que era, según las exageraciones de la prensa prepagada, capaces de ganarle a un equipo de extraterrestres. “Cambió de dueño”, pensé en voz alta. Ahora, el nuevo dueño tiene un pésimo gusto.
Pedí una cerveza y desde lo profundo del lugar me ofrecieron la más barata que podía existir en el país. Eso me alegró considerando mis bolsillos. De la oscuridad salió un hombre diminuto, bajísimo, con un bigote casi borroso, con la nariz aplastada y calvo, completamente calvo. Traía puesta una camiseta de fútbol horrible con la palabra Unicef de lado a lado en la parte frontal. Lo miré a los ojos y grité preguntando al mismo tiempo -¿Alfonso? El hombre se quedó mirándome perplejo, impertérrito y yo, como si hubiese visto al mismo diablo vestido de mal gusto, salí corriendo y entré a la calle de nuevo. Al girar mi cuerpo, vi la puerta del lugar desde el andén y cuando levanté la mirada vi un aviso novedoso con la marca de la cerveza más famosa de Colombia y con letras negras muy vivaces se leía: Bar Barcelona.