Apaga tus valientes corazones

Por: Nicolás Herrera*

Cuando me levanté era un viejo, muy viejo, estaba lúcido, podía recordar las cremas y los ungüentos que me aplicaba la negra Teodora todas las noches antes de dormir. Eso era lo extraño, desde que soy un viejo senil recuerdo pocas cosas del día anterior, porque vivo en el mar de los recuerdos antiguos, enredado en las buenas cosas del pasado. Ese domingo soleado desde el balcón de mi casa en el barrio Las Peñas, se me ocurrió pensar en las cosas no tan buenas, en los días embebido en ansiedad, en los que deliraba a mares mientras el mundo se venía abajo.

El cuerpo, ¿cuál cuerpo? No lo sé, cualquier cuerpo, estuvo por meses que se convirtieron en años privado de el roce, el toque. Fueron los días en los que no importaba la hora en la que el sol salía y mucho menos la fase de la luna, si era menguante o si con la llena venía mi locura de escribir por el mero placer de escribir. Y es que, a decir verdad, a muy pocas personas les importan esos detalles del sol y de la luna, porque para esa época ya estábamos asfixiados con el celular y el internet.

Lo que, sí era seguro, era que un virus nos había vuelto más esquizofrénicos que nunca. El rico desde el balcón de su apartamento en El Caudal se volvía estúpido, más de la cuenta, recordándole a todo el vecindario la verticalidad de la sociedad. Lo mismo que sucede cuando alguien se caga en la parte alta de un río, él sabe que abajo hay gente que bebe de la misma agua, pero simplemente decide no importarle. Mientras tanto, el pobre salía a la calle y taponaba las vías, sabiendo que los iban a reventar con lacrimógenos, que iban a salir corriendo a sus casas para seguir comiendo mierda, pero había que intentarlo.

Eran los días del susto, que si me tocó, que si alguien en la fila tosió, que si el tapabocas era de mala calidad, que si no me lavo las manos y que si aquel o aquella me van a ganar los últimos aguacates en el supermercado. Y, ¿qué tal si tengo síntomas? Madre de Dios.

Por aquellos días, María Callas sonaba muy frecuentemente en mis audífonos, ella me salvó de unas ganas inauditas de suicidarme. En mi telefonito, había algo que me decía que iba a llover y yo era feliz. La Olanzapina me mandaba a la cama temprano, pero mis ganas por escribir pendejadas siempre estuvieron ahí, de hecho, terminé mi segunda novela entre el tormento del ruido y la voz de la diva que me decía “tempra tu de cori ardenti. Tempra ancora lo zelo audace”. Apaga tus valientes corazones.

El aislamiento nos enfrentó con lo absurdo, dejamos de tocarnos, aunque el sexo se volvió cotidiano. Entre diciembre de un año y enero de otro año, nacieron millones de bastardos. Millones murieron de hambre, la hambruna empezó matando como siempre en África y luego se esparció a Asía y América Central y del Sur, porque en el Norte no hubo hambruna, en cambio, allí murieron dos millones por cuenta de ese virus.

Un día de esos, un vecino se levantó enloquecido, salió de su casa gritando que habían suspendido su programa de televisión favorito y en su lugar pusieron a hablar al presidente. La señora de la esquina, la que vendía gelatinas de casa en casa, un día de esos me dijo que había todo un plan orquestado para que los vecinos del barrio marginal del lado se metieran a nuestro conjunto a robarnos los tomates y las cebollas.

Mi mamá un día me levantó con una videollamada, estaba vestida con traje para fiesta, tenía un gorro de cumpleaños y de la pared del fondo guindaban papelitos de colores. Era el cumpleaños de alguien y se lo celebramos a través de esas pantallas. Todos sonreímos. También, el día que podía salir a la calle, esos eran los más divertidos y peligrosos al mismo tiempo, porque no todos los días podíamos salir, así que las ansias por irme a caminar eran proporcionales al miedo de contraer la enfermedad. Estábamos confinados en un sillón por la mañana, en una mesa del comedor al mediodía, al mismo sillón de la mañana, pero ahora en las tardes y yo leía y escribía desde todos esos lugares. Mi espalda se torció.

Salía de mi casa con las llaves de mi carro, miraba al cielo, recordaba lo que me decía mi celular con respecto al clima, y entonces, sacaba el carro que estaba siempre debajo de ese techito ridículo y lo dejaba encima del andén, para que se mojara. La basura la recogía un señor, él vivía en el barrio del lado, desde donde vendría la invasión. Yo lo miraba con atención, imitaba la mirada de mi gato cada vez que veía a ese señor. Nunca ocurrió la invasión.

De lunes a viernes me levantaba tarde, en cambio, los fines de semana me levantaba temprano. Dejé de afeitarme, no lo hice en los años que duraron las cuarentenas, porque después del virus, vino la recesión económica que mató a miles de incertidumbre, luego vino la hambruna y finalmente, los cataclismos y las tormentas que inundaron la tierra llana hasta volverla un nuevo océano. Yo sobreviví.

Esa mañana después de levantarme y de recordar, mi mente se nubló, se volvió cenicienta. Teodora llegó con un ungüento raro, me dijo que por fin le habían llegado unas hierbas medicinas desde Esmeraldas. Me puso un poco de eso en las rodillas que siempre me han rechinado. Tomé una hoja y un lápiz e intenté escribir lo mismo de todas las mañanas, mi ensayo sobre el sentido de la solidaridad.

No existe.

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