El cine es pequeño. En la pantalla se lee Ciro & yo. El proyector cuelga del techo como un juguete aéreo. La luz proyectada sobre un telón, que perfectamente podría ser un mantel, se mece de un lado a otro: derecha e izquierda – derecha e izquierda. Es de los pocos cines en los que aún se puede fumar en Bogotá, así que no estoy seguro si es debido a la marihuana o a que realmente el proyector parece ser un avión colgado de un hilo en el techo.
La historia es la de siempre en este país: víctimas del conflicto armado. Ciro es un campesino de tres hijos: uno asesinado por los paramilitares, el otro apuñalado por sicarios, y el último, el que más me llamó la atención: desnucado. Pienso en Ciro mientras la habitación se llena de volutas de humo y percibo el cabello de las seis personas que están sentadas al frente. Unas ladeadas sobre un hombro, como recibiendo apoyo, y otras simplemente erguidas. La vida, Ciro, debería estar dividida en los diferentes tipos de cabezas: redondas, cuadradas, calvos, con cabello, y en últimas sonreír ante tal división, pero la vida, Ciro, sobretodo la vida en Colombia, está dividida por un ritmo impulsivo e insoportable entre la radical diferencia que existe entre la derecha y la izquierda en este país.
Lo diferente de este documental es que tiene la particularidad de no asumir una posición entre la guerrilla y los paramilitares; pero Ciro, yo sí escogí lugar hace mucho. A mi padre lo recogieron una mañana de octubre bajo la luz del farol que queda en la esquina de mi casa, y que es igual a todos, pero lo recogieron y no lo trajeron de vuelta. Lo habían mandado a citar en una de las montañas de la cordillera sur de Colombia, para vacunarlo. “Porque sabemos que usted tiene plata y debe colaborar con la seguridad del país”, y una vez llegó a las montañas pues lo vacunaron; pero lo vacunaron a punta de pólvora y acero.
Yo sí escogí la izquierda, Ciro, pero no porque crea con convicción en ella, sino por dolor. El mismo dolor que parece ir y venir como las algas aferradas a la arena en la playa. Escogí la izquierda porque a pesar de que los que reventaron a tiros a mi papá fueron los guerrilleros, creo firmemente en que el Estado debe sostenerse y mantenerse, al menos en apariencia, en la línea de lo justo y democrático. Y crear un ejército paralelo, de derecha, y ponerle paramilitar, lo único que va a garantizar es que yo me levante de este asiento, todo enmarihuanado, y reviente a tiros a quién se me dé la gana.
No lo hago, Ciro, porque en cada uno de nosotros hay un animal interno que de vez en cuando se expresa en un instinto de supervivencia que se haría evidente al perder la seguridad que brinda el Estado. Podríamos, si prefiriéramos aceptar a los paramilitares como una forma de defensa, terminar en una balacera dentro del cine con los cabeza cuadrada, redonda, calva, simplemente porque se me acaba el cigarrillo de marihuana y quiero más. A la ley del más fuerte, y si soy el más fuerte, o tengo una Ak-47 en la maleta, pues les disparo a todos y ya está.
Pero en apariencia, aún tenemos ese control externo que da la justicia, el castigo, la presión social y moral, y la idea de que quizás, Ciro, somos más los que aún pertenecemos a ese sistema necesario. Y prefiero, sin duda alguna, morir desnucado contra las rocas de Caño Cristales, y no morir, como tu otro hijo, después de haber sido guerrillero, paramilitar, soldado y enfermo mental, para terminar tirado sobre un pastizal con un tiro detrás de la oreja y un camal de hormigas abriéndole rotitos, pequeñitos, a la carne.
El proyector se apaga. No hay ni izquierda ni derecha en la imagen. Aunque todos nosotros dentro de la sala estamos divididos, a todos nos une algo: las lágrimas.